François se equivocaba si creía que únicamente su madre y él estaban enterados de su secreto: también su hermana Elisabeth, dos años mayor que él, había notado algo. Ensoñaciones súbitas, rubores fugaces y otras manifestaciones desconocidas hasta entonces en un muchacho turbulento, belicoso, apasionado por los caballos, las armas y la independencia, y dotado de una vitalidad que gobernantas y preceptores coincidían en calificar de extenuante, habían hecho atar cabos a su hermana durante los meses de invierno. Sin embargo, se guardó sus impresiones y fue solamente en el momento de bajar de la carroza en el patio de honor del castillo cuando, después de dejar que el hermano mayor, Louis de Mercoeur[3] —catorce años—, acompañara a su madre al interior, se llevó aparte a François con el pretexto de ir a ver los cisnes de los estanques. En realidad fueron a dar un paseo a lo largo del canal de las carpas. En silencio al principio, cosa que el muchacho no soportó mucho tiempo.
—Si tienes algo que decirme, dímelo ahora —gruñó, empleando el tuteo del que se servían únicamente cuando estaban a solas—. ¿Es que he hecho alguna tontería?
—No, pero te mueres de ganas de hacer una. Lo he notado cuando, hace un momento, Madame de Bure ha hablado de las damas de Sorel. Nuestra madre la ha hecho callar enseguida, pero tú te has ruborizado y has suspirado con tanta fuerza que casi haces volcar el coche. Te mueres por volver a ver a Louise, ¿no es así?
Los dos jóvenes, unidos por una profunda ternura y una confianza total, se entendían a las mil maravillas, pero con el hermano mayor tenían unas relaciones mucho más distantes, o dicho con mayor exactitud, protocolarias: era el heredero, le respetaban por ello, pero no le querían. François ni siquiera intentó negarlo.
—Es verdad, pero he prometido a mi madre no hacerlo.
—¿Y lo sientes?
François desvió la mirada, se agachó y tomó una piedra plana que, lanzada con un gesto rápido y experto, rebotó por tres veces en la calma superficie del canal. Finalmente resopló y, sabiendo que Elisabeth no se contentaría con una respuesta a medias, dijo:
—Hmm... Sí. Mientras estábamos en París era fácil. Aquí, ya no es lo mismo.
—Me lo temía. ¿Qué vas a hacer?
—Haces preguntas tontas, hermanita; no se puede incumplir la palabra dada.
—Estoy de acuerdo, pero... yo no he prometido nada.
François se quedó por un momento sin respiración, y observó con mayor atención el rostro malicioso de su hermana. Hasta su encuentro con Louise, la consideraba la chica más bonita que conocía: de su abuela, Gabrielle d'Estrées, había heredado, como él mismo, un cabello de un tono dorado casi irreal y ojos de un azul profundo; además, estaba dotada de una inteligencia despierta. El admitía de buen grado que ella le superaba con mucho en este aspecto, por más que a los diez años él medía ya tres pulgadas más que ella. Pero sus palabras de ahora significaban para François la apertura, en su beneficio, de una ventana inesperada sobre la astucia femenina.
—¿Qué quieres decir?
—Que Madame Sorel pasa por ser muy piadosa, generosa también, y que gustosamente se desplaza para sus caridades hasta lugares a veces muy lejanos de su casa. Sé que lleva consigo a su hija desde que cumplió seis años, igual que ha hecho nuestra madre conmigo. En adelante yo podría ir acompañada por Madame de Bure, y tú podrías acompañarnos también. La caridad saldría ganando y nuestra madre estaría encantada; seguro que también recibirías las bendiciones de monsieur Vincent.
—¿Quieres decir que sin ir a Sorel es posible ver a esas damas? Pero ¿cómo podemos saber adónde van?
—Uno de nuestros cocheros corteja a la nodriza de Louise. Seguro que conseguiremos encontrarnos con ellas...
Por toda respuesta, François estrechó a su hermana, y al día siguiente obtuvo de su madre el permiso para acompañar a Elisabeth en las visitas de caridad que ésta llevaba a cabo acompañada por su gobernanta. Madame de Vendôme, que había inscrito a su hijo menor desde muy joven en la Orden de Malta, con la esperanza de que sucediera algún día a su tío el Gran Prior Alexandre, vio en aquella iniciativa una señal del cielo: ¿acaso no era esencial para los caballeros de la orden la práctica de la caridad más humilde, cuya enseñanza comenzaba con los trabajos auxiliares hospitalarios más duros? Y así, pudo verse en varias ocasiones al joven príncipe de Martigues, cargado con un pesado saco lleno de panes, entrar con dignidad en algún pobre chamizo detrás de las «damas» de caridad. El espectáculo era tan novedoso que Mercoeur intentó tomarlo a broma, pero sufrió una áspera regañina de Madame de Vendôme.
