—Pero ¿por qué actúa ella de esa manera? Es, perdonadme, algo indigno de una reina de Francia.
—¡No os equivoquéis, gatita! Lo que hacemos aquí no está dirigido contra el rey ni contra Francia. Si España consigue una gran victoria, el rey se verá obligado a despedir a Richelieu. Y las consecuencias serán más graves aún si conseguimos llevar la duda a su espíritu.
—¿La duda? ¿Esperáis hacer pasar por traidor a Richelieu?
—¿Por qué no? Madame de Chevreuse, que desde su provincia lleva a cabo un trabajo ingente, nos ha encontrado a un falsificador admirable, del que sólo falta asegurarnos de su lealtad. Y creedme, cuando caiga la sotana roja, el pueblo al que aplasta con impuestos bailará de alegría y ayudará a sus señores a reconstruir las fortalezas cuyas torres y murallas están siendo derribadas por orden del cardenal. El propio rey será más feliz cuando se deshaga de una férula que le resulta muy pesada, creedme. Podremos hacer regresar a la reina madre, que vive de la caridad del obispo de Colonia...
El alegato era bello, y Sylvie demasiado novicia en los enmarañados asuntos de la corte para sentir la necesidad de ver con más claridad en ellos, ocupada como estaba con sus propios tormentos. Después de todo, había jurado servir a la reina, y la serviría hasta el final.
La primera noche, como La Porte había sido enviado a reunirse con uno de los intermediarios y Hautefort trabajaba en una descodificación difícil, fue Sylvie la que quedó de guardia en la puerta del jardín, después de que le explicaran su mecanismo. Debía abrir al recibir determinada señal. La noche era templada y la joven guardiana no corría el riesgo de pasar frío. Incluso encontró algún placer en contemplar las estrellas al tiempo que respiraba las fragancias de los parterres en que rosas y peonías empezaban a abrirse, y la madreselva y el espino blanco a exhalar su delicado perfume. Un lugar ideal para soñar con el amor cuando se tienen quince años, pero el hombre embozado al que abrió ya cerca de la medianoche no poseía ninguna cualidad susceptible de alimentar ese ensueño: olía a sudor, a caballo y cuero recalentado. No por ello dejó Sylvie de acompañarlo al salón. Allí, él sostuvo con la reina una larga conversación en voz baja, y después fue confiado de nuevo a la compañía de la joven, que le hizo salir por el mismo lugar.
—Mañana por la noche tendréis que volver a montar la guardia —le dijo Marie—. Acaban de anunciarnos a alguien mucho más importante... No os molestará demasiado, espero.
—Con este tiempo es un placer, ¡y es tan hermoso el jardín!
Por toda respuesta, la joven dama acarició suavemente la mejilla de su compañera.
—Decididamente, os quiero mucho —dijo.
En efecto, al día siguiente, cuando acababan de sonar diez campanadas en la capilla de la abadía, cuya cúpula aparecía iluminada por la luna, un nuevo visitante anunció su llegada. Sylvie descubrió en el umbral una silueta masculina de buena estatura envuelta hasta los ojos en una capa negra, y con un sombrero sin plumas del mismo color calado hasta las cejas. Pero en lugar de entrar rápidamente, el hombre se quedó parado en la puerta. Ella se impacientó:
—¡Entrad, señor! ¡Os esperan!
Esta vez entró, y mientras ella volvía a cerrar, se desprendió de su capa.
—¡Dime que sueño, Sylvie! ¿Acaso no eres tú?
Ella ahogó un grito bajo la presión de su puño cerrado.
—¿Vos? ¡Oh, no es posible!
—Se diría que esta noche a los dos nos cuesta creer en la realidad de las cosas —susurró François —. ¿Qué diablo haces aquí? ¿Ahora te han convertido en portera?
Parecía muy enfadado, pero ella estaba demasiado asustada para advertirlo.
—Soy doncella de honor de la reina y hago lo que ella me ordena. Pero ése no es vuestro caso. ¡Vos, en París, cuando os están buscando por todas partes! ¿Acaso estáis loco?
Él le tomó el mentón entre dos dedos para alzarle el rostro. A la luz plateada de la luna, