Pero la escaramuza no pasó de ahí: los comediantes pedían respetuosamente, por medio del maestro de ceremonias, permiso para empezar. Cada cual se acomodó en su lugar ante la escena, que ocupaba todo el ancho de la galería y se cerraba mediante un gran telón de terciopelo.

Olvidando la punzada de dolor que acababa de sentir, Sylvie se apasionó con la obra del señor Corneille. La belleza de los versos la encantó tanto como la dramática historia de los dos amantes separados por las inflexibles leyes del honor. Mondory, el director del grupo, era un magnífico Rodrigo, y Marguerite Guérin una sublime Jimena. La mayor parte del auditorio había visto ya Le Cid en el teatro del Marais, pero no por ello dejó de aclamar con entusiasmo desde que el rey dio la señal para que empezaran los aplausos. Y lo hizo con calor, además: le había gustado aquel drama heroico y prometió a la reina, gozosa, que lo haría representar de nuevo para ella. Richelieu, por su parte, anunció que también él daría algunas representaciones en el Palais-Cardinal, y que el autor recibiría una pensión. Sólo los aplausos entusiastas del duque de Weimar debían ser puestos en cuarentena: el buen hombre, arrullado por la música de unos versos que no siempre comprendía del todo, se había quedado dormido profundamente durante la representación.

Entre las doncellas de honor reinaba una gran excitación.

—Es tan bello que podría despertar el amor de la mujer más fría —dijo una.

—¡He creído llegar al éxtasis al menos una docena de veces! ¡Ah! «Percé jusques au fond du coeur d'une atteinte imprévue aussi bien que mortelle...»[19] —añadió la vecina.

—¡Nunca se han escuchado sentimientos más nobles! ¡Ah, podría morirme ahora! —suspiró una tercera—. ¡Ved qué conmovida está nuestra reina!

—Monsieur Boileau ha escrito: «Todo París mira a Jimena con los ojos de Rodrigo» —dijo Marie de Hautefort, más conmovida de lo que deseaba admitir, y que reía para ocultar su emoción—. Pero también podríamos decir que todas las mujeres ven a Rodrigo con los ojos de Jimena. Y vos, gatita —añadió volviéndose hacia Sylvie—, ¿qué habéis sentido?

—¡Lo mismo que vos! Es tan hermoso que en varias ocasiones me han venido las lágrimas a los ojos.

—Y bien, señoritas, parece que habéis apreciado los versos del señor Corneille —dijo una voz profunda que hizo que aquel bello coro se estremeciera y perdiera la compostura, como solía suceder a todas las personas que se encontraban de súbito en presencia del cardenal. Tan sólo Marie de Hautefort, sin dar muestras del menor nerviosismo, hizo frente a la situación:

—Espero que sea asimismo la opinión de Vuestra Eminencia. ¡Es bien conocida la infalibilidad de vuestro gusto en materia de arte y literatura! ¿Os proponéis tal vez hacer ingresar a nuestro autor en la Academia?

Los grandes hombres no están libres de pequeñas debilidades. La adulación de la Aurora hizo sonreír a Richelieu:

—¡Veremos! Es cierto que se trata de una gran obra... aunque puede señalarse alguna ligera debilidad en los versos. ¿Cómo es que no veo a Mademoiselle de La Fayette?

—Está enferma —acudió al relevo Mademoiselle de Chémerault, a la que la presencia del ministro no atemorizaba por mucho tiempo—. Tenía tan mal aspecto hace un rato que la reina le ha aconsejado insistentemente que reposara un poco. De hecho —añadió audazmente la joven—, Su Majestad de seguro que no deseaba ver a su doncella y al rey intercambiar a distancia suspiros y miradas lánguidas.

—¡No creo que a la reina le agrade vuestro comentario, mademoiselle! —replicó Hautefort, cuyos grandes ojos azules despedían rayos.

La sonrisa de Richelieu, que la contemplaba con visible placer, la obligó a contenerse.

—¿Quién no comprendería a la reina? ¡Sobre todo en presencia de un príncipe extranjero! ¡Ah, Mademoiselle de l'Isle, no os había visto! Es verdad que todo se oscurece un tanto cuando se alza la Aurora. ¡Sin embargo, estáis encantadora! —añadió al tiempo que recorría con su mirada de entendido el vestido de espesa seda blanca bordado con florecitas de plata, regalo de Elisabeth de Vendôme, que Sylvie se ponía por primera vez y que le sentaba de maravilla.

