Salió del patio Oval por la puerta Dorada, donde fue saludada por los centinelas; siguió la terraza que dominaba el Parterre y rodeó por fuera la sala de baile, el ábside de la capilla de Saint-Saturnin y el pabellón del Tibre. Una vez allí, podía elegir entre el Parterre y el parque, y se decidió por este último. El cielo estaba magnífico, de un azul muy pálido atravesado por pequeñas nubes gordinflonas como querubines.

Al llegar a una bifurcación en las proximidades del pabellón Sully, dudó. ¿Iría hacia el canal, que extendía su larga cinta azulada por toda la extensión del parque, o hacia la zona de bosque? Eligió el segundo camino, atraída por los bosquetes de acebos con sus hojas brillantes y sus bonitos frutos redondos y rojos, y lamentó no haberse provisto de un cuchillo para llevarse algunas ramas a su habitación. Como siempre le costaba mucho renunciar a algo que deseaba, se acercó más con la idea de que tal vez conseguiría partir las ramas con las manos, pero a los pocos pasos se detuvo de golpe: había alguien en el bosquecillo. Dos voces, un hombre y una mujer.

Las dos voces que hablaban con animación eran las del rey y Mademoiselle de La Fayette. En aquel momento, era él quien hablaba, y jamás habría pensado Sylvie que aquel hombre tan frío y reservado fuera capaz de expresarse con tanta pasión:

—¡No me abandonéis, Louise! —suplicaba—. Soy un hombre solo, presa de todas las conspiraciones, de todos los odios y también de todos los desprecios. No tengo sino a vos, únicamente a vos, y si partís no me quedará nada en este triste mundo.

—¡Sire, Sire, no me malinterpretéis! Lo sabéis todo de mi corazón, que es enteramente vuestro, pero os hago más daño que bien. ¿Creéis que no veo las sonrisas a mi paso, que no oigo los murmullos, las risitas burlonas? Todos acechan el momento en que no podré resistirme a vos ni a mí misma. El cardenal quiere mi marcha. La reina (y es natural) me detesta porque, por mi causa, vos la descuidáis.

—¡Descuidarla! Como si no supiera que de ella no cabe esperar más que el disimulo y la traición. Pronto hará veintidós años de nuestro matrimonio, y ¿podéis decirme qué ha aportado la reina de Francia a mi reino? ¿Hijos? ¡Ninguno! ¿Ayuda, asistencia, comprensión de mi difícil tarea? Menos aún. La reina es española y morirá española. ¡Ah, sí, lo olvidaba! Hace doce años su corazón palpitaba por un inglés medio loco cuya «pasión» nos costó una guerra. Parece que la reina sea incapaz de amar a un francés. Y al rey menos que a cualquier otro...

—¡Es vuestra esposa, Sire! ¡Habéis sido unidos por Dios!

—¡A ella deberíais decírselo! No, Louise, no me habléis de la reina. O entonces decidme que no me amáis.

—¡Oh, Sire, cómo podéis acusarme de que no os amo cuando no dejo de daros toda clase de pruebas de mi ternura...!

—¡Entonces, dadme una todavía mayor! Dejadme llevaros a Versalles. Allí estoy en mi casa y nadie se atreverá a molestarme. ¡Os tendré/a mi lado, guardada, protegida, y seremos el uno del otro lejos de todos, libres y felices por fin! Sólo existirán Louise y Louis...

—¡No debéis decir esas cosas! ¡Por piedad! Si me amáis, no digáis nada más.

—¡No, no lloréis, por favor! No soporto vuestras lágrimas.

Sylvie oyó los sollozos y pensó que ya se había mostrado bastante indiscreta. Además, su fino oído le reveló un ruido de pasos que se aproximaban. Dejó el resguardo del bosquete en el que se había acurrucado y, esforzándose por hacer el menor ruido posible, se dirigió hacia la gran avenida. Pero como continuamente se volvía para comprobar que no hubiese movimiento entre los matorrales de acebos, tropezó con una topera que no había advertido y fue a caer a los pies de dos personajes de los que al principio vio únicamente los bajos de un largo ropaje rojo y un par de botas negras bastante embarradas.

—¡Y bien! ¿Qué ocurre ahora? —preguntó una voz impaciente cuyo timbre grave hizo estremecer a Sylvie.

—Una joven que se ha perdido, a lo que parece, monseñor.