A decir verdad, ese ejercicio fue menos penoso de lo que François habría creído. De carácter generoso y absolutamente desprovisto de fatuidad, se sintió próximo a las personas a las que iba a visitar y se interesó sinceramente por sus desgracias. Fue una suerte, porque la piadosa estratagema de Elisabeth no le permitió, en el curso de un largo mes, coincidir con la señorita de sus pensamientos más que en una ocasión. Le pareció más hermosa aún que en la abadía de Ivry, a pesar de que fuera ataviada en esa ocasión con la modestia adecuada a las circunstancias. No se le ocurrió nada que decirle, y se contentó con ruborizarse intensamente y maltratar su sombrero. Sin embargo, su promesa le pareció más difícil de cumplir que nunca.
De hecho, sus ansias se recrudecieron. Así, cuando supo que ella estaba enferma, no pudo más. Necesitaba saber; era indispensable verla. Sin reflexionar, tomó un caballo y partió hacia Sorel. Pero ni siquiera pudo cruzar la verja de entrada al castillo. Lo despidieron sin demasiadas florituras oratorias: el mal era grave y nadie podía acercarse a la pequeña enferma, a excepción de su madre y las criadas. Fue así como François, más inquieto que nunca, se encontró en el bosque con las perspectivas de regreso que ya conocemos.
El tiempo no mejoraba. De súbito el cielo nublado se oscureció hasta tal punto que pareció que la noche se adelantaba. El caballo estaba nervioso y cuando de repente restalló un trueno violento, el animal lanzó un relincho parecido a una carcajada, se encabritó y lanzó a su jinete contra unos matorrales antes de salir al galope en dirección a Anet.
Lastimado más en su vanidad que en su cuerpo, François se levantó ileso preguntándose cómo se tomaría Monsieur d'Estrades, que se esforzaba por inculcar a los jóvenes Vendôme los grandes principios ecuestres dictados por el difunto Monsieur de Pluvinel, el regreso al castillo de un caballo sin jinete y, más tarde, de un jinete sin caballo.
Apenas había salido de entre los zarzales profiriendo reniegos, maldiciones e incluso juramentos, para dirigirse al destino que le aguardaba, cuando vio a la niña.
Vestida únicamente con un camisón manchado, aferrando una muñeca contra su pecho, estaba en medio del sendero con sus pequeños pies descalzos y lloraba en silencio, sorbiéndose las lágrimas de tanto en tanto y con el dedo pulgar en la boca. No debía de tener más de tres o cuatro años, era menuda y frágil. A pesar de lo exiguo de su atuendo, no era una campesina: el cabello castaño que coronaba su cabecita conservaba la huella de un peine cuidadoso, en forma de algunos bucles y de una cinta azul que los sujetaba. Además, su único vestido era de tela fina, con bordados. Al acercarse a ella, François vio que las manchas eran de sangre y comprendió que estaba ante un problema más grave que el suyo propio. Se puso de rodillas y palpó el cuerpo de la niña.
—¿Qué te ha pasado? ¿Estás herida?
Ella no respondió y siguió llorando en silencio, sin manifestar el menor dolor a la palpación. Por otra parte, la sangre estaba casi seca.
—No, no parece que te hayas hecho daño. Pero ¿de dónde vienes así? ¿Quién eres?
Mirándole con unos ojos color avellana enrojecidos por las lágrimas, la pequeña se quitó el dedo de la boca y pronunció dos únicas sílabas:
—Vi... laine.
Luego volvió a colocar el pulgar donde estaba antes.
—¿Villana? Eso no es un nombre. ¡Y además tú no lo eres! Las villanas no tienen unas muñecas tan bonitas —añadió, e intentó tomar el juguete de las manos de su pequeña propietaria, que no lo soltó. Era en efecto un objeto caro, de madera bien torneada, con cabellos de hilaza y un vestido de terciopelo a la moda con una gorguera alrededor del cuello.
Los interrogantes se multiplicaron en la mente del muchacho. ¿De dónde podía venir aquella niña? Tenía que haber sucedido una desgracia en alguna parte, pero ¿dónde? Intentó averiguarlo pronunciando el nombre de dos o tres palacios o mansiones ricas de los alrededores, algunas de ellas pertenecientes a vasallos del principado de Anet, pero en lugar de contestar la niña se puso a llamar a gritos a su Tata.
