—Es una maravilla incomparable —proclamó Madame de Guéménée que, a despecho de sus cuarenta y cinco años, vivía una intensa vida amorosa—. Nunca se ha llevado a los escenarios tanta nobleza de sentimientos. Yo creí morir cien veces de ternura y admiración.

—Madame de Rambouillet asistió ayer con su hija y todo su séquito —dijo el anciano duque de Bellegarde, a sus setenta y cinco años todavía enamorado de la reina—, y hoy, en la cámara azul de Arthénice,[16] todo son alabanzas al Cid.

—¡Con la excepción del señor de Scudéry! —interrumpió la princesa de Conti—. Encuentra la obra mal construida, mal escrita e irregular. Ayer, a la salida del teatro del Marais, aseguraba que iba a comunicar a la Academia sus observaciones, para sorpresa e indignación de Madame de Rambouillet. Ella le acusó de no haber entendido nada, y dijo que jamás le habría creído privado de gusto hasta ese punto. El pobre hombre casi se echó a llorar, tanto más por cuanto su hermana, Mademoiselle de Scudéry, se puso de parte de la marquesa; pero se mantuvo firme. Para él, la pieza no vale nada.

Madame de Guéménée se echó a reír.

—¡Qué gracioso! El pobre Scudéry, aparte de que sus obras nunca alcanzarán un éxito parecido, teme sobre todo los nubarrones que ve amontonarse del lado del Palais-Cardinal. A Su Eminencia, que también escribe, no debe gustarle lo más mínimo el triunfo de un autor al que ha hecho el honor de invitarle a colaborar, en sus propias obras.

—¡Oh, madame! —protestó Madame de Combalet, una bonita viuda que era sobrina de Richelieu y, de creer las habladurías, también algo más—. Su Eminencia posee demasiado buen juicio y respeto por las bellas letras para no inclinarse ante un talento tan grande, confirmado además por la voz pública. Al teatro del Marais acuden tanto la nobleza como la burguesía y el pueblo, y todos salen entusiasmados.

—Bien se ve, señora, que lo estimáis mucho. El afecto es ciego ante determinadas debilidades... y todos los grandes hombres las tienen.

La reina intervino:

—¡Señoras, señoras! No dejéis que la pasión os arrastre hasta ese punto. Yo, por mi parte, tengo las mejores razones para creer a Madame de Combalet. Fue el propio cardenal quien advirtió al rey, cuando éste se encontraba en Saint-Germain, del valor de esa obra, y le aconsejó que hiciera venir aquí a los comediantes para representarla en palacio. Eso prueba sin la menor duda su entusiasmo —dijo con tono cansado.

—O bien su inteligencia —insistió Madame de Guéménée—. Es difícil ir contra la corriente de todo París. Por más que podría alegar que una obra que glorifica a un héroe español es inadecuada cuando estamos en guerra incesante con España...

—Mi tío no mezcla jamás las artes con la política. Además, ¿no está desde hace algún tiempo España de moda? Capas, peinados, sombreros, romances, pavanas y otros bailes. Nos gusta inspirarnos en España, y es normal puesto que se trata del país de nuestra reina bienamada —concluyó Madame de Combalet con una reverencia que Ana de Austria no dio muestras de agradecerle, como tampoco sus elogios.

La soberana hizo un levísimo encogimiento de hombros y llamó a Sylvie a su lado haciéndole seña con la mano.

—Seré sensible a todo ello cuando vuelva a reinar la paz entre nuestros dos países —dijo—. Por el momento, la reina de Francia se complace en escuchar canciones francesas, y aquí está Mademoiselle de l'Isle, recién admitida en el círculo de mis doncellas de honor, que nos cantará una.

—Acompañándose a la guitarra, si no me equivoco —dijo Madame de Combalet, que parecía dispuesta a tener la última palabra.

—¿Por qué no? Mademoiselle de l'Isle canta como un ángel y toca muy bien su instrumento. De alguna manera, es un símbolo. ¡La armonía perfecta que deseamos el rey y yo! Sentaos, hija mía —añadió la reina señalando un almohadón colocado a sus pies—. ¿Qué vamos a escuchar?

—Lo que desee Vuestra Majestad —murmuró Sylvie, que empezaba a afinar su instrumento.

Pero no estaba previsto que cantase durante esa velada. El ujier apostado en la puerta cuando la reina recibía, anunció con voz potente:

—¡La señora duquesa de Montbazon y el señor duque de Beaufort!

