Vendôme dejó escapar un sonoro suspiro y se encogió de hombros:

—Me pregunto si Raguenel no os ha hecho leer demasiadas novelas de caballerías. En nuestros días, es necesario matar para no ser muerto... Ahora bien, si preferís que Beaufort suba al cadalso para dejar allí su cabeza...

—¡No! ¡Oh, Dios mío, no! —Había gritado porque, con la velocidad de un relámpago, su imaginación le había mostrado la imagen espantosa que el duque evocaba.

—En ese caso, querida, habréis de elegir entre ese anciano precoz, roído ya por la enfermedad, y la persona que afirmáis amar; pero si detienen a Beaufort, tendréis que elegir muy deprisa.

Espantada ante aquel horrible dilema, todavía intentó discutir:

—¿Aún no lo han detenido?

—No, pero puede ocurrir de un momento a otro, y podéis estar segura de que os lo haré saber.

—No es seguro que el cardenal me llame. No lo ha hecho desde que se instaló en el castillo de Rueil.

—Eso no quiere decir nada. El Louvre está más cerca de su palacio que Saint-Germain de su residencia de verano, donde además cuenta con otras distracciones, pero volverá. Si apresan a mi hijo, sin duda lo encerrarán en la Bastilla y ese maldito clérigo rojo estará tan contento de tenerlo en su poder que querrá acercarse para disfrutar más directamente de sus tormentos.

—En ese caso, seguramente no me pedirá que vaya a cantarle. Tendrá, como vos decís, otras distracciones...

—¡Vamos! Querrá complacerse en vuestra angustia. Sois una preciosa muñeca: ¿no es una estupenda diversión hacer que sufra una muñeca?

—Lo estáis haciendo vos mismo sin daros cuenta, monseñor —repuso con amargura la muchacha—, y no me parece que eso os divierta. ¿Por qué monseñor François no huye, si teme a la gente del cardenal?

—Porque está loco y le gusta jugar al gato y al ratón, incluso cuando él mismo es el ratón. Pero además creo que ninguna fuerza en el mundo podría hacerle marchar de Francia, donde su corazón está ligado por tantos intereses. ¡Tomad esto! Y haced lo que os he ordenado, con plena conciencia de que, si Beaufort llega a poner la cabeza en el tajo del patíbulo, no viviréis lo bastante para llorarle: yo os estrangularé con mis propias manos.

—No os daré ese trabajo, monseñor —replicó Sylvie—. Si muere yo moriré también, sin necesidad de la ayuda de vuestras manos. Obedeceros es firmar mi condena de muerte. ¿Creéis que el rey me dejará vivir si mato a su ministro?

—Si sois lo bastante hábil, nadie sospechará de vos. ¿No habréis bebido antes que él? Al servir el vino en su copa, echáis también esto. Me han asegurado que se trata de un veneno rápido, parecido al aqua tofana tan querida por los venecianos... Y además —añadió con cinismo—, si os detienen tendréis al menos la satisfacción de saber que habéis salvado a la persona que amáis...

Sylvie no podía esperar más cosas de Vendôme. Tendió la mano.

—Dadme —dijo únicamente.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro sombrío de César:

—¡Vaya, valéis más de lo que pensaba! Naturalmente, esto deberá quedar entre nosotros.

De golpe, Sylvie dejó escapar toda la cólera que hervía en su interior desde hacía un rato.

—¡No me toméis por una boba, señor duque! ¿Qué creéis que voy a hacer? ¿Agitar esto en las narices de la primera persona que encuentre, para decirle que en vuestra obsesión por eliminar al cardenal no habéis encontrado mejor solución que hacer de mí una envenenadora? Si la señora duquesa lo supiese, moriría, y por nada del mundo querría causarle el menor disgusto.

—¡En tal caso, cuidad de que no tenga el de perder a su hijo!

—¡Lo pintáis demasiado fácil! En todo caso, me gustaría saber lo que contaréis a monseñor de Cospéan la próxima vez que os confeséis con él. Sin duda, nada relacionado con esto —añadió, al tiempo que agitaba el frasco—. En ese caso vuestra confesión será nula, e iréis derecho al infierno en caso de que os sorprenda la muerte antes de que hayáis podido haceros perdonar ese crimen. ¡Y os estará bien empleado!