Para colmo, la tormenta que François había acabado por olvidar se materializó después de un trueno más violento aún que el anterior, y de golpe rompió un fuerte aguacero.
—No podemos quedarnos aquí. Tengo que llevarte a nuestra casa. Quizás alguien sepa quién eres.
Al punto, ella calló y le tendió una manecita sucia con los dedos separados, que parecía una estrella de mar. En un instante quedó empapada, y François casi tanto como ella. Compadecido, se quitó el jubón para envolverla.
—¡Ven! ¡Hemos de darnos prisa!
Se preguntó inquieto cómo podría hacerla andar con los pies lastimados, y además ella no podría seguir su paso.
—Tendré que llevarte en brazos —suspiró, un poco asustado por esa nueva responsabilidad; pero ella apenas era mayor que un bebé y cuando la levantó resultó más ligera de lo que pensaba.
Entonces, sin soltar su preciosa muñeca, ella rodeó con su brazo libre el cuello de su salvador y posó la cabeza en su hombro con un suspiro de felicidad. No sabía quién era ese chico, ¡pero era tan guapo con su largo y lacio cabello rubio y sus ojos claros! ¿Un ángel, tal vez? En cualquier caso, se sentía bien con él.
—No te duermas y sujétate fuerte —aconsejó el joven héroe—. Voy a intentar correr.
Pronto comprendió que había sobreestimado sus fuerzas, y reemprendió la marcha a buen paso maldiciendo al estúpido caballo que le había dejado plantado en el momento en que más lo necesitaba. En cuanto a lo que sucedería cuando se presentara en el castillo con su hallazgo, ni siquiera intentó imaginarlo.
Recorrieron de ese modo un buen cuarto de legua, deteniéndose de vez en cuando para que el porteador recuperase el aliento. Gracias a Dios, la lluvia había cesado. A pesar de ello, François estaba exhausto cuando divisó por fin Anet, preguntándose por qué, al ver volver a su caballo sin él, no habían enviado a alguien a buscarlo. Y, por descontado, era horriblemente tarde. El enorme ciervo de bronce rodeado por cuatro perros de caza que adornaba el remate de la gran fachada y servía de reloj, hizo sonar ocho campanadas con su martillo mecánico.
—¡Misericordia! —gimió François mientras depositaba su carga sobre las losas del patio de honor—. ¡Ya oigo silbar la correa!
Sin embargo, el castillo no se encontraba en su estado normal. Los guardias hablaban animadamente formando pequeños grupos y nadie le prestó atención. La agitación se centraba alrededor de una gran carroza de viaje, tan cubierta de barro y polvo que) era imposible adivinar qué blasón llevaba pintado en la portezuela. Los lacayos corrían en todas direcciones. Estaban desenganchando los caballos, y cuando el joven paró a alguien para preguntarle qué pasaba, el hombre apenas se tomó el tiempo para decirle:
—¡No lo sé de cierto! Monseñor el obispo de Nantes ha llegado aún no hace una hora, y todo el mundo está reunido en el salón de las Musas...
Sorprendido, François alzó las cejas. El obispo en cuestión, Philippe de Cospéan, era un viejo amigo de la familia, el consejero íntimo y más fiel de la duquesa, pero era la primera vez que su llegada ocasionaba aquel alboroto. François quiso entonces tomar de la mano a su pequeña acompañante para llevarla ante su madre, pero vio que lloraba de nuevo y que temblaba bajo su camisón empapado. Su mirada implorante hizo que volviera a tomarla en brazos:
—Vamos a reunimos con la familia. Veremos qué pasa —suspiró.
Nunca le había parecido tan grande el hermoso castillo reconstruido en el siglo anterior por Diana, la duquesa de Valentinois, ni tan imponente el salón de las Musas, con sus paneles pintados y dorados, sus marcos de mármol y su suntuoso mobiliario. Se encontraban allí muchas personas, pero la mirada de François se dirigió a su madre, sentada junto al obispo que, visiblemente cansado, le hablaba. Ella parecía agitada por una intensa emoción. Había huellas de lágrimas en su bello rostro, casi tan blanco como la enorme gorguera en «rueda de molino» que parecía ofrecer su cabeza sobre una bandeja de nata montada. Su hijo mayor se reclinaba con aire grave en su sillón y ella daba la mano a su hija, sentada a sus pies sobre un cojín de terciopelo. Alrededor de ellos, las damas y los oficiales de la casa ducal guardaban una inmovilidad llena de estupor, como si en lugar de seres vivos fueran personajes de un tapiz.
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