—¡Vaya, Monsieur de Cinq-Mars —dijo Hautefort en tono burlón—, os veo muy irritado! ¿Alguien os ha disgustado, o, peor aún, habéis disgustado vos a alguien?... Soy vuestra servidora, Monsieur d'Autancourt.
—Ni una cosa ni la otra. Si se hubiera presentado cualquiera de los dos casos no estaría aquí sino en el prado, con la espada en la mano.
—¿Un duelo, vos? ¿Cuando el cardenal os muestra tanta benevolencia?
El encantador capitán —con su rostro delicado, de mirada intensa y boca sensual— era demasiado novicio para desconfiar de las preguntas de una mujer bonita.
—Acaba de darme una nueva prueba de ella. ¿Sabéis en qué quiere convertirme? ¡En gran maestre del guardarropa del rey!
—¡Vaya! —se extasió la joven—. ¡Un bonito ascenso!
—¡Ah! ¿Eso creéis? ¡Pues yo no opino igual! Ese cargo me obligaría a permanecer continuamente junto al rey, que es el hombre más triste que conozco. Soy demasiado joven para comprometer así mi libertad. Tengo amigos con los que me divierto, señorita, y...
—Y amantes con las que pasáis buenos ratos...
—En efecto. De modo que me he negado de plano.
—¿De plano? ¿Al cardenal? ¿Y no os ha enviado de camino hacia la Bastilla?
—Ya veis que no. El cardenal se ha contentado con sonreír y callar. Es un buen hombre, ¿sabéis?, cuando se sabe tratarle.
—¡No lo quiera Dios! Os lo dejo entero a vos. Somos vuestras servidoras, señor gran maestre.
Insinuó una reverencia de despedida, pero el compañero de Cinq-Mars le pidió, ruborizado:
—¿No me haréis el favor, señorita, de presentarme a vuestra amiga?
Esta vez la sonrisa de la joven fue amplia y sincera.
—Con sumo gusto. Sylvie, os presento al marqués D'Autancourt, hijo del mariscal-duque de Fontsomme. Mademoiselle de l'Isle es doncella de honor de la reina.
Desde el momento del encuentro, el joven marqués no había apartado de Sylvie unos ojos dulces bastante expresivos de que la muchacha le gustaba. Él mismo no carecía de atractivo: rubio, delgado, muy joven, con una silueta elegante y ágil que revelaba al hombre acostumbrado al ejercicio corporal; no era tan guapo como su camarada, pero Sylvie lo consideró de inmediato mucho más simpático y le sonrió. Había en el señor de Cinq-Mars un poso turbio de avidez y violencia, y una gracia lánguida que la disgustaba.
Intercambiaron algunas palabras corteses y se separaron. Las dos jóvenes se apresuraron a regresar a los aposentos de la reina. Mientras caminaban, Sylvie se informó:
—¿Quién es ese señor de Cinq-Mars?
—El pequeño protegido de Richelieu, que lo conoce desde la infancia. Es hijo del difunto mariscal d'Effiat, un gran soldado que poseía tierras en América y en Turena, además del magnífico castillo de Chilly, donde el cardenal se aloja con frecuencia. Gracias a él, este joven imberbe es teniente general de Turena, teniente general del gobierno del Bourbonnais y capitán de una compañía de guardias. Si Richelieu toma en sus manos su porvenir, llegará a duque y par, y a uno de los más altos cargos del reino.
—No me gusta mucho.
—Es comprensible. ¡No se parece en nada al señor de Beaufort!
Sylvie se contentó con ruborizarse y no respondió.
Aquella tarde, en el salón de la reina al que había acudido toda la corte, Sylvie volvió a ver al cardenal y sintió una vaga angustia, pero él se contentó con sonreírle sin renovar su petición. Ella sintió alivio.
La estancia en Fontainebleau fue muy breve. Dos días más tarde, el rey decidió bruscamente marchar a Orleans. Luis XIII conocía bien a su hermano y sabía que el miedo lo dominaría en cuanto le viese aproximarse, sobre todo con fuerzas tan formidables. El éxito fue inmediato: Monsieur cayó en brazos del rey, juró que al marchar a su villa ducal no deseaba otra cosa que encontrar un poco de reposo lejos del tumulto del Louvre y de París, y sobre todo aseguró que no alimentaba respecto de su real hermano ningún designio contrario a la buena armonía de la familia. Sylvie, por su parte, encontró antipático al duque de Orleans. Era más guapo que el rey y no carecía de cierto encanto, pero le desagradaron su boca blanda y su mirada, siempre errante arriba, abajo, a izquierda y derecha, pero sin detenerse nunca —o muy raramente— en su interlocutor. De hecho, cuando estaba junto a su hermano parecía la copia a la aguada de un grabado al aguafuerte, más insegura y difuminada; y Sylvie comprendió mejor la exclamación de la reina cuando, en el momento de la conspiración de Chalais, le atribuyeron la intención de casarse con su cuñado después de la muerte de su esposo: «Yo no ganaría nada con el cambio.»
