A pesar de la tensión reinante, la entrada de François no pasó inadvertida.

—¡Dios mío! Martigues —exclamó su hermano Louis de Mercoeur con tono irritado—, ¿de dónde venís en ese estado y con semejante compañía? ¿Qué nueva estupidez habéis cometido? ¿Quién es esa mendiga?

La indignación apagó, como una vela en una corriente de aire, la legítima inquietud del muchacho.

—No es una mendiga. La he encontrado en el bosque tal como la veis: descalza, con su muñeca y el camisón manchado de sangre. ¡Miradla mejor, a menos que vuestra soberbia y vuestro egoísmo os nublen la vista!

—¡Paz, hijos míos! —cortó Madame de Vendôme—. No es momento de peleas. François nos dirá dónde ha encontrado a esta niña...

El interpelado no tuvo tiempo de abrir la boca. Ya su hermana se había precipitado hacia él. Se arrodilló delante de la pequeña que su hermano había depositado en el suelo, y examinó la carita sucia y húmeda de lágrimas.

—¡Madre! —exclamó—. Alguna desgracia debe de haber ocurrido en La Ferrière. Esta niña es la más pequeña de los hijos de Madame de Valaines. Se llama Sylvie.

—¡Claro! —dijo François, al comprender—. Cuando le pregunté su nombre, sólo lo entendí a medias: vi... laine. No sabía qué hacer, ya que mi caballo, asustado por la tormenta, me había descabalgado...

—¡Y pensar que se tiene a sí mismo por un centauro! —comentó Mercoeur con una risita.

El muchacho iba a replicar en tono áspero cuando apareció Monsieur de Raguenel, que venía de cumplir algún encargo de la duquesa. Al ver a la niña, palideció y corrió hacia ella para tomarla entre sus brazos.

—¡Sylvie! ¡Dios mío!... Pero ¿cómo ha llegado aquí, y en este estado?

Parecía tan trastornado que Madame de Vendôme dejó que François contara de nuevo su historia.

—Entonces, la cogí en brazos y la traje aquí —concluyó.

—Y habéis hecho muy bien —aprobó su madre—. ¡Bien, vamos a lo más urgente! Madame de Bure —se volvió hacia la gobernanta de Elisabeth—, llevaos a esta pobre pequeña que parece haber sido víctima de una gran desgracia. Ocupaos de que la bañen, la alimenten y la acuesten. Cuando sepamos con certeza qué ha ocurrido, decidiremos qué hacer con ella.

La interpelada se acercó a Sylvie para tomarla de la mano, pero ella se aferró obstinadamente a la mano de François, decidida a no dejarlo: en el momento en que tenía aquella pesadilla tan horrible, Dios le había enviado un ángel, y ella quería conservarlo a su lado. De manera que soltó un aullido cuando intentaron separarla de él. Fue necesario que él prometiese ir a verla cuando estuviera acostada, para conseguir que callara.

—Muy bien —suspiró la duquesa—. ¡Monsieur de Raguenel!

El escudero no pareció escucharla. Tenía los ojos fijos en la puerta por la que acababa de desaparecer Sylvie. Pero contestó a la segunda llamada.

—¿Conocéis bien a los Valaines?

—Sí, señora duquesa. La baronesa me ha hecho el honor de considerarme su amigo desde la muerte de su esposo. Estoy muy preocupado.

—Lo imagino. Tomad una decena de hombres armados y marchad a La Ferrière. Volveréis a informarme tan pronto os sea posible. En cuanto a vos, François, iréis a cambiaros de ropa más tarde. Acaba de ocurrir una gran desgracia, y debéis ser informado de ella. —Sin más explicaciones, se dirigió de nuevo al obispo—: No puedo comprender cómo mi cuñado, el Gran Prior de Malta, ha podido dejarse engañar hasta el punto de ir a buscar a mi esposo a Bretaña para llevarlo a Blois. Y para empezar, ¿por qué a Blois?

—El rey quiere recuperar Bretaña, porque le inquieta la agitación que existe en la región. En cuanto al Gran Prior Alexandre, creyó de buena fe que Su Majestad únicamente deseaba informarse de la situación por boca del duque César.

—¡Qué duplicidad! ¿Quién habría creído al rey capaz de algo así? En verdad, este asunto huele al cardenal a una legua de distancia. Nos odia.

