Fue al felino a quien primero encontraron Sylvie y Jeannette. Cruzaba el patio con paso cansino, les dirigió una mirada indiferente y fue a instalarse delante de la chimenea de la cocina con la esperanza de conseguir un adelanto de su comida. Jeannette fue detrás de él para charlar con Nicole en tanto que Corentin, con una gran sonrisa en su apacible cara redonda, acompañaba a Sylvie hasta el gabinete de lectura, donde encontró a su padrino en compañía de un hombre de una cincuentena de años, vestido de burgués con un traje gris de cuello blanco vuelto, y que a su entrada volvió hacia ella un rostro estrecho y alargado por una barbita entrecana, como el bigote. Había colocado sobre un taburete su sombrero de copa alta ceñido por un cordón negro y su amplia capa, y estiraba hacia el fuego de la chimenea sus pies calzados con grandes zapatos de hebilla. Perceval y él parecían absortos en una conversación de la que no estaba excluida la política, porque Sylvie pescó al vuelo los nombres del duque de Orleans y del conde de Soissons, pero que su entrada cortó en seco. El visitante se puso en pie y anunció que debía despedirse.
—No tengáis tanta prisa, amigo mío —protestó Raguenel—. Dejadme al menos presentaros a mi ahijada, Mademoiselle de l'Isle. Sylvie, he aquí un hombre que ha dedicado su vida al bien de los demás: Théophraste Renaudot, médico, filántropo y, desde hace unos seis años, editor de nuestra querida Gazette —añadió, tomando de la mesa el cuadernillo de ocho hojas cuya aparición aguardaban los parisinos con impaciencia todas las semanas—. No tiene más que un defecto —concluyó Perceval entre risas—, ¡adora al cardenal!
—No exageréis —sonrió el hombre mientras intercambiaba con Sylvie los saludos de rigor—. No lo adoro, pero le debo mucho porque fue el padre Joseph, su consejero íntimo, quien me sacó de mi Loudun natal y me trajo a París. Aquí he conseguido, gracias a él, más o menos todo aquello por lo que suspiraba. ¡Oh! Ya sé —añadió mientras se envolvía en la capa— que es de buen tono, si se quiere brillar en el gran mundo, abominar de Su Eminencia, y admito que se trata de un hombre de hierro, pero espero sinceramente que llegará el día en que se haga justicia a sus altas miras políticas. En su cabeza no hay más que una idea: Francia, en tanto que los príncipes e incluso la reina estarían dispuestos a convertir el reino en una colonia española como Cuba, México o el Perú.
—No cabe duda de que tenéis razón, amigo mío, pero me gustaría que no interviniese tanto en la vida privada de otras personas... Es tarde, os acompaño. Caliéntate junto al fuego, Sylvie. Vuelvo enseguida.
La joven se desprendió de su gran capa con capucha forrada de vero y de sus guantes de piel, y acercó un taburete para sentarse al calor de las llamas, hacia las que tendió manos y pies, helados a pesar de su protección.
Guando volvió al gabinete, Perceval se detuvo unos instantes en el umbral para observarla con detenimiento. Ella se dio cuenta de su presencia y se volvió:
—¿Qué hacéis ahí en lugar de sentaros en vuestro sillón?
—Te miro. Tienes más que nunca el aspecto de un gatito. ¿Eres feliz en la corte?
—Feliz es una palabra muy grande, pero reconozco que es más agradable de lo que me temía. La reina es buena y amable, y... la creo muy desgraciada debido al amor del rey por Mademoiselle de La Fayette. Que a su vez llora continuamente y tampoco es feliz. Por lo demás, aunque no estoy en las mejores relaciones con las doncellas de honor, por lo menos tengo una amiga.
—¿Quién?
—Mademoiselle de Hautefort. Es bella, valerosa, muy insolente y leal a nuestra ama.
—Eso está bien. Podías haber elegido peor.
—¡Oh, fue ella quien me eligió! Y ahora, padrino, decidme, por favor, a qué debo el placer de veros.
Perceval se echó a reír.
—¡Diablos! ¡Qué rápidamente has captado el tono de la corte! Pero es verdad que no te he hecho venir para intercambiar madrigales —dijo, repentinamente serio, al tiempo que se sentaba junto a su ahijada y tomaba entre las suyas una de sus manos—. ¿Conoces a un tal señor de La Ferrière?
—No. ¿Quién es?
—Un oficial de la guardia del cardenal. Ha pedido tu mano a Madame de Vendôme, que me ha rogado que te lo hiciera saber.