La mano de Sylvie contuvo las vibraciones de la guitarra como si deseara al mismo tiempo calmar las de su corazón. Un corazón que se heló de súbito al ver a la brillante y maravillosamente adecuada pareja que se adelantaba. François estaba, como de costumbre, muy elegante: jubón y calzas de terciopelo negro bordado en oro con acuchillados de raso blanco y forros de raso escarlata, un gran cuello de encaje que cubría toda la anchura de sus hombros, y, en el sombrero que sostenía con desenvoltura en la mano, unas ondeantes plumas blancas fijadas al fieltro por un cordón de seda roja. La otra mano sostenía la de una dama extraordinariamente hermosa: alta, morena, de tez muy blanca, magníficos ojos azules, y labios redondos y carnosos que se dirían hechos para besar. Llevaba un vestido de brocado escarlata y raso blanco, y un collar de diamantes y rubíes que realzaba una garganta espléndida, de modo que junto a su compañero componía una pareja de rara elegancia. Se acercaron a saludar a la reina; él barrió la alfombra con sus plumas blancas y ella desplegó sobre el suelo su vestido como si fuera una enorme flor.

El saludo tuvo una acogida diversa. A Beaufort le correspondió una amplia sonrisa, que se redujo bastante para la joven dama.

—¿Dónde os habíais metido, querido duque? —dijo la reina, ofreciéndole la mano—. Hace días que no os veíamos.

—Estaba en Chenonceau, señora, junto a mi padre, cuya salud deja mucho que desear.

—¿Está enfermo el duque César? Es difícil de creer. No me lo imagino en esa situación.

—El aburrimiento lo corroe, señora. Hasta tal punto que a veces me pregunto si no podría llegar a morir.

—¡Nadie se muere en Chenonceau, sería extravagante! Conozco pocas mansiones tan gratas. Sin contar con que el tiempo es más benigno que aquí.

—Sin embargo, preferiría cien veces París, con su barro, su nieve, su mal olor y sus incomodidades, porque aquí le sería posible ponerse al servicio de Vuestra Majestad.

—No seáis tan cortesano, amigo mío, no os sienta bien. —Y luego, cambiando de tono para dirigirse a la dama, añadió—: Y vos, duquesa, ¿nos daréis noticias del señor gobernador de París?

—Tiene la gota, señora. Una excelente ocupación que podría recomendar al señor de Vendôme contra las ideas tristes. Mi esposo maldice, jura, rabia durante todo el día, pega a los criados, ¡pero no se aburre un solo instante!

El tono desenvuelto indicaba a las claras que la hermosa dama no sentía la menor preocupación por su esposo. Casada a los dieciocho años con Hercule de Rohan-Montbazon, que tenía sesenta además de dos hijos, Marie d'Avaugour de Bretagne no se sentía ligada por un deber de fidelidad que consideraba tanto más fuera de lugar por cuanto ninguna de las mujeres de la familia lo respetaba. En efecto, de los dos hijos de Hercule, una era la revoltosa duquesa de Chevreuse, de más edad que su madrastra pese a lo cual seguía coleccionando amantes, y el otro el príncipe de Guéménée, dotado de uno de los ingenios más agudos de su época, pero cuya esposa, presente ese día en el camarín de la reina, hacía otro tanto. Algunos espíritus maliciosos se preguntaban si entre las tres mujeres de la misma familia se había establecido una especie de competencia. En cualquier caso, desde hacía algún tiempo se hablaba de una relación entre Marie de Montbazon y François de Beaufort, sin que ni la una ni el otro hiciesen nada para desmentir el rumor. Eso era algo que Sylvie ignoraba. Ella únicamente advirtió que la reina no parecía muy cariñosa con la bella duquesa, que fue a reunirse con su cuñada Guéménée. Pero retuvo al joven.

—Nos llegan extraños rumores respecto a vos, François —dijo a media voz—. Dicen que pensáis pedir la mano de la hija de Monsieur el Príncipe.[17]

—Tendré que casarme algún día, señora. ¿Por qué no con ella? Esa joven tiene al menos la ventaja de ser bella —respondió el joven con una sonrisa que a Sylvie, paralizada en su almohadón, le resultó de una fatuidad odiosa.

—Monsieur el Príncipe nunca os aceptará. El y vuestro padre se detestan. Y además, ¿qué diría Madame de Montbazon? —añadió la reina con un punto de acritud que hizo brillar los ojos de Beaufort.

—No hay que prestar oído a todos los chismes, señora. La duquesa de Montbazon no tiene más derechos sobre mi persona que los de toda mujer bonita sobre un hombre de gusto...