—El cardenal no está en Blois, sino en Limours. Y el rey no hizo otra cosa que jugar con las palabras. Cuando llegó Monsieur de Vendôme, exclamó: «Hermano mío, estaba impaciente por veros.» Y esa misma noche hizo que Monsieur du Hallier y Monsieur de Mauny los detuviesen a los dos. Todo se hizo a escondidas. Los prisioneros fueron llevados al castillo de Amboise navegando por el Loira. En cuanto a mí, he venido a avisaros con la horrible impresión de haber tenido toda la razón cuando aconsejé al duque César que no debía salir de su fortaleza de Blavet[4] salvo para cruzar el mar. Pero el Gran Prior insistió, ignorante sin duda de que el rey estaba ya enterado de determinados asuntos. Pensaba ingenuamente que nuestro monarca estaba finalmente dispuesto a escuchar a sus hermanos antes que a un ministro del que había desconfiado durante tanto tiempo.

—¿Y mi esposo lo creyó? ¿Y fue a meterse en la boca del lobo en lugar de obtener todo el beneficio posible de su posición en Bretaña y de su título de Gran Almirante?

—Es lo que traté de hacerle ver, pero no quiso escucharme. Como le ocurre al Gran Prior, creo que vuestro marido en el fondo es bastante ingenuo. Creía...

—¿Que el cardenal renunciaría a despojarle de su gobierno, que olvidaría la desconfianza que le inspiran los hijos de Gabrielle d'Estrées? ¡El cardenal jamás olvida nada! —exclamó con voz colérica—. Entiendo muy poco de política, amigo mío, pero hace meses que temía una catástrofe de esta naturaleza...

Y no en vano. Desde los comienzos del noveno año del reinado efectivo de Luis XIII, hervían las pasiones en torno a una pareja real de veinticinco años de edad[5] que no se llevaba demasiado bien. Las viejas brasas, aún calientes, de las guerras de religión se reavivaban cada día al soplo de una corte joven, ambiciosa, turbulenta, celosa de sus privilegios y de su propia influencia, pero sobre todo por la creciente influencia del hombre de hierro en quien ella adivinaba un domador decidido a amansarla. Ni la menor preocupación por el bien del reino podía atisbarse en todo ello. Sólo intereses particulares.

Unos meses antes se había anunciado el estallido de una tormenta con ocasión del matrimonio de Monsieur, el hermano del rey y hasta el momento su heredero porque, después de diez años de matrimonio, la pareja real seguía sin tener descendencia.

El soberano y la reina madre, María de Médicis, deseaban casar a aquel muchacho de diecisiete años, veleidoso, agitado, nervioso, vanidoso, carente de valentía y fácil de manejar, con su prima Mademoiselle de Montpensier, la soltera más rica de Francia. El cardenal, por supuesto, aprobaba el enlace, pero no ocurría lo mismo con los príncipes de sangre real —Condé, Conti, Soissons y naturalmente Vendôme— ni con el entorno de la joven reina Ana de Austria. Un entorno compuesto por muchachas bonitas y algo alocadas y jóvenes caballeros atolondrados, todos ellos bailando al son de la mejor amiga de la reina, la intrigante, excesiva y encantadora duquesa de Chevreuse. Ninguno de ellos deseaba a ningún precio que Gastón d'Anjou se casara con aquel gran partido que otros anhelaban. Se le reservaba otro destino.

Así pues, se formó una conspiración cuyo personaje clave era el preceptor del príncipe, el mariscal d'Ornano, coronel del regimiento de los Corsos, un personaje rudo, expeditivo y arrogante que empujaba a su alumno a rebelarse, e incluso llegó a proponerle huir de París y refugiarse en La Rochelle. ¡En pleno feudo protestante!

La respuesta real no se hizo esperar: el 26 de mayo de aquel año de 1626, el rey hizo arrestar a D'Ornano y sus dos hermanos y los encerró en la Bastilla, donde, por prudencia, hizo cambiar al alcaide para la ocasión.

Para los conjurados, aquel golpe de mano llevaba la firma de Richelieu y, lejos de calmarlos, los enfureció. Madame de Chevreuse, siempre activa, tramó de inmediato una nueva conspiración que tenía como objetivo, en esta ocasión, la eliminación física del cardenal y tal vez también del rey, cuya viuda podría entonces casarse con Monsieur, a quien la duquesa juzgaba el soberano ideal. Era en efecto una perfecta marioneta que podría manipularse sin esfuerzo...

