La decoración cambió. Se encontraba en un gran gabinete tapizado de cordobán dorado y pintado, amueblado como un salón de conversación, con cómodos sillones dispuestos en torno a una mesa en la que aparecían los restos de una cena que la muchacha examinó con severidad. Conocía el apetito casi proverbial de François, pero en una ocasión así, bien habría podido invitarla.
Abandonada a sí misma, giró sobre los talones para inspeccionar todos los rincones de la habitación, y hubo de rendirse a la evidencia: allí no había nadie. Se sentó en un sillón y al poco rato, al ver un cestillo con cerezas, fue a coger un puñado y empezó a comerlas, lanzando después los huesos y los rabos a la chimenea, en la que habían encendido un fuego que contrarrestaba el frío húmedo del ambiente. Demasiado nerviosa debido a su cita, a la hora de la cena no había podido tragar más que un trozo de bizcocho.
Las cerezas estaban deliciosas pero, a medida que comía, Sylvie sentía crecer su descontento: ¿por qué François la hacía esperar de aquella manera? Fue a coger más cerezas, y cuando volvía a su sillón se abrió una puerta disimulada entre los paneles de madera. Entró un hombre, pero no era François sino el duque César.
La sorpresa, y sobre todo la decepción, hicieron levantarse a Sylvie y olvidar su buena educación, mientras las cerezas se escurrían entre sus dedos.
—¿Cómo? ¿Sois vos? —exclamó.
Se hizo evidente que él no esperaba ese recibimiento. Al retrasar su aparición, había pretendido abrumar a la niña de temor y respeto. En cambio, ella lo miraba con ojos llameantes de cólera y sin acordarse en absoluto de saludarlo.
—Si no lo supiera, os preguntaría dónde os han educado, hija mía. ¿Dónde están las maneras que la duquesa se esforzó en inculcaros?
Sylvie comprendió que era forzoso rectificar, porque persistir en su actitud no arreglaría nada. Aquel hombre, al que ella nunca había querido, era el padre de François, y le debía respeto. Con una gracia llena de encanto, se inclinó en una profunda reverencia:
—Monseñor —murmuró. Y luego, como él no se daba prisa en decirle que se incorporase, añadió—: Debéis comprender mi sorpresa: recibo una carta de Fran... del señor duque de Beaufort, acudo y...
—Y me encontráis a mí. Comprendo perfectamente vuestra sorpresa, pero necesitaba hablaros.
—En ese caso, ¿por qué tomar de prestado el nombre de vuestro hijo? Os bastaba llamarme, y yo habría acudido igualmente.
—Es posible, pero no seguro. Por otra parte, el billete podía extraviarse y caer en manos indeseables, y os recuerdo que el rey me ha prohibido no solamente aparecer en la corte, sino también vivir en París. ¡Levantaos, maldita sea!
—Con mucho gusto, monseñor —dijo Sylvie con un suspiro, porque empezaba a notar que las rodillas le temblaban. Se incorporó y lo observó con cierta tristeza. Hacía algún tiempo que no lo veía, y pensó que el exilio, por más dorado que fuera, no le sentaba bien.
A los cuarenta y tres años, César de Vendôme parecía una copia estropeada y envejecida de François. No había echado barriga porque, como todos los Borbones, era un cazador fanático, y las largas cabalgatas y la práctica de las armas le habían hecho conservar su silueta y su musculatura. Pero el rostro acusaba las huellas de las pasiones y los vicios que devoraban a aquel hombre. Como François, era muy alto y tenía la complexión de un atleta. Como François, tenía la nariz arrogante y los ojos azules de su padre el Bearnés, pero sus ojos estaban inyectados de sangre, la boca se reblandecía, los dientes antaño magníficos amarilleaban y los cabellos rubios no sólo se habían agrisado sino también eran más ralos, en tanto que la nariz aparecía hinchada y roja debido a las excesivas libaciones. ¿Qué hacer en el campo después de la caza, sino beber? Y sobre todo entregarse a una atracción demasiado intensa por los jóvenes mancebos, a los que recompensaba con una generosidad que abría en su fortuna inquietantes agujeros. Además, la añoranza de su gobierno de Bretaña, donde se sentía un rey, le corroía sin cesar. Le habían devuelto el título pero no la función, e incluso tenía prohibido regresar allí. Pero aquel nativo de tierra adentro, hijo de una bella picarda y un bearnés, apegado a cada parcela de un reino conquistado con grandes esfuerzos, adoraba el mar. Era la única de sus pasiones que había transmitido a su hijo menor.