Después de disparado ese último dardo, Sylvie guardó el frasco en un bolsillo de su vestido, recogió la capa que se había quitado al entrar, y, volviendo la espalda al duque sin dirigirle una sola palabra, levantó todo lo posible su naricita y salió de la sala con pasos rápidos, pero con la majestad de una reina.

Sin embargo, al llegar al pie de la escalera se detuvo para recuperar el aliento, como si hubiera llegado al término de una larga carrera. Su corazón se había desbocado, y tuvo miedo de desmayarse. Para tranquilizarse, fue a sentarse en el viejo cofre, y deseó súbitamente beberse el contenido del maldito frasco y acabar de una vez con una existencia que ya nada tenía que ofrecerle. François se había batido por una mujer que era su amante, pero amaba a otra que no era ni sería jamás Sylvie. Sin embargo, luego se le ocurrió que su muerte no ayudaría a François si se mataba ahora. Era cierto que él corría un terrible peligro, porque no podría esperar ninguna piedad ni del cardenal ni del rey. La reina sin duda intercedería en su favor, pero ¿qué peso tendrían las súplicas de una mujer odiada por el ministro y de la que el rey deseaba librarse?

Permaneció allí unos instantes, intentando poner en orden sus pensamientos. Y se le ocurrió una idea: si François era arrestado, ella haría lo que le había ordenado el duque, pero en lugar de verter el veneno en la copa del cardenal, lo haría en la botella y bebería al mismo tiempo que su víctima. Al menos todo habría terminado, y esa solución tenía la ventaja de que, en caso de ser arrestada, le evitaría el horror de una ejecución en la plaza pública... y posiblemente la tortura. Sí, sin duda era la mejor solución. Después se arreglaría con Dios como mejor pudiera.

Un poco más serena, volvió a guardar el frasco en su bolsillo, se envolvió en la capa y regresó al coche en el momento en que el lacayo acudía con su candelabro. pero sus ojos jóvenes se habían habituado ya a la oscuridad.

—¿Qué tal? —preguntó Jeannette.

—No me hagas preguntas, te lo ruego. Quizá más tarde te diré...

El portal volvió a abrirse, y traqueteando sobre los gruesos adoquines, el carruaje se dirigió de vuelta al Louvre.


Al día siguiente, Sylvie, mal repuesta de la penosa velada que se había prometido tan dulce, recibió la orden de prepararse para acompañar a la reina, que se retiraba uno o dos días al Val-de-Grâce. Tan sólo Mademoiselle de Hautefort, La Porte y ella misma servirían a Su Majestad. Vio en ello una prueba de confianza que la conmovió y que fue confirmada por Marie: la reina quería que la acompañara su «garita» y deseaba oírla cantar en la capilla.

El convento del faubourg Saint-Jacques era muy querido por Ana de Austria por varias razones, la primera de las cuales era que ella misma había ordenado su construcción dieciséis años antes. Tenía allí una residencia que daba a un jardín en el que le gustaba retirarse a reposar. Además, el convento de benedictinas estaba situado fuera de las murallas de París, en un camino campestre en el que los únicos edificios eran conventos, como convenía a la larga vía que seguía la de las estrellas y que desde hacía siglos era recorrida por los miles de peregrinos que iban a Santiago de Compostela a rezar ante la tumba del Apóstol; pero para la reina tenía un doble significado, porque ese camino ilustre era también el que llevaba a España. En ninguna parte como allí se sentía en su casa, y la abadesa, Louise de Milly, ahora madre de Saint-Étienne, era una amiga incondicional, en tanta mayor medida porque había nacido en el Franco Condado, una región sometida entonces al rey de España.

Fiel a sus costumbres policíacas, el cardenal había intentado encontrar una o dos espías entre las buenas monjitas, pero al parecer no lo consiguió, o bien, aisladas en una comunidad ardientemente devota de su bienhechora, nunca consiguieron transmitir informaciones valiosas.

En el Val, Ana de Austria llevaba durante el día una vida casi monacal. Participaba en los oficios uniendo su voz a la de las religiosas, con una piedad profunda, y tomaba sus comidas en comunidad. Su alojamiento, compuesto por un pequeño pabellón que se proyectaba sobre el jardín, no contenía más que dos estancias: un salón en la planta baja, abierto mediante una puerta-ventana, y en el primer piso una habitación que se prolongaba en una pequeña terraza. En cuanto a Hautefort y Sylvie, les habían sido asignadas dos celdas situadas detrás del pabellón, pero la segunda comprendió muy pronto que, en esa extraña casa monjil o por lo menos en la parte de la misma habitada por Ana, las noches no se dedicaban a dormir, sino que por el contrario se desplegaba una intensa actividad. Marie se dedicó a aleccionarla antes de que empezara a hacer preguntas:

—¿Recordáis que en Villeroy, camino de Fontainebleau, os pregunté si amabais a la reina?