—Sin embargo, se dice que la amáis.

François se inclinó hacia ella, y en esta ocasión su voz bajó hasta convertirse en un murmullo.

—Mi corazón no pertenece a nadie, señora, sólo a vos. ¿Cómo mirar a otra mujer cuando está presente la reina? Si he llegado en compañía de Madame de Montbazon, es sencillamente porque la he encontrado al pie del Grand-Degré...

Se inclinó un poco más, y Sylvie ya no pudo oír nada más, a pesar de la agudeza de su oído. Pero ya había oído bastante. A punto de echarse a llorar, dejó la guitarra y, deslizándose de su almohadón, consiguió ponerse en pie sin que los dos interlocutores se dieran cuenta de su marcha. Por lo demás, y eso era lo que más la apenaba, François ni siquiera parecía haberse dado cuenta de su presencia. ¡Un mueble! En eso se había convertido para él, sin duda.

Decidida a volver a su habitación, se dirigía a la puerta cuando tropezó con Mademoiselle de Chémerault:

—Y bien —dijo ésta con sequedad—, ¿dónde pensáis ir?

—A mi habitación, mademoiselle. Me siento un poco mareada; el ruido, la gente, los perfumes...

—¡Cuánta delicadeza! Podría creerse que habéis nacido en un palacio, para tener tantos remilgos. Recordad esto: las doncellas de honor sólo pueden alejarse de la reina en el caso de que ella lo permita. Así pues, volved al sitio del que venís y no os mováis de allí.

—¡Por supuesto que no! —protestó Sylvie—. Su Majestad está charlando en privado con el señor duque de Beaufort. Mi deber para con ella me obliga a no ser indiscreta. Además, no tengo porqué recibir órdenes de vos. ¡Dejadme pasar!

—¡Vaya con la insolente! Pequeña, aquí aprenderéis que éste no es sitio para testarudas. Si os obstináis, informaré a quien corresponde de vuestra conducta. Vuestra estancia en este lugar podría ser muy corta...

—¿Pensáis que eso me importa? Todo lo que deseo es irme de aquí... ¡Apartaos!

Atenta únicamente a su cólera y dolor, Sylvie iba a seguir su camino cuando una mano vigorosa la retuvo por el brazo y la obligó a volverse sobre los talones. Entonces se encontró cara a cara con François, que sonreía ampliamente.

—¡Vaya! ¡Se diría que hemos conservado la vieja costumbre de enfurecernos desde el momento en que alguien se empeña en llevarnos la contraria! Servidor, Mademoiselle de Chémerault. Confiadme a esta joven rebelde. La conozco desde hace mucho tiempo y sabré devolverla a la razón.

—Me temo que no pueda hacerse gran cosa. ¡Vaya idea, introducir en el Louvre a una muchacha medio salvaje!

François dedicó a mademoiselle una sonrisa burlona.

—¿Medio salvaje? Podéis estar segura de que lo es completamente, mademoiselle. Pero no es distinta de la mayoría de las personas que viven en este lugar, donde lo raro es la civilización a juzgar por todos aquellos, o aquellas, que no sueñan con otra cosa que retorcer el cuello a sus semejantes.

Sin esperar la reacción de la interpelada, llevó a Sylvie hasta el vano de una ventana y allí volvió a ponerse serio.

—¿Te has vuelto loca, Sylvie? Ya no tienes cuatro años, que yo sepa, y creía que habías aprendido a comportarte en sociedad.

—¡Oh, sé comportarme! Pero no diría lo mismo de vos, señor duque. ¡Hace un momento yo estaba sentada a los pies de la reina y no me habéis prestado más atención que a un... un gato, como me llamabais antes!

Ante la cólera de la pequeña, François recuperó su sonrisa.

—¡Vamos, minina, no maúlles tan fuerte! ¿Sabes que la reina te llama ya «la gatita»?

—¿Os ha hablado de mí?

—Pues sí, pero ahora lo que quiero es hablarte de ella. Sin duda lo ignoras, Sylvie, pero está en peligro. El cardenal la odia y quiere su ruina. La rodea de espías...

—Lo sé. Mademoiselle de Hautefort, que es tan bella, me ha hablado.

—¡Oh, ella es la fidelidad misma! El rey estuvo muy enamorado, pero nunca se atrevió a propasarse lo más mínimo. Debo decir que ella jugó con él de una manera cruel, y no paraba de burlarse. Un día en que había recibido una nota que el rey deseaba leer a todo precio, la colocó de forma muy visible en su escote y lo desafió a recogerla...