Por su parte, César examinaba a la adolescente con cierto asombro. Cómo, ¿era ésta la minúscula criatura de tez descolorida cuya única belleza residía en los inmensos ojos color avellana, que François había llevado un día a su casa como si fuera un animalito extraviado, y que su esposa y su hija habían tomado bajo su protección? Sin duda no alcanzaría la belleza de madona de su madre, pero aun así el cambio era impresionante. Con su boca un poco grande, la pequeña nariz corta y la forma ligeramente almendrada de los ojos, evocaba todavía a una gatita, el sobrenombre que le había dado Elisabeth. Pero su tez se había iluminado y dorado, y la masa de bucles castaños, sujeta encima de cada oreja por cintas amarillas, mostraba ahora un espesor sedoso con reflejos casi plateados de un efecto subyugante. No tenía nada de una madona, pero su carita traviesa no carecía de encanto. En suma, aquella chiquilla en la que se reflejaba ya el brillo de la corte seduciría sin duda a más de un hombre. Lo importante era que entre ellos no se contara Beaufort, y César se sintió reafirmado en un proyecto al que tal vez habría renunciado si se hubiera encontrado con una «Mademoiselle de l'Isle» asustadiza e insignificante.
—Sentaos —dijo por fin, señalando el sillón del que se había levantado ella, y yendo a su vez a recostarse contra la mesa de la cena—. Y en primer lugar, responded a una pregunta: ¿qué sentimientos os inspira mi hijo Beaufort?
La brutalidad de aquellas palabras hizo que Sylvie se tornara tan roja como las cerezas que mordisqueaba un momento antes. El hombre que fijaba en ella sus ojos helados y cuyos labios dibujaban una semisonrisa sarcástica, era la última persona en el mundo a la que deseaba abrir su corazón. Incluso habría preferido a Richelieu, que al menos la distinguía con muestras de cierta simpatía. Así pues, se esforzó en que su voz no temblara.
—Todas las personas de vuestra casa me son queridas, monseñor. Al menos, todas las que han sido buenas conmigo.
—Lo cual excluye a Mercoeur, que no os estima, y a mí mismo...
—Que tampoco me estimáis. Sin embargo, monseñor, habéis sido muy generoso conmigo al darme un nombre, bienes y una posición...
—Todo eso lo debéis a la duquesa. Es la mujer más testaruda que respira aún sobre la tierra, ahora que su madre ya no existe. Pero en fin, me satisface ver que sois agradecida y espero que sabréis demostrármelo. Pero... no habéis respondido a mi pregunta, joven. ¿Amáis a Beaufort, tal como creemos todos en nuestra casa? Hablo de amar. ¿Sí o no?
Sylvie alzó la cabeza y miró directamente a los ojos que estaban sopesándola:
—Sí. —No dijo más, pero lo dijo con tanta firmeza que no era posible la duda. Como César no decía nada y seguía observándola, apretó con fuerza sus manos la una contra la otra, y añadió—: Creo que le he amado siempre desde que me encontró en el bosque, y estoy segura de que nunca amaré a otra persona.
Habló con sencillez: fue una constatación tranquila que no por ello perdió un ápice de su fuerza. Ni por un instante puso en duda Vendôme su palabra. Sin embargo, quiso saber más.
—No pensaréis que, a pesar de todo, os será posible convertiros en su esposa, ¿verdad? Puesto que no entrará en la Orden de Malta, Beaufort sólo puede unirse a una princesa.
—Sé todo eso, pero para amar no es necesario el matrimonio. Tampoco es necesario estar siempre juntos. El verdadero amor lo soporta todo: el alejamiento, las separaciones, la soledad e incluso la muerte.
—¿Quién diablos os ha enseñado todo eso? —exclamó César, sorprendido por la filosofía de aquella jovencita—. ¿Ese buen Raguenel que fue vuestro maestro?
—Nadie. Creo, monseñor, que siempre lo he sabido.
—Pues bien, es muy loable, pero falta ver lo que significa en la práctica, y si os he hecho venir es para juzgar la solidez de vuestro amor. Si Beaufort estuviera en peligro, ¿qué haríais?
El corazón de Sylvie dejó de latir por un instante, pero no dejó que su angustia se transparentara.
—Lo que estuviera en mi mano para ayudarle.
—¡Ahora lo veremos! Está en peligro —dijo el duque, recalcando cada sílaba.
—¿De qué?
—De muerte si consiguen prenderle. Lo que, felizmente, no ha sucedido todavía.
