La idea de las «conferencias» se le había ocurrido a Renaudot dos años después de la creación de su Gazette, y le permitía dar a conocer sus trabajos además de proporcionarle una publicidad honesta y permitirle en ocasiones profundizar en novedades tanto más interesantes en la medida en que quienes tomaban la palabra allí tenían garantizado el anonimato. El rey y Richelieu, colaboradores discretos pero importantes de la Gazette, estaban interesados en ellas. En cuanto a Perceval, desde su encuentro con el publicista el año anterior, había adquirido la costumbre de asistir todas las semanas.

—¿Sobre qué vamos a debatir hoy? —preguntó cuando ambos se internaban en el dédalo de callejuelas que llevaban al Mercado Nuevo.

—De la vida en sociedad, pero me pregunto si no pedir una excepción al orden del día para proponer interesarnos por la seguridad de las calles durante la noche.

—No estoy seguro de que os secunden. La vida de las busconas no ofrecerá ningún interés para esas personas imbuidas de respetabilidad. El hecho de que sean asesinadas debe de parecerles algo propio de la naturaleza de las cosas...

—Sin embargo, se dan circunstancias excepcionales en esos crímenes. ¿Quién puede asegurar que, después de las meretrices, el asesino no perseguirá a mujeres honestas?

El desarrollo de la sesión dio la razón a Perceval: los hombres presentes, algunos de los cuales traían ya preparadas sus intervenciones, estuvieron de acuerdo en declarar que las mujeres de mala vida no debían ser incluidas en la «sociedad», y que su suerte no interesaba a nadie.

—¡Con la excepción de Monsieur Vincent, de la señora duquesa de Vendôme y de algunas otras almas caritativas! —se indignó Perceval—. Son seres humanos, y la suerte que les ha sido reservada es espantosa.

—Estoy de acuerdo —dijo alguien—, pero esos crímenes son asunto del teniente civil y de la policía. Es a ellos a quien corresponde actuar.

—No. ¡Nos corresponde a todos! Reaccionáis así porque se trata de pobres criaturas que comercian con sus cuerpos, pero ¿y si el asesino atacara a una mujer honesta, a una de vuestras esposas, por ejemplo?

La pregunta fue recibida con una carcajada general. ¡Era imposible, vamos! Ninguna mujer respetable se aventuraría por los bajos fondos de París. Y de noche, menos.

—¿Y si yo os dijera —replicó Raguenel— que un crimen similar en todos los aspectos tuvo lugar hace unos diez años, en la provincia, y que la víctima fue una dama noble?

Renaudot, que seguía el debate con atención apasionada, intervino:

—¿El mismo crimen? ¿Acompañado por las mismas circunstancias?

—Las mismas. La dama fue además violada, lo que tal vez sucedió también a estas infelices por más que, dada su profesión, el término pierda aquí su sentido. Y nunca se nos hubiera ocurrido hablar sobre el tema si la letra griega con la que se señala la frente de las muertas no indicara a un hombre de cierta cultura, que podría (¿por qué no, después de todo?) incluso formar parte de esta reunión.

La tempestad de protestas que provocaron estas palabras era lo menos propicia a una discusión seria. Renaudot le puso fin con su energía habitual al declarar que, en lo que a él concernía, iba a hacer toda clase de esfuerzos para encontrar al asesino del sello de lacre rojo, y que invitaba a todas las personas de buena voluntad presentes en la sala a informarle, en el caso de que alguien descubriera una pista. Y de inmediato levantó la sesión con el argumento de que faltaba la serenidad de espíritu necesaria para discutir con calma. Era visible que tenía prisa por terminar, y mientras la concurrencia, aún agitada, empezaba a marcharse, retuvo a su lado a Perceval.

—¿Por qué no me contasteis la historia de esa noble dama cuando os hablé de la primera víctima como de un asunto curioso y nada más?

—Porque quise tomarme algún tiempo para reflexionar, y quizás intentar descubrir al asesino por mis propios medios, pero me temo no estar muy dotado para ello —contestó Raguenel con una sonrisa amarga—. De todas maneras, de no haberse celebrado la conferencia, os habría puesto al corriente.

—¡Vamos a mi casa! Estaremos tranquilos: mi mujer ha salido a visitar a una prima en la Rue des Francs-Bourgeois, y mi hijo Eusèbe está ocupado en la confección de la Gazette.

Con su curiosidad siempre despierta excitada hasta el frenesí, el padre de todos los periodistas futuros daba casi la impresión de padecer el baile de San Vito. Sólo se relajó una vez sentado frente a Raguenel, ambos separados por una mesa en la que dispuso vasos y una jarra de vino fresco.