Una mano enguantada de negro la ayudó a ponerse de nuevo en pie. Reordenó entonces sus faldas y vio con consternación que la mano en cuestión pertenecía al teniente civil, señor de Laffemas. En cuanto a la persona situada detrás de éste, reconoció en ella sin la menor dificultad al cardenal. Pero aún no había tenido tiempo de recuperar del todo su compostura, cuando el hombre de los ojos amarillentos la reconoció:

—¡Qué feliz sorpresa! Mademoiselle de l'Isle.

—¿Quién es Mademoiselle de l'Isle? —preguntó el cardenal.

—La más joven, y también la más reciente de las doncellas de honor de la reina, Vuestra Eminencia. Trabamos conocimiento hace unos días, en la Croix-du-Trahoir. Ya he contado la anécdota a Vuestra Eminencia. Es la joven doncella a la que no gusta mi manera de aplicar la justicia del rey.

No faltó más para que Sylvie se enfadara. Se inclinó en una profunda reverencia pero, toda acalorada, exclamó:

—¡El niño al que vuestro caballo iba a cocear, señor, no estaba condenado que yo sepa, y tampoco estaba reclamado por la justicia del rey! Monseñor —añadió, inclinada aún en una reverencia de la que nadie la dispensó, y mirando bien de frente, allá arriba, el rostro flaco y altanero—, se trataba de un niño, el hijo del hombre al que iban a ejecutar, y su único delito fue pedir piedad para su padre.

La voz profunda, grave, dijo despacio:

—El padre merecía su suerte. El niño tenía que haberlo sabido.

—No sabía más que una cosa: que era su padre y que lo amaba.

Una rápida mirada de Richelieu cerró la boca de Laffemas, que iba a protestar:

—Reconozco que no merecía un trato tan brutal, pero es difícil exigir mucha mansedumbre de quien está encargado de vigilar que se aplique la ley. Ya veis que os doy la razón, señorita. ¿Me haréis el favor, a cambio, de perdonar al señor de Laffemas? Es uno de mis mejores servidores...

Mientras hablaba le tendió la mano para ayudarla a incorporarse, cosa que ella aceptó gustosa antes de suspirar sin entusiasmo:

—Si ése es el deseo de Vuestra Eminencia, perdono al señor de Laffemas... ¡pero a condición de que no vuelva a empezar!

Una sonrisa inesperada y por ello tanto más agradable iluminó el rostro severo del cardenal.

—Se guardará mucho de ello... por amor a vos. Sois valerosa, Mademoiselle de l'Isle, y ésa es una cualidad que aprecio. ¡Veamos hasta dónde alcanza...!

Sylvie dirigió una mirada inquisitiva al cardenal.

—Son muchos los que me temen —prosiguió Richelieu—. ¿Os doy miedo?

—No —respondió la muchacha sin vacilar—. Vuestra Eminencia es príncipe de la Iglesia, y por tanto un hombre de Dios. Nunca se debe temer a un hombre de Dios.

—Deberíais vocear esa opinión por las cuatro esquinas del reino. Me haríais un gran servicio... Pero, a propósito de voces, me ha llegado la noticia de que cantáis maravillosamente... No os sorprendáis: las noticias corren muy deprisa en la corte. ¿Vendréis a cantar para mí?

—Me debo a la reina, monseñor...

—En ese caso le pediré que me conceda ese placer. Hasta la vista, Mademoiselle de l'Isle. ¡Venid, Laffemas, regresamos!

Sylvie no había acabado de saludar cuando la silueta alta y rígida, envuelta en un manto púrpura forrado de piel de marta, se alejaba ya, reduciendo a la mediocridad la estatura del hombre negro que caminaba a su lado, encorvado en una actitud sumisa que sublevó el corazón de Sylvie. Tendría que confesarse, porque sólo había perdonado con los labios, sin que su corazón interviniese. Decididamente, no le gustaba aquel teniente civil.

Después de una ojeada al bosquete de acebo inmóvil y silencioso, se dirigió de vuelta al castillo, cuidando de acompasar el ritmo para no alcanzar a los dos paseantes, y no retuvo un suspiro de alivio cuando les vio entrar en el castillo por la puerta Dauphine. Por su parte, ella siguió el mismo camino por el que había venido. De ese modo tendría tiempo de reflexionar sobre qué hacer para evitar el temible honor que le estaba reservado. Lo mejor sería contarlo todo a la reina. Acostumbrada desde antiguo a oponerse a Su Eminentísima, tal vez Ana de Austria la ayudaría a librarse de aquella prueba.

Iba tan absorta en sus pensamientos que no vio a Mademoiselle de Hautefort, abrigada entre magníficas pieles, correr hacia ella.

—¿Dónde estabais? —exclamó la Aurora—. ¡Os buscan por todas partes!