—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?
—Se batió en duelo en Chenonceau y mató a su adversario.
Aterrorizada, Sylvie cerró los ojos por un instante. Sabía hasta qué punto eran inflexibles en ese tema los edictos de Richelieu. Un duelo había llevado a Montmorency-Bouteville al cadalso. El terrible cardenal no dudaría un momento en enviar al mismo lugar a un nieto de Enrique IV. Posiblemente incluso disfrutaría al hacerlo.
—¿Cuál fue el motivo del duelo?
Vendôme dudaba en contestar pero Sylvie, alzando hacia él su mirada límpida, añadió:
—¿Una... mujer?
—Sí. Madame de Montbazon, de la que tal vez ignoréis que es su amante —dijo con brutalidad—. Monsieur de Thouars habló mal de ella delante de mi hijo, que no lo soportó y cumplió con su deber de gentilhombre y de amante. Marie de Montbazon está loca por él...
—Pero él ama a otra —repuso Sylvie—. Lo cual es algo bastante conforme con la naturaleza de las cosas...
—¿Otra? ¿De quién se trata?
—Si no lo sabéis de cierto, tal vez lo sospechéis. Yo he llegado a pensar que la bella duquesa de Montbazon no era más que una magnífica cortina de humo. Y precisamente la existencia de esa otra mujer añadiría gravedad a su caso, si se da la circunstancia de que los hombres del cardenal lo prendan. ¿Dónde está?
—No voy a decíroslo, y por el momento el duelo sigue siendo un secreto. Sin embargo, siempre cabe la posibilidad de una indiscreción. Si Richelieu se entera, enviará a uno de sus torturadores, a sonsacar la verdad a los testigos o a los servidores. Y esos miserables serían capaces de hacer confesar a san Pedro que quiso violar a la Virgen María, tan abominables son sus métodos. Si apresan a Beaufort, nada podrá salvarlo... salvo vos, tal vez.
—¿Yo? Pero ¿qué puedo hacer?
El duque César hizo una pausa, se apartó de la mesa en que estaba recostado con indolencia y fue a abrir un armario, del que tomó algún objeto.
—Me han dicho que estáis en excelentes relaciones con el cardenal.
—Es mucho decir. He tenido el honor de ir a cantar para él en tres ocasiones, en su palacio. Reconozco que me ha tratado con cierta bondad...
—Luego, no desconfía de vos. ¡Excelente!
—No veo por qué —dijo Sylvie con una voz que traslucía su inquietud. No le gustaba la sonrisa cruel con que Vendôme examinaba el objeto que tenía en la palma de la mano.
—Pues bien, voy a abriros los ojos, y al mismo tiempo a evaluar la solidez de ese gran amor que decís experimentar: si François es apresado, nada podrá salvarlo excepto...
—¿Excepto?
—La muerte de Richelieu. En caso de extremo peligro, os arreglaréis para que la sotana roja os pida que vayáis a adormecer sus dolores con vuestra música... y le adormeceréis de forma definitiva.
Sylvie sintió que su garganta se secaba de golpe.
—¿Cómo? ¿Queréis que...?
—Que lo envenenéis... con esto —dijo, colocando delante de la joven un frasquito de cristal muy oscuro, cuidadosamente cerrado con un tapón de esmeril—. No debería seros muy difícil: he sabido que en cada visita bebéis un poco de vino español y servís una copa a vuestro anfitrión.
Decididamente sabía muchas cosas pero Sylvie, arrastrada por la indignación, dejó para más tarde averiguar quién era el, la o los que le informaban.
—¿Yo? ¿Hacer una cosa así? Verter la muerte con discreción y tenderla luego, ¿con una sonrisa, supongo?, a quien me ha acogido con toda confianza. ¿Por qué no recurrís a un lacayo cualquiera, sobornándole? Hay todo un ejército en el Palais-Cardinal.
—Por una razón muy sencilla: Richelieu hace que otra persona pruebe antes todo lo que come o bebe. Por lo demás, vos misma lo hacéis sin siquiera daros cuenta cuando bebéis en su presencia, imagino.
—Sí, es verdad. Nunca bebe el primero. ¿Es desconfiado hasta ese punto?
—Más aún. Es verdad que le gustan los gatos, pero no es ése el motivo por el que hay tantos en sus mansiones. ¡Tomad este frasco!
—No. Nunca me prestaré a un acto tan vil, tan cobarde. Si queréis la muerte de Richelieu, atacadle vos mismo, de frente y a cara descubierta.
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