Aquella misma noche, el rey envió a los generales de sus ejércitos y a los gobernadores de las provincias una carta en la que decía que, al haber recibido de Monsieur seguridades sobre su afecto, daba gustoso al olvido la falta que había cometido al retirarse a sus tierras sin el permiso del rey. Una fórmula diplomática para dar a entender que el duque de Orleans había regresado a la senda del deber, y que el enemigo no debía ya esperar ninguna clase de ayuda por su parte.
Sólo faltaba que cada cual volviera a su casa, y mientras Monsieur embarcaba en su galeota para descender el curso del Loira hasta Blois, la corte se separó: el rey deseaba volver tan aprisa como le fuera posible a su pequeño castillo de Versalles, y en cambio la reina decidió detenerse en Chartres para rezar a Nuestra Señora e implorar de ella el don del Delfín que no venía. Mademoiselle de La Fayette, enferma, había obtenido permiso para volver a París directamente desde Fontainebleau. Quería, además, retirarse por breve tiempo a un convento. El permiso le fue concedido con tanta más facilidad por el hecho de que sus ojos continuamente enrojecidos por las lágrimas y las noches de insomnio irritaban a la soberana.
Por su parte, Sylvie estaba encantada de volver a París, donde las oportunidades de ver a François eran mucho más numerosas que al albur de los caminos. Allí leesperaba una sorpresa en la forma de una carta de su padrino, pidiéndole que le hiciera una visita en cuanto lo permitiera su servicio.
En efecto, desde hacía seis meses Perceval de Raguenel no era sino escudero honorario de la duquesa de Vendôme y se había instalado en París, en el elegante barrio del Marais. Una herencia inesperada de un primo apenas mayor que él, soltero y sin más familia, le había proporcionado una considerable fortuna. El primo no amaba en el mundo otra cosa que el mar, y recorría los océanos con una patente de corso, actividad que le proporcionó pingües riquezas y una fea herida de sable. Consiguió regresar a su casa de Saint-Malo para morir allí, y legó su barco, su tripulación y el resto de sus bienes a Perceval, con quien se había peleado más de una vez en su infancia y al que apenas había visto después, pero al que consideraba «el único hombre decente que he encontrado en este jodido planeta».
Para Raguenel, que únicamente poseía en el mundo su salario de escudero y un caserón medio en ruinas en los alrededores de Diñan, aquello fue un regalo inesperado de la Providencia. Adquirió una libertad nueva. Rico, inteligente, culto, noble y bastante bien parecido, habría podido elegir entre cinco o seis buenos partidos, pero siguió fiel al amor de su juventud y al que había dedicado a Sylvie, a quien consideraba ahora como su hija: quería vivir para ella, porque ella era obra suya en mayor medida que de los infortunados Chiara y Jean de Valaines, cuyos nombres, para protección de su hija, habían quedado sepultados en las tinieblas del olvido. Él le había enseñado todo, sintiendo un placer cada vez más vivo al modelar a aquella niña no muy bonita pero que, al crecer, iba ganando en encanto. Era inteligente, traviesa y dulce aunque fácilmente irritable, y él no había conseguido atenuar esa irascibilidad de su carácter. Era una polvorilla, y sin duda lo seguiría siendo toda su vida. Por eso le había causado alguna inquietud el saber que iba a convertirse en doncella de honor de la reina.
—Aún no tiene quince años —intentó explicar a los Vendôme—. Es demasiado joven para vivir en la corte.
—¡Tonterías! —replicó el duque César (la escena tuvo lugar en Chenonceau, donde se había retiñido la familia para pasar las fiestas de Navidad) —. Hay jóvenes que se casan a esa edad. Madame de Guéménée sólo tenía doce años en 1604, cuando se casó con su primo. Y Charlotte de Montmorency, hoy princesa de Conde, apenas tenía catorce cuando mi padre la vio danzar en un ballet en el Louvre y se enamoró locamente de ella. Esta niña es encantadora, y gracias a vos posee todo lo necesario para hacer carrera en la corte. Estoy seguro de que no le costará nada encontrar un marido...
—¿No hay bastantes gentilhombres en vuestro entorno, monseñor, para buscarle un marido sin necesidad de alejarla hasta ese punto de una casa y una familia en las que tiene depositado todo su afecto?
—A su edad, el corazón no tiene amarras. El de Mademoiselle de l'Isle tendrá muchas ocasiones para descubrir motivos de interés. Por otra parte, si como decís está tan apegada a nosotros, nos beneficiará disponer de ojos y oídos en el séquito de la reina.