—¿Mi mano? ¿Eso significa que quiere casarse conmigo?
—No hay otra traducción posible.
—¿Y... qué ha contestado la señora duquesa?
—Que te daba plena libertad de elección y nunca te obligaría a nada. Y que además, yo soy tu tutor.
—Muy bien, perfecto. No hay nada más que hablar.
—¡Oh, sí! Hay que hablar, porque ese La Ferrière va a hacer toda clase de esfuerzos por gustarte, y podría llegar a conseguirlo: no tiene un aspecto desagradable, y sin duda el cardenal hará de él un partido envidiable...
—¿Queréis decir que yo podría mirarle con agrado cuando lo conociera?
—Exactamente. Ahora bien, Sylvie, en ningún caso debes aceptar entregarle tu mano. Por esa razón Madame de Vendôme ha querido que sea yo, y no ella misma, quien hable contigo.
—¿No es un poco extraño?
—No, porque yo sé con toda exactitud quién es ese personaje, y en cambio la señora duquesa no sabe más que lo que yo le he dicho. En el actual estado de cosas, ella se ha limitado a responder que, en cualquier caso, os consideraba un poco joven para el matrimonio.
—¿Y es verdad?
—En absoluto. Muchas muchachas se casan a los quince años. La reina sólo tenía catorce. Y el rey también, por cierto, pero volvamos a tu pretendiente. No debes permitir a ningún precio que te seduzca.
La joven dejó escapar una risita alegre.
—¿Seducirme? Nadie puede seducirme. Sabéis bien que sólo amo y amaré siempre a François.
—Son cosas que se dicen cuando se tiene tu edad. Con el tiempo, se cambia.
—Yo no cambiaré.
—Sin embargo, sería preferible que lo hicieras, Sylvie. Aparte de que no se casará contigo, es incapaz de ser fiel a una sola mujer. Dicen que está enamorado de Madame de Montbazon, de Mademoiselle de Borbón-Condé, y de no sé cuántas más...
—Ninguna de ellas cuenta porque en realidad sólo ama a una mujer, ¡a la reina!
—¡Pequeña tonta! ¡Haz el favor de no decir esas cosas! ¡Ni siquiera aquí!
—Sin embargo, es la verdad —suspiró Sylvie triste, pero se repuso y dirigió a Perceval una mirada que volvía a ser límpida—: Volvamos a nuestro tema, ¿por qué no debo escuchar a ningún precio las súplicas del señor de La Ferrière? ¿Y por qué sois vos quien debe hacérmelo saber?
—Porque... te quiero mucho, y tú, o al menos así lo espero, también me quieres un poco.
Sylvie dejó su taburete y fue a sentarse a los pies de su padrino para apoyar la cabeza en sus rodillas.
—Mucho más que eso, y sabéis bien que os escucharé siempre.
Conmovido, él acarició los sedosos cabellos castaños.
—En ese caso, procura creerme sin obligarme a contarte nada más.
—¿Porqué?
El dudó y luego dijo, sin responder a la pregunta:
—¿Te acuerdas un poco de tu primera infancia? Quiero decir, antes de que François te llevara a la casa de su madre.
La joven cerró los ojos para concentrarse.
—Un poco sí... Recuerdo una bonita casa con árboles, a una mujer joven y hermosa que era mi madre... y también a mi nodriza, que era la madre de Jeannette... y luego sucedió algo horrible, pero impreciso, que no puedo explicar...
—¿Jeannette no ha hablado contigo alguna vez de esa época? —preguntó Perceval inquieto. Mucho tiempo atrás había hecho jurar a la criada que no hablaría nunca del castillo de Valaines, a fin de proteger a Sylvie de una verdad que tal vez fuera preciso revelarle algún día, pero mejor cuanto más tarde.
—No. Dice que no se acuerda de nada... ¡pero estoy segura de que miente!
—Pues bien, haz como si te estuviera diciendo la verdad y no le preguntes. Más adelante te lo contaré yo mismo, cuando lo crea oportuno. Has de saber únicamente que La Ferrière está relacionado con esa cosa terrible que tratabas de recordar hace un instante. ¿Te bastará con eso?
Ella se levantó para rodear con sus brazos el cuello de su padrino y besar su mejilla:
—¡Me conformaré! Y ahora, tengo que marcharme. Es hora de volver al Louvre. Podéis estar tranquilo: no haré nada que pueda disgustaros o apenaros.