Ana de Austria, todavía no repuesta del apasionado romance con el irresistible duque de Buckingham, no veía en ello el menor inconveniente: no amaba a su esposo y detestaba a Richelieu. Dio carta blanca a su querida Chevreuse. Por su parte, Gastón d'Anjou[6] —Monsieur— se involucró hasta el cuello en la conspiración, al frente de la cual Madame de Chevreuse colocó al joven príncipe de Chalais, que estaba loco por ella y llegó incluso a ofrecer a alguno de sus gentilhombres para asegurar el éxito. Pero Madame de Vendôme ignoraba estos recientes acontecimientos; sólo estaba informada de la detención del mariscal d'Ornano, suficiente motivo de inquietud para ella en cualquier caso.

—Sí —repitió—. Hace meses que temo lo que finalmente ha sucedido hoy. El Gran Prior y mi esposo se han comprometido con Monsieur y los príncipes de sangre al negarse a admitir que son príncipes legitimados y que se les pudiera tratar con menos miramientos que a los demás.

Rogó luego a los presentes que la dejaran conversar un momento en privado con el obispo de Nantes. Únicamente su primogénito fue autorizado a quedarse. François tendió la mano a su hermana para llevársela, no sin protestar:

—¿Por qué Mercoeur sí y nosotros no?

—Eres demasiado joven, François. Cuatro años más cuentan mucho, tu hermano es ya casi un hombre.

Elisabeth no dijo nada, pero su aire ofendido dejó ver claramente que pensaba lo mismo:

—¡Vamos, François! Iremos a ver cómo sigue tu hallazgo.

Cuando todo el mundo hubo salido, la duquesa extrajo un rosario de un bolsillo disimulado en su vestido de terciopelo gris y lo sostuvo con firmeza en las manos, como si se aferrara a él para no caer.

—Ahora que estamos solos, amigo mío, contadme algo más, porque os confieso que no entiendo cómo se ha llegado al extremo de arrestar a mi esposo y a su hermano por esa ridícula historia del matrimonio de Monsieur, en el que únicamente les tocaba el papel de espectadores.

El obispo le dirigió una mirada de amistad y simpatía. El valor y la fe de aquella mujer aún joven siempre le habían impresionado, y la compadecía por haberse desposado con un hombre cuyo orgullo y ambición le empujaban a arrojarse en medio de todos los avisperos.

—Hay hechos más graves, señora duquesa... que vos ignorabais. Por el contrario, el Gran Prior estaba situado en el primer plano.

Y contó cómo éste, en connivencia con Monsieur y la duquesa de Chevreuse, había preparado un atentado contra el cardenal aprovechando que el rey estaba en Fontainebleau y su ministro se había instalado en Fleury a la espera de que finalizaran las obras del palacio que se había hecho construir en la capital. El plan del Gran Prior era sencillo: Monsieur y algunos amigos, de caza por los alrededores, se presentarían ya de noche cerrada a pedir alojamiento y mesa a Richelieu, y lo matarían durante una disputa provocada adrede. Luego decidirían qué hacer con el rey, en función de cómo reaccionara a la noticia. Pero Monsieur, fiel a sí mismo, se declaró enfermo en el último momento; uno de los suyos, el joven príncipe de Chalais, hizo confidencias imprudentes y los demás conjurados fueron detenidos. A la mañana siguiente Monsieur, todavía acostado, tuvo la sorpresa de ver al cardenal irrumpir en su dormitorio para ofrecerle, todo sonrisas, su casa de Fleury, «que tanto parecía gustarle». Después de lo cual fue a ofrecer su dimisión al rey, que no sólo la rechazó, sino que le otorgó plenos poderes para concluir el asunto «con el mayor rigor».

—Sigo sin ver qué tiene que ver mi marido con toda esta historia —exclamó la duquesa—. Estaba ya en Bretaña cuando encarcelaron a D'Ornano...

—Así es, pero su hermano estaba gravemente implicado porque la idea había sido suya.

—¿Y no arrestó al Gran Prior?

—No. Richelieu quería librarse de un solo golpe de los dos hermanos. Citó al Gran Prior y con las palabras más amables le dio a entender que deseaba verle acceder al Almirantazgo, que había dejado vacante el señor de Montmorency, a cambio evidentemente de que el duque César renunciara a sus pretensiones al cargo. Nuestro querido Gran Prior se quedó deslumbrado. Por eso tuvo tanto empeño en conseguir que su hermano fuera a discutir a Blois con Su Majestad. Así es cómo ocurrió todo, señora.

—¡Es indigno! ¿Cómo pudo ser tan estúpido el Gran Prior Alexandre?

—¡La ambición, señora duquesa, la ambición!

—Y... ¿qué ha sido de Monsieur?

—Para asegurarse de no ser molestado, se ha apresurado a denunciar a todos los participantes en el complot, e incluso ha prometido casarse con Mademoiselle de Montpensier en cuanto el rey lo disponga.