—¿Quién puede buscarme? Si no es a vos y al círculo de Su Majestad, no conozco a nadie aquí...

—¿Y por qué no había de ser precisamente Su Majestad?

—¡Si es ella, corramos!

Se disponía ya a hacerlo, cuando Hautefort la retuvo:

—¡Un momento, por favor! ¡Dejadme recuperar el aliento...! ¡Uf! He corrido como una loca cuando Monsieur de Nangis me ha dicho que os había visto pasear en dirección al parque. La verdad es que la reina no os reclama. Soy yo quien he querido evitar que hicierais una tontería. ¡No es oportuno ir por allí esta mañana!

—¿Porqué?

En lugar de responderle, la joven hizo otra pregunta.

—¿No habéis encontrado a nadie? —preguntó en tono cauteloso.

—No... es decir, sí. Salía del bosquecillo que veis al fondo y me he caído justo delante del cardenal, que paseaba por ahí con el señor de Laffemas...

—¡Misericordia! ¿Estaba allí? Pero ¿adónde iba?

—Lo ignoro. Hemos cruzado unas palabras, y después Su Eminencia ha vuelto a palacio con su acompañante. Vos, que todo lo sabéis, ¿me diréis que está haciendo aquí el teniente civil de París?

—Si os imagináis que pasa el tiempo en el Châtelet, os equivocáis. Por encima de cualquier otra cosa, está al servicio de la sotana roja para toda clase de trabajos sucios fuera de París. A fin de cuentas, cabecita de chorlito, no ha sido tan mala idea la de ir a pasear a ese rincón. Vuestra conversación debe de haber sido escuchada, y eso habrá permitido a los tórtolos desaparecer discretamente.

—¿De quién habláis?

—Pues del rey, al que decenas de ojos han visto llevar a Mademoiselle de La Fayette precisamente al lugar donde os encontrabais. El cardenal no desdeña, de vez en cuando, dedicarse en persona al trabajo de sus espías. Gracias a vos, no habrá llegado a enterarse de una conversación que sin duda le interesaba mucho...

Sylvie se echó a reír.

—Los tórtolos, como les llamáis, no estaban muy lejos, os lo aseguro: exactamente en el interior del bosquete de acebos...

—¿Les habéis visto?

—No, pero he oído sus voces y las he reconocido.

No quería ser indiscreta... Bueno, ¿qué he dicho de extraño? —preguntó, al ver el gesto de desesperación de su compañera.

—¡Hace falta ser joven... o cabeza de chorlito, como os he llamado hace un momento! ¿Habéis tenido ocasión de escuchar cosas que han hecho que Richelieu salga corriendo hasta el fondo del parque, a pesar de sus varias enfermedades, y os habéis tapado virtuosamente los oídos? Querida, debéis saber que en la corte la gente no para de espiarse mutuamente, y que muchos darían diez años de existencia para sorprender la cuarta parte de la mitad de un insignificante secreto.

—No es mi caso —afirmó Sylvie, que se ruborizó por decir una mentira tan grande; pero, por simpática que le resultara Marie de Hautefort, no quería contarle las pocas frases de amor desesperado que había sorprendido. Le gustaba Louise de La Fayette, tan dulce, tan melancólica, tan dividida entre su deber, su conciencia y su amor, en medio del batallón burlón y a menudo malicioso de las doncellas de honor, y con las miradas de la corte fijas en ella. En cuanto al rey, también le inspiraba piedad porque todos parecían negarle el derecho al amor. Por el bien del Estado, él aceptaba la férula de un hombre terrible cuyo genio (había quien empleaba ese término al referirse a él) se expresaba casi siempre mediante un autoritarismo despiadado.

Iba a tener muy pronto una prueba suplementaria. Cuando recorrían la terraza que domina el Parterre, vieron salir de la puerta Dorada a dos jóvenes, uno de los cuales llevaba las insignias de capitán de una compañía de guardias franceses. Los dos hablaban animadamente, y uno de ellos procuraba calmar al otro. El joven capitán, hermoso como un dios griego, debía de tener unos diecisiete años y parecía muy encolerizado. El eco de sus últimas palabras llegó hasta las dos jóvenes:

—... y he rehusado. Con tanta calma y respeto como he podido, pero he dicho que no.

—¿Te has atrevido?

—Sí, porque me gusta mi libertad. Es demasiado reciente para enterrarla ya, y...

Se interrumpió al ver a las paseantes, se quitó el sombrero y las saludó con la gracia de un bailarín. Su compañero le imitó. Ambas correspondieron a los saludos.