Cuando Sylvie hubo partido, Raguenel reflexionó un momento y luego se sentó a la mesa, cortó una pluma de oca, la mojó en tinta y escribió. Después secó el escrito con arena, lo selló y llamó a Corentin:
—Ten. Encuentra al duque de Beaufort y entrégale esto. ¡Tengo que verlo lo más pronto que pueda!
Luego volvió a sentarse en su sillón y meditó largo tiempo, con los ojos fijos en el fuego de la chimenea.
6
En el Palais-Cardinal
Sylvie no tardó mucho en conocer al que, por una oscura razón sólo conocida por él mismo, acababa de pretenderla en matrimonio.
Aquella tarde había fiesta en el Louvre. Sus Majestades recibían al duque de Weimar, un príncipe protestante. En la Gran Galería construida antaño por Catalina de Médicis en el lugar que ocupaba un lienzo de la muralla de Carlos V que unía el Louvre con su castillo de las Tullerías, los comediantes del Marais representaban Le Cid. El viejo Louvre estaba iluminado desde los jardines hasta los techos, y miles de velas ardían en sus aposentos. La corte había acudido al completo, y por primera vez la nueva doncella de honor pudo admirarla en todo su esplendor. Hombres y mujeres competían en lujo y elegancia. Por doquier se veían rasos, brocados, telas y encajes de oro o plata, lazos, plumas y bordados de realce que servían de marco a una profusión de perlas y pedrerías multicolores.
El propio rey, que, sin llegar al descuido célebre de su padre, gustaba de vestir con sencillez, brillaba como un sol, aunque sin llegar a eclipsar a los dos polos de atracción de la velada, la reina y el cardenal de Richelieu: dos siluetas resplandecientes, ambas vestidas de púrpura. No se sabía qué resultaba más impresionante, la sotana de muaré escarlata sobre la que destellaba una gran cruz del Espíritu Santo en diamantes, o el vestido de brocado de Génova de Ana de Austria, que, por una vez, había elegido los mismos colores de su enemigo a fin de no dejar que acaparara las miradas. Y lo consiguió a la perfección, porque al esplendor de su vestido añadía el brillo de su belleza. La banda de encaje escarchado de pequeños diamantes que encuadraba el escote profundo de su vestido dejaba admirar la blancura de su garganta, sobre la que reposaba un fabuloso collar compuesto por grandes rubíes en forma de pera y un asombroso conjunto de diamantes cuadrados, regalo de boda del rey de España, su padre, pero que debido a su tamaño no había podido llevar más que después de llegada a la edad adulta. Una diadema y seis pulseras a juego completaban un atuendo de un esplendor casi bárbaro y hacían de ella un ídolo ante el cual parecía natural caer de rodillas. Pero algunos creyeron entender que la reina, al lucir únicamente joyas españolas y excluir las que le había regalado su marido, espléndidas también, y al hacerlo para asistir a una obra de teatro «española» en compañía de un príncipe alemán, se estaba permitiendo el lujo de lanzar un desafío.
Marie de Hautefort no se dejó engañar, y tampoco Beaufort cuando acudió, vestido de tisú de oro y terciopelo castaño oscuro, a saludar a su soberana.
—Estáis milagrosamente bella, señora —dijo con emoción—. Al veros de tal manera adornada, quisiera caer a vuestros pies y rezar, rezar para que os dignarais conceder una mirada amable al infeliz así prosternado.
—¿Tendréis queja de la que os concedo? —respondió ella con una sonrisa que formó un nudo en el estómago de Sylvie.
Al mismo tiempo, tendió una mano cargada de anillos sobre la que él posó sus labios mientras hincaba la rodilla en tierra. La escena no pasó inadvertida al rey.
—¿Por qué servicio, señora, recompensáis tan generosamente a mi sobrino Beaufort? —dijo con un tono en el que vibraba una nota de cólera. Pero su esposa no se inmutó.
—¡Por un cumplido bien expresado, Sire! Eso es algo que nunca deja de tener valor a los ojos de una mujer, por más reina que sea.
—Por mi parte me hace muy desgraciado no haber sabido encontrar, antes que el señor de Beaufort, las palabras capaces de proporcionarme semejante favor —dijo el cardenal, que se había acercado.
—¿Acaso no sabe Vuestra Eminencia que corresponde a las reinas arrodillarse delante de la Iglesia? Lo contrario no tendría ningún sentido —respondió ella con un imperceptible encogimiento de hombros que, sin embargo, no escapó a la mirada del ministro, en la que brilló una chispa peligrosa.
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