—¿Y la cogió?

—Sí. Con las tenacillas de la chimenea. La bella Marie nunca se lo perdonó. Después apareció Mademoiselle de La Fayette, y él ya no se fijó más que en ella, hasta el punto de que sospecho que la reina siente celos. Sin embargo, sabe muy bien que la pobre muchacha nunca aceptará servir al cardenal en contra de ella. Como ama sinceramente al rey, se dice que piensa en el convento para no verse tentada a ceder a uno o al otro. ¡Ah, ahí está mi amigo Fiesque! Un muchacho encantador. Tengo que presentártelo...

Los despistes de Beaufort empezaban a ser célebres, pero Sylvie, que sabía desde hacía mucho tiempo a qué atenerse, le devolvió a la realidad:

—Me parece que vuestra intención era hablarme de la reina, no del señor de Fiesque. Así pues, ¿qué queríais decirme? —Su tono fue seco, y el duque pareció contrito.

—Perdóname. Quería pedirte que abrieras de par en par tus grandes y bonitos ojos y que me hicieras llegar un mensaje por medio de Jeannette cada vez que pase alguna cosa extraña. Que ella visite de vez en cuando la mansión de Vendôme no llamará la atención de nadie, y allí estará siempre de guardia uno de mis escuderos, Brillet o Ganseville. Ellos sabrán dónde encontrarme.

En su rincón junto a la ventana, François y Sylvie estaban tan absortos que no se dieron cuenta de que el rey entraba. Como estaban medio ocultos por los cortinajes, nadie vio que no lo saludaban. Sólo lo advirtieron cuando la voz de Luis XIII se elevó para abarcar todo el espacio del gran salón.

—Señoras —dijo el rey—, mañana marchamos a Fontainebleau. De camino, pernoctaremos en Villeroy.

—¡Misericordia! —gimió François —.¡Todos mis planes estropeados! ¡Fontainebleau! ¡En pleno mes de enero y con este frío! ¡Es para no creerlo!

—¿Vos no venís?

—¡No! Sólo marcharán las casas del rey y la reina. Para los demás, será precisa una invitación. Y a mí no me invitarán...

—¿Por qué razón pensáis que nos envían allá abajo?

—No tengo la menor idea. Tal vez el rey desea tener más ocasiones para estar a solas con Mademoiselle de La Fayette, y al mismo tiempo impedir que la reina vea a sus amigos parisinos. ¡Oh, no me gusta esto! ¡No me gusta en absoluto!

Parecía desolado, y Sylvie se apiadó de él.

—¿No podéis enviar a uno de vuestros escuderos a instalarse en un albergue de la villa, y hacérmelo saber?

—¿Y por qué no yo, después de todo?

—Seamos serios. Os será muy difícil pasar desapercibido. Un escudero bastará.

—De todas maneras, no estaré lejos. Gracias, mi querida pequeña, eres un ángel.

—¡Lo que es hacerse mayor! ¡Antes el ángel erais vos!

Y, sacando su pañuelo con un gesto gracioso para agitarlo ligeramente en señal de adiós, Mademoiselle de l'Isle fue a reunirse con el batallón de doncellas de honor, a las que el anuncio del viaje había convertido en una animada pajarera llena de parloteos.


5


Encuentros en el parque


Era cierto que el rey deseaba un poco más de intimidad con la joven a la que amaba, pero la política no estaba ausente de la súbita decisión de enviar a la corte a congelarse en un palacio de verano cuando en Saint-Germain habría estado igual de bien. Sylvie se convenció de ello al ver sumarse a la caravana real, ya de por sí impresionante, la gran litera roja que Richelieu, minado por la enfermedad, utilizaba para sus desplazamientos. Más espacioso que una carroza, el gran armatoste de color rojo ofrecía todas las comodidades de un dormitorio, pero así, rodeado de guardias con casacas púrpura, impresionó desagradablemente a la muchacha.

—Espectacular, ¿no es así? —dijo Mademoiselle de Hautefort, que viajaba en su mismo coche—. Su Eminencia posee un agudo sentido de la decoración y el drama. Utiliza su púrpura como un artista. Sin duda porque evoca la del verdugo, y a él le gusta atemorizar...

—¡Demasiado lo consigue! Pero encuentro magnífica la caravana real.

En efecto, era la primera vez que veía desplegarse, alrededor de las carrozas del rey y la reina, a los mosqueteros del señor de Tréville, cuya única función consistía en proteger al soberano en todos sus desplazamientos y que en cambio no formaban la guardia en sus distintas residencias. Eran todos ellos magníficos jinetes, y sus casacas azul Francia que llevaban bordada la cruz flordelisada sobre rayos de oro, más las plumas blancas de los sombreros grises y las gualdrapas a juego de los caballos, ofrecían un espectáculo de gran belleza.

La muchedumbre siempre presente cuando el rey salía de viaje les reservaba sus sonrisas y el calor de sus aplausos, y se mostraba más reservada con los guardias del cardenal. En cuanto a la caballería ligera y los suizos, apenas despertaban expectación. Sylvie, encantada con el espectáculo, aplaudió.

—Se diría que nunca habéis visto soldados —observó con desdén Mademoiselle de Chémerault—. Reaccionáis como una pueblerina.

La interpelada sintió rondar la mosca junto a su sensible oreja.

—¿Por qué? ¿Acaso son las pueblerinas las únicas que tienen buen gusto? Ya había visto a mosqueteros aislados, pero el conjunto es verdaderamente admirable.

—¡Puah! Soldados...

—Si preferís los clérigos, es asunto vuestro —la cortó Marie de Hautefort—. Os recuerdo que los mosqueteros son todos gentilhombres, y algunos de ellos parientes míos. ¡Vamos, dejad descansar vuestra lengua de víbora! Y Mademoiselle de l'Isle tiene razón: son espléndidos, como dicen los ingleses.

La Bella Bribona prefirió no entrar en conflicto con la dama de compañía y se volvió hacia Mademoiselle de Pons, dejando a Sylvie y Marie seguir su conversación.

—En resumidas cuentas —dijo la pequeña—, ¿qué vamos a hacer en Fontainebleau? ¿Lo sabéis vos?

—Sí. En cierto modo, corremos detrás de Monsieur. El año pasado, mientras el rey combatía con valor admirable al frente de sus ejércitos para hacer retroceder hasta Flandes a los españoles, Monsieur y el conde de Soissons, su fiel satélite, se dedicaban a una nueva trama para asesinar al cardenal. Sin embargo, fiel a sus viejas costumbres, llegado el momento Monsieur tuvo miedo y denunció a todo el mundo. El rey, de regreso a París, convocó a su hermano y su primo para pedirles explicaciones, pero Monsieur prefirió huir a Orleans, «su» villa ducal, en tanto que Soissons se batía en retirada hacia Sedán, donde el duque de Bouillon le ha ofrecido toda la comprensión que deseaba. Por lo que sé, Monsieur pretende reunirse con su primo y su señora madre, que también se ha puesto en camino hacia Sedán.

—Pero Fontainebleau está lejos de Orleans.

—Es un movimiento que podría hacer suponer a Monsieur que su hermano el rey aparecerá pronto al pie de sus murallas.

—En ese caso, ¿no habrían bastado los soldados? ¿Por qué la reina y toda la corte?

—Para que Monsieur no se espante una vez más. Lo que se pretende ante todo es evitar que vaya a reunirse con Soissons y Bouillon en las Ardenas, donde tendría todas las facilidades del mundo para entenderse con los españoles...

Sylvie miró a su compañera con admiración.

—¿Cómo sabéis todo eso?

Mademoiselle de Hautefort dio unos toquecitos indulgentes en la mano de la joven.

—Os lo explicaré más tarde. Hay otra razón por la que el rey se lleva consigo a todo el mundo, y es que no quiere estar separado un solo día de La Fayette. La reina no se ha equivocado al colocarla en su carroza.

—¿Su Majestad no siente celos?

—Sí. Eso forma parte del carácter español. Allá abajo se es celoso por tradición. Pero estima más juicioso vigilar de cerca a la doncella que tenerla maniatada.


Como estaba previsto, aquella noche se detuvieron cerca de Mennecy, en el castillo construido a finales del siglo anterior por el secretario de Estado Neuville de Villeroy, ya que el mal estado de los caminos y la brevedad de los días no permitía cubrir en una sola jornada el trayecto hasta Fontainebleau. La etapa no resultó agradable. Por más amplio que fuera el castillo con sus dependencias, resultaba un tanto exiguo para un millar largo de personas. Desde luego no faltaron alimentos ni un buen fuego, pero las doncellas de honor, amontonadas en cuatro habitaciones, pasaron una noche incómoda. Y aún hubieron de darse por contentas de que al cardenal no se le hubiese antojado elegir como fin de etapa su castillo de Fleury.

—Porque entonces —comentó Ana de Austria con amarga ironía—, sin duda mis doncellas habrían tenido que acostarse en la paja de un establo. ¡Vaya idea, Dios mío, enviarnos a recorrer el mundo con este espantoso tiempo invernal!

La reina estaba próxima a una crisis nerviosa. Esa tarde Sylvie fue invitada a cantar y, al recibir permiso para elegir canción ella misma, interpretó su canción favorita, un viejo romance que había aprendido de Perceval, que también lo apreciaba mucho:


L'amour de moy si est enclose

L'est dans ce joli jardinet

Où croît la rose et le muguet

Et aussi fait la passerose... [18]


La voz de Sylvie era de una limpidez cristalina. Muy pronto todas se sintieron subyugadas, y la reina todavía más. Cuando la canción hubo concluido, posó su mano sobre la cabellera castaña de la adolescente.

—En casa de Madame de Vendôme ya me había parecido que cantabais como un ángel, gatita. Nunca le agradeceré lo bastante que os haya cedido a mí...

Era el primer gesto afectuoso entre las dos mujeres. Sylvie experimentó un intenso placer, que se reflejó en su sonrisa.

—¿Quiere Vuestra Majestad oír otra cosa?

—Cantáis también en español, por lo que me han dicho.

—Sí, señora. Puedo cantar la Canción de la Virgen, del señor Lope de Vega, y también...

—No —dijo la reina—. Nada de canciones de mi país por hoy. El rey se aloja muy cerca de nosotras, y eso podría disgustarle. Repetid mejor ese bonito romance...

—¿No creéis, señora —propuso Marie de Hautefort—, que al rey le agradaría escucharlo? Le gusta la música, y aún más las voces bellas. —La mirada de la joven buscó a Louise de La Fayette, que miraba distraídamente por una ventana. Era hasta entonces la mejor cantante entre las doncellas de honor, y a Luis XIII le complacía escucharla.

—No desea oír más que una sola voz —murmuró la reina, vuelta de nuevo a sus preocupaciones—. Seríamos mal recibidas. Más tarde, tal vez...

Sylvie repitió su canción, entonó después la Endecha del ruiseñor, y así concluyó la velada. La reina se retiró a su habitación, procedió a la ceremonia de acostarse, y después cada cual se dirigió a la cama más o menos improvisada que le esperaba. Sin embargo, antes de que Sylvie saliera del dormitorio, Stéfanille la retuvo. Era un gesto absolutamente excepcional. La anciana camarera consideraba en bloque al tropel de doncellas de honor como secuaces de Satanás, y por lo general les oponía una actitud hostil que no contribuían a dulcificar sus severos ropajes negros. En esta ocasión, sus labios delgados dibujaron algo que con un poco de imaginación podía pasar por una sonrisa.

—Habéis distraído a la reina —susurró—. Es buena cosa, pero no basta. Quiero saber si la amáis.

—¿A quién?

—A la reina. Necesita mucho que la amen.

—Cuando llegué el otro día al Louvre, juré guardarle fidelidad y devoción. No sé todavía si la amo, pero creo que eso llegará.

—Sois sincera. En ese caso, nos entenderemos...

Y Stéfanille volvió al lecho de su ama, cuyas cortinillas acababa de cerrar, y se inclinó hacia el interior para decir algo que Sylvie no pudo oír.


Al día siguiente por la tarde, al llegar a Fontainebleau, encontraron el palacio dispuesto para recibirlos. Los furrieles del rey habían hecho un buen trabajo. Había fuego en las chimeneas, y cada cosa estaba en su lugar. Sylvie y las demás se instalaron con satisfacción. La enorme residencia construida por Francisco I en un magnífico entorno de bosques y lagunas la sedujo de inmediato. Incluso llegó a preguntarse por qué razón los reyes de Francia se obstinaban en pasar la estación fría en el viejo Louvre, sombrío y huraño, cuando incluso el invierno era más agradable aquí. Los árboles escarchados, las extensas alfombras de nieve fina que tan bien reseguían el dibujo de los jardines, todo la atraía; y se prometió volver a disfrutar allí del placer experimentado antaño en los jardines de Anet y Chenonceau. De modo que a la mañana siguiente, aprovechando que no estaba de servicio, Sylvie se abrigó con una gruesa capa forrada de vero, se calzó botines y guantes, y marchó a pasear por los alrededores sin avisar a nadie por miedo a que quisieran acompañarla. Tenía necesidad de estar sola, porque para ella la única forma de descubrir las cosas es en conversación consigo misma. Al menos así lo pensaba, porque ignoraba aún que el descubrimiento podía resultar mucho más agradable hecho entre dos.