—Y yo os respondí que le había jurado una devoción absoluta.

—Así lo hemos entendido ella y yo, y por esa razón os hemos traído. Aquí, nuestra buena ama tiene derecho a ser ella misma, al resguardo de los espías del cardenal. Puede recibir a quien quiera, preferentemente de noche, y sobre todo ponerse al día en la correspondencia que mantiene con su hermano el cardenal-infante, con Madame de Chevreuse, su amiga exiliada, y con varias personas más. Algo que en el Louvre es imposible.

—Sin embargo, es fácil entrar y salir a voluntad.

—Cuando se es doncella de honor y porque, en principio, eso no tiene consecuencias, pero hay ojos en todas partes, y todos están fijos en la reina.

—¿Y aquí? ¿Son ciegas las monjas?

—No ven más que lo que se les quiere mostrar... es decir, nada. Nuestra situación tiene la ventaja de que nos encontramos en el interior de la clausura del convento, y al mismo tiempo tenemos autonomía. Sólo está al corriente la madre de Saint-Étienne, y hace de forma que sus hijas ignoren lo que ocurre en el pabellón. Si no fuera así, sería imposible recibir mensajeros y enviarlos...

—¿Mensajeros?

—Sí. El portillo abierto en el muro del jardín y disimulado con hiedra permite todas las idas y venidas. ¡Ahora, al trabajo! Voy a enseñaros a cifrar un mensaje.

Sylvie cayó entonces de su nube, pero hubo de acabar por rendirse a la evidencia: la correspondencia de la reina con sus amigos del exterior no tenía nada de inocente, y los «asuntos de familia» que se trataban en las cartas a los hermanos de Ana de Austria, el rey de España y el cardenal-infante, constituían un delito de alta traición: se explicaba en ellas, en lenguaje cifrado, todo lo que Ana podía averiguar sobre los proyectos, incluidos los militares, del rey y de su ministro. Por añadidura, si era normal escribir a sus hermanos, no lo era tanto hacerlo con el antiguo embajador de España en Francia, el conde de Mirabel, expulsado por Richelieu del país e instalado en Bruselas, y no unido a ella por ningún lazo de parentesco. Finalmente, también figuraba Inglaterra, por la intermediación de un antiguo servidor del querido Buckingham, llamado Auger, secretario en la actualidad del embajador inglés.

El papel desempeñado por La Porte en esas actividades era primordial. A través de él se introducía todo el material —tintas simpáticas al limón y otras—, que naturalmente no guardaba en el Louvre, sino en una pequeña vivienda que ocupaba en el palacio de Chevreuse, Rue Saint-Thomas-du-Louvre, del que su hermano era guardián. Además era él quien hacía llegar a los diferentes intermediarios, gentilhombres ferozmente hostiles a Richelieu o clérigos a sueldo de la muy católica España, las cartas escritas de propia mano por la reina.

Sylvie hablaba y escribía el español. Le encargaron transcribir con ayuda de una plantilla algunos mensajes no demasiado comprometedores. Ella lo hizo, pero no sin sentir una inquietud que confió a Hautefort:

—¿No estamos corriendo grandes riesgos? Si los espías del cardenal supieran el menor detalle de lo que está ocurriendo aquí, podríamos encontrarnos en la Bastilla, y la propia reina...

—¿Tenéis miedo?

—¿Yo? ¿De qué, Dios mío? —repuso Sylvie con tristeza, al pensar en el frasquito de veneno que había conseguido esconder en su habitación del Louvre.

—A vuestra edad y con vuestro encanto, tenéis derecho a esperar de la vida otra cosa que los muros de una prisión.

—Lo mismo puedo deciros a vos.

La Aurora alzó su hermosa cabeza coronada por una masa de cabellos rubios, y esbozó una sonrisa llena de orgullo.

—Quizá, pero yo amó a la reina y estoy dispuesta a servirla incluso en un calabozo. Al que, por lo demás, ella nunca iría. El rey se contentaría con repudiarla, que es lo que está deseando.