—Servíos. Ahora, os escucho.

—Con una única condición: lo que voy a contaros está destinado exclusivamente a vuestros oídos. No debe ser en ningún caso publicado en la Gazette... ni en parte alguna.

—Tenéis mi palabra.

Perceval narró entonces la matanza de La Ferrière, aunque se abstuvo de mencionar la existencia de Sylvie. Quería mucho a Théophraste y tenía confianza en él, pero era un hombre demasiado próximo al cardenal y convenía evitar el riesgo de que se lo contara todo...

Mientras tanto, en Saint-Germain tenía lugar el último acto de un drama que se venía incubando desde hacía meses.


Corría el 19 de mayo, y en el patio del castillo una carroza esperaba a Mademoiselle de La Fayette. La amiga del rey se despedía ese día del mundo para entrar en religión, en la orden de las Hijas de la Visitación de Santa María. Así concluía la bella historia de amor de Luis XIII, minada por un exceso de intereses contrarios. La profunda piedad y la desesperación de Louise se conjugaban con la voluntad del cardenal, que, al no haber conseguido convertirla en una aliada suya, deseaba que se alejara. Todo ello a despecho de la familia de la joven y del confesor del rey, el padre Caussin, que, aunque había reconocido en ella la vocación religiosa, la animaba a continuar junto al rey porque detestaba a Richelieu. Y finalmente, también en contra de la resistencia desesperada de Luis XIII, destrozado en el alma por la idea de perder a la que llamaba su «bello lis». Fue un criado, un simple y vil criado, quien inclinó la balanza: un tal Boisenval que debía precisamente a Louise su posición de primer camarero del rey —¡el único favor que ella solicitó nunca!— y que, poseedor de la confianza del uno y de la otra, hizo todo lo posible para que riñeran, con la esperanza de conseguir así el favor del cardenal-ministro. Una de esas peleas llevó a Luis XIII, enloquecido de amor, a plantear la propuesta insensata que Sylvie había oído en el parque de Fontainebleau: apartarla de la corte e instalarla en Versalles, para entregarse allí enteramente el uno al otro. En ese instante, el pudor de Louise había podido medir la profundidad del abismo que la amenazaba... y en el que deseaba apasionadamente dejarse caer. Finalmente había tomado una decisión, y dicho adiós a la reina y a sus compañeras.

Quiso la casualidad que la corte estuviera de duelo. El emperador Fernando II, tío de Ana de Austria, acababa de morir, y los vestidos negros y las tocas habían sustituido a los colores vistosos y los escotes seductores. El ambiente se adaptaba bien al sufrimiento de la que marchaba así hacia el despojamiento de las vanidades mundanas; Louise de La Fayette derramó lágrimas sinceras al subir al coche y dejar Saint-Germain por el convento de la Rue Saint-Antoine.

En cuanto a Luis, había reprimido sus lágrimas y saltado a caballo unos momentos antes para ir a ocultar su dolor en su querido Versalles, no sin arrancar antes de su bienamada un último grito de amor:

—¡Ay, nunca volveré a verle!

En lo cual, se equivocaba.

Apenas desaparecieron la carroza de ella y los jinetes de la escolta de él, la reina pidió que se preparara su propio carruaje para regresar a París. En ausencia del rey, prefería poner una distancia mayor entre su persona y el cardenal, que seguía instalado en su castillo de Rueil, en medio de sus invernaderos y sus gatos. Además, el tiempo templado, gris y lluvioso, hacía infinitamente triste la vecindad del bosque próximo. Y para terminar, la llegada de la primavera había hecho que numerosos jóvenes reclutas fueran a nutrir, con vistas a próximas operaciones militares, los diferentes cuerpos de tropas del sur, donde el rey había ordenado recuperar de manos españolas las islas de Lérins; del norte, donde los tercios del cardenal-infante, hermano de la reina, no iban a tardar mucho en entrar en actividad; y también del este, porque en la Champaña se reunían hombres para marchar sobre Sedán, donde el conde de Soissons se había hecho fuerte y se negaba a someterse. En cuanto a la revuelta de los Croquants (los «palurdos», campesinos que protestaban por el aumento de los impuestos) en el Périgord, el mariscal de La Valette disponía de efectivos suficientes para acabar con ella sin necesidad de refuerzos.

Durante el viaje de regreso, Sylvie observó que Su Majestad secreteaba mucho con Mademoiselle de Hautefort, a la que había colocado a su lado. Por alguna razón conocida únicamente por ella, Marie parecía encantada de volver a aquel Louvre que, sin embargo, le gustaba muy poco.