Un cumplido siempre agrada, pero ella se ruborizó hasta la raíz del pelo cuando la mirada de Su Eminencia se detuvo insistentemente en el amplio décolleté. A Richelieu le gustaban las mujeres; era algo conocido, y corrían algunas historias al respecto por los «pasillos» frecuentados por las chismosas de la corte. Para disimular su vergüenza, la joven se inclinó en una reverencia.

—Doy las gracias a Vuestra Eminencia —murmuró.

—¿Por qué? Es a Dios a quien debemos dar las gracias por haberos creado para el placer de la vista. Permitid, por otra parte, que os presente a uno de mis fieles, que me lo ha suplicado porque os admira. Aquí tenéis al barón de La Ferrière —añadió al tiempo que se hacía a un lado para dar paso a la persona que su alta silueta roja había ocultado hasta ese momento—. Es oficial de mis guardias, pero esta noche no está de servicio. Saludad a Mademoiselle de l’Isle, querido Justin, ella lo permite.

Sylvie estuvo a punto de decir que ella no había permitido nada en absoluto, pero juzgó prudente no atraerse el enfado del cardenal por un asunto tan nimio. Respondió al saludo del recién llegado pensando que Perceval se equivocaba al atormentarse así: aunque no la hubiera puesto en guardia contra el personaje, éste la habría disgustado a primera vista. Tenía ante ella a seis pies de terciopelo verde guarnecido de trencilla, bordado, adornado con nudillos rojo y plata, con cuello y cañones de encaje. Por encima de todo ello, una barba rojiza no del todo desagradable, y que tal vez incluso le habría gustado si la boca fuera menos blanda y los ojos verdes no tan huidizos. Al saludarla, él le dedicó un cumplido del que ella no llegó a entender la mitad, tan rebuscado era, y que el cardenal no tuvo la paciencia de escuchar hasta el final: se alejó, e hizo refluir así el batallón de doncellas de honor, devoradas por la curiosidad. Sylvie se sintió fascinada por las manos del barón, verdaderas palas de lavar ropa que asomaban entre delicados manguitos de encaje.

Anunciaron la cena, y la loa de La Ferrière concluyó con la petición de ser autorizado a conducirla a la mesa y acompañarla en ella. La pobrecilla, que pensaba dar por concluido el encuentro con alguna banalidad, no esperaba aquello. Por supuesto, no tenía el menor deseo de acabar la velada en compañía de aquel soldadote y, no sabiendo qué responder, buscó con la mirada una tabla de salvación, pero la reina estaba ya fuera de la galería, y lo mismo ocurría con sus compañeras. La Ferrière tomó su silencio por aceptación, y se apoderaba ya de su brazo para llevársela cuando una voz cálida, precisa y bien timbrada, se hizo oír a espaldas de Sylvie:

—Mil perdones, señor, pero me corresponde a mí el honor de acompañar a Mademoiselle de l'Isle al banquete.

Soberbio, arrogante, con una sonrisa burlona de lobo que dejaba ver la blancura de sus dientes, François de Beaufort acababa de aparecer junto a Sylvie, cuyo brazo liberó con un gesto firme. El otro hizo una mueca, tratando sin mucho éxito de ocultar su disgusto.

—Señor duque —balbuceó—, resulta asombroso que un príncipe tan grande se preste a ser el caballero de una simple doncella de honor.

—¡Asombraos pues, querido! Pero también sería lícito preguntarse de dónde salís vos, para ignorar que una mujer bonita tiene derecho a todos los homenajes, ¡incluso a los de un rey! Preguntádselo, si no, a Mademoiselle de La Fayette.

—Mademoiselle de La Fayette pertenece a una gran casa...

—Mademoiselle de l'Isle, pupila de mi madre, pertenece a la de Vendôme, y yo siento por ella el más tierno afecto. ¡Por eso no tengo el menor deseo de verla en compañía de uno de los chusqueros del cardenal!

La Ferrière se puso de color grana y buscó maquinalmente a su costado una espada ausente:

—Me responderéis de vuestras palabras —gruñó.

—¿Un duelo? ¿Con vos? ¡Bromeáis! ¿Qué diría vuestro buen amo si sus propios guardias quebrantaran su edicto favorito, el que le permitió hacer caer la cabeza de un Montmorency? Servidor vuestro, señor, os deseo buenas noches.

Se echó a reír en las narices del barón y levantando la mano de Sylvie, que no había soltado, la condujo por el parquet en dirección a la gran estancia transformada por una noche en sala de banquete. Sylvie se sentía flotar. Ella también reía, y mientras seguía el rápido paso de François, su amplio vestido se hinchaba como un globo y sus rizos bailaban a lo largo de sus mejillas. Tenía la impresión de estar volando hacia el paraíso...

—¿Cómo habéis adivinado que ese hombre me importunaba, monseñor? Siempre aparecéis en el momento preciso...

—Es que lo vigilaba, mi querida niña. ¡Cuando pienso que ese cernícalo se proponía convertiros en su esposa! ¡Parece mentira!

—Pero ¿cómo sabéis eso? ¿Fue la señora duquesa quien os dio la noticia?

—No, por cierto. Fue Raguenel. La otra noche me mandó recado pidiéndome que pasara por la Rue des Tournelles. Estaba inquieto y me lo contó todo.

Sylvie se detuvo en seco, obligando a su caballero a hacer lo mismo.

—¿Y os encargó que cuidarais de mí? —murmuró, aterrizando bruscamente en el suelo desde su nube. ¡Había sido tan maravilloso creer que él volaba espontáneamente en su auxilio!

—¡Es muy natural, porque yo frecuento la corte y él no! Pero de todas formas, prevenido o no, nunca habría permitido a ese cernícalo plantar sus garras sobre... mi gatita.

—¡Vos también! —gimió Sylvie, consternada—. ¡Muy pronto todo el mundo me llamará así!

—En primer lugar, ni yo soy todo el mundo, ni lo es la reina. Y tampoco lo son Mademoiselle de Hautefort y las demás personas que te aprecian en este palacio. —La miró con una pequeña llamita en el fondo de sus ojos azules que calentó el corazón de Sylvie—. El nombre te sienta bien —continuó, llevándose a los labios la mano que seguía sin soltar—. Tienes toda la gracia, la espontaneidad, la suavidad de un gatito. Dicho eso, Sylvie, tienes que prometerme que me avisarás si ese La Ferrière se obstina en rondarte.

—¿Y qué haréis? ¿Retarle a un duelo? Os arrestarían antes incluso de haber llegado a cruzar los aceros. Richelieu se alegraría mucho de tener una oportunidad de poneros la mano encima. Ese hombre probablemente es uno de sus favoritos...

—¡En tal caso, tiene muy mal gusto! Pero no te preocupes de lo que pueda hacer yo. ¡Prométemelo, y basta!

—¡Pero si no paráis quieto! ¿Cómo estaré segura de llegar hasta vos? Además, pronto llegará la primavera, y con ella la reanudación de la guerra con España. Regresaréis al ejército...

El rostro de Beaufort se ensombreció de repente, y se endureció.

—No. Sabes hasta qué punto se sospecha de nosotros aquí. Mi padre sigue en el exilio. Sólo mi madre, mi hermana, mi hermano y yo somos tolerados en la corte, donde la reina sigue recibiéndonos amistosamente. ¡Pero se nos niega el derecho a combatir por nuestro país! —concluyó con amargura.

—¿Cómo? ¿No se os permite regresar al frente? ¿Después de vuestra hazaña en Noyon?

En efecto, el otoño anterior François, siempre tan atolondrado como valiente, se había lanzado a caballo, solo, empuñando la espada, con su cabello rubio y su camisa al viento, contra las trincheras españolas dispuestas ante Noyon. Por supuesto, los demás le habían seguido y habían acabado por obtener la victoria. Aquella insensatez le había valido una herida y la admiración del rey.

—Se llegó a decir incluso que Su Majestad quería nombraros capitán general de su caballería.

—¡Me habría hecho tan feliz! Pero el cardenal se opuso, porque precisamente en Noyon estuvo a punto de ser asesinado. Monsieur y nuestro primo, el conde de Soissons, a cuyo ejército habíamos sido agregados Mercoeur y yo, planeaban apuñalarlo, pero cuando el sicario se acercaba ya, Monsieur se espantó y lo denunció. Después de lo cual, Soissons y él se dieron a la fuga... ¡y adiós mi nombramiento de capitán general! Ni mi hermano ni yo estábamos al corriente de ese proyecto, pero eso no impidió que nos hicieran pagar igual que si fuésemos culpables. Se nos ha prohibido alistarnos en ninguno de los ejércitos, y el rey (¡debería decir el cardenal!) se ha opuesto al matrimonio de Mercoeur con la hija de nuestro amigo el duque de Retz.

—¿En qué podría disgustarle ese matrimonio?

—¡Bretaña, gatita, Bretaña! Retz posee Belle-Isle, una importante plaza estratégica. ¡El cardenal nunca permitirá que se instale en ella un Vendôme!

—¿No es allí donde pasabais antes las vacaciones?