Perceval era demasiado delicado para insistir. A César, lo sabía, no le gustaba Sylvie, a la que reprochaba no sólo su excesiva libertad de lenguaje, sino sobre todo el amor evidente que profesaba a su hijo François. Un hijo de Francia, aun bastardo, podía aspirar a una alianza muy superior a una muchacha de la pequeña nobleza. ¿No había obtenido él mismo la mano de una princesa de Lorena poseedora de una de las mayores dotes que era posible encontrar? Además, le molestaban las incesantes limosnas de su mujer, que se extendían a todas las clases sociales, incluso y sobre todo a las prostitutas. Le parecía que hacía demasiadas, que habría tenido que mirar más por él, ya que ella conservaba la inapreciable suerte de poder vivir en París y aparecer en la corte con sus hijos, en tanto que él se veía forzado a vivir todo el año en el campo, aunque ese «campo» consistiera en uno de los castillos más bellos de Francia. Había contado cada piedra, cada adorno, y para pasar el tiempo cazaba, bebía, jugaba, o retozaba con algún jovenzuelo local mientras suspiraba por todos los hermosos narcisos de la corte, pulidos, adonizados, tanto o más perfumados que las mujeres, cuya sociedad podían frecuentar sus hijos. Cosa que por otra parte no ocurría, porque ni Mercoeur ni Beaufort habían heredado los gustos helénicos de su padre y ambos encontraban a las mujeres infinitamente más interesantes. Por fin la duquesa había consentido en librarle de una de esas malditas hembras, tal vez precisamente la que más temía porque ni sabía disimular ni se tomaba siquiera la molestia de ocultar la desconfianza que él le inspiraba.
Perceval sabía todo eso, y era una de las razones por las que había elegido alejarse de los Vendôme cuando le había sonreído la fortuna. El odio que César sentía por Richelieu le acompañaba tanto como sus efebos, pero desde luego no le bastaba. Mantenía excelentes relaciones de vecindad con Monsieur, además de una correspondencia discreta con los enemigos encarnizados del cardenal: el conde de Soissons, refugiado en Sedán junto al temible duque de Bouillon, y Madame de Chevreuse, exiliada como él en Turena, pero que no por ello había disminuido su infatigable actividad conspiradora. Y Perceval temía que las tortuosas intrigas del padre fueran causa de desgracias y dolores para sus familiares. César se engañaba si creía que el todopoderoso ministro vacilaría en hacer caer su cabeza si ésta llegaba a resultarle demasiado molesta; el rey, que detestaba a su hermano bastardo, firmaría la sentencia de muerte con entusiasmo. Al menos, de producirse un drama, Sylvie encontraría un refugio natural junto a la persona que, con permiso de la duquesa Françoise, llamaba ahora padrino. Y precisamente pensando en ella se había complacido en arreglar con gusto la pequeña mansión que había comprado en la Rue des Tournelles, en la vecindad inmediata de la Place Royale, centro mágico de la elegancia parisina.
Vivía allí entre libros, servido por su fiel Corentin, que esperaba con paciencia que Jeannette diera el sí a sus proposiciones de matrimonio, y por una vigorosa matrona de cuarenta años, Nicole Hardouin, dotada con todas las cualidades de una buena doméstica y que llevaba su casa con puño de hierro. También ella contaba con un pretendiente eterno, un oficial de justicia del Châtelet, de nombre Desormeaux.
Fue por tanto a esta casa adonde se dirigió Sylvie, en compañía de Jeannette, en una de las sillas de manos que se encontraban en las cercanías del Louvre y que «eran un refugio maravilloso contra los insultos del barro». La escapada encantaba a la joven. Sólo había ido en dos ocasiones a la nueva casa de Perceval, pero guardaba de ella un recuerdo afectuoso. Tal vez porque, acostumbrada desde la infancia a las grandes residencias de los Vendôme —el inmenso hôtel de París, Anet, Vendôme, Chenonceau o La Ferté-Alais—, encontraba allí una vivienda de dimensiones humanas: un pequeño edificio con patio y jardín, cuyo portal se abría a la calle y que incluía en el patio una especie de pabellón construido en la época de Enrique IV; en el piso principal, a uno y otro lado de la escalera central de madera bellamente tallada, se abrían una sala bastante grande, un dormitorio y un guardarropa. En el primer piso estaban el gabinete de Raguenel, atiborrado de libros, y dos habitaciones, una de ellas ocupada por Nicole. Corentin se había instalado encima de la cuadra, en una de las alas que daban al patio, mientras que la otra estaba reservada a la cocina y sus dependencias. En la parte trasera de la casa, se extendían los modestos parterres de un pequeño jardín en torno a una bonita fuente; en los días cálidos, le daba frescor la sombra de un gran tilo que embalsamaría el aire cuando llegara el mes de junio, y que entretanto hacía las delicias de Achille, el gato de la señora Hardouin.
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