La propia Sylvie no estaba descontenta de aproximarse al hôtel de Vendôme, adonde pensaba enviar a Jeannette en busca de noticias de François, de quien nada sabía desde el traslado a Saint-Germain.

Tal como lo temía, Jeannette volvió con las manos vacías: la familia estaba en el campo y no había noticias del duque de Beaufort. De modo que sólo cabía esperar y mirar caer la lluvia mientras rasgueaba melancólicamente su guitarra.

Una mañana, tres días después de su regreso, Jeannette le entregó un billete que acababa de traer uno de los lacayos que habían quedado en la Rue Saint-Honoré. Las pocas palabras que contenía aceleraron los latidos de su corazón: «Ola, gatita, tengo que hablarte en secreto. Un coche te esperará delante de la iglesia después de la hora de acostar a la reina.» Estaba escrito por una mano torpe, y con un montón de faltas de ortografía, pero llevaba la firma de François, del que Sylvie conocía desde siempre su desprecio por las artes de la pluma. Apretó el billete contra su corazón, lo cubrió de besos y lo deslizó en su corsé.

—Esta tarde quiero estar muy guapa —declaró a Jeannette, que rió al verla tan feliz.

—¿Qué nos pondremos? ¿Nuestro bello vestido blanco?

—Prefiero que no. No voy a un baile ni a una velada oficial. Me gustaría ponerme el vestido de tafetán color limón bordado con margaritas blancas y el escote de encaje. A él le gusta ese color, porque dice que es el del sol. ¡Una buena cosa en un tiempo tan triste!

—Estad tranquila. Estaréis muy bonita.

En efecto, el espejo se lo confirmó muy pronto. Jeannette la envolvió después en una gran capa con capuchón, de seda negra forrada de terciopelo, que la ocultaba totalmente, y se abrigó ella misma de forma parecida. No iba a permitir que Sylvie saliera sin ella mientras no fuera mayor de edad... ¡ni luego tampoco! La esperaría en el coche.

Como conocían las costumbres de palacio y disponían de los medios para salir y entrar a voluntad, las dos mujeres llegaron sin tropiezo a las proximidades de Saint-Germain-l'Auxerrois donde, en efecto, esperaba un carruaje con las armas de los Vendôme y, en el pescante, Picard, uno de los cocheros de la casa.

—Ya ves que podías haberme dejado venir sola —dijo Sylvie mientras subía al vehículo.

—¿Y atravesar la Rue d'Autriche a las once de la noche sin protección, a vuestra edad? ¡Ni en sueños! Adonde vayáis, yo iré con vos.

Era bueno sentirse así protegida, y Sylvie buscó la mano de su fiel compañera para estrecharla. El coche se puso en marcha pero, en lugar de doblar a la izquierda para seguir la Rue Saint-Honoré, giró a la derecha. Sylvie apartó las cortinillas y preguntó a Picard:

—¿Adonde me lleváis?

—Donde me han ordenado que os lleve, señorita. ¡Tened la bondad de mantener las cortinillas cerradas!

La espera impaciente de la muchacha se tiñó de curiosidad: ¿la esperaba François en una casa propia? ¿Qué podía ser tan «secreto» para que no hubiera podido ir hasta el Louvre a decírselo? O ¿es que deseaba estar con ella a solas por unos momentos? ¡Qué maravilla sería! El pensamiento la hizo enrojecer de emoción, y el viaje le pareció interminable. Sin embargo, Jeannette apartaba de tanto en tanto las cortinillas con discreción para averiguar en lo posible el camino que seguían.

—Vamos a algún lugar del Marais —susurró—. ¡Oh! Veo las torres de la Bastilla y los fuegos que encienden allí por la noche.

El coche entró poco después en una calle estrecha, y luego en el patio apenas iluminado de un edificio más pequeño que la casa de Raguenel; el portal se abrió al paso de los caballos y volvió a cerrarse de inmediato. La silueta de un lacayo se silueteó como una tinta china a la débil luz que venía del vestíbulo. Sylvie bajó sola y caminó hacia él. La estancia estaba únicamente amueblada con un cofre sobre el que reposaba un candelabro de tres brazos que el hombre —un desconocido— empuñó para conducir a la visitante a lo largo de una escalera vetusta cuyos escalones crujían. Después siguieron una galería estrecha con unas tapicerías deshilachadas que olían a humedad. Sylvie no alcanzaba a comprender qué podía estar haciendo François, siempre tan rumboso, en un lugar así, cuando ante ella se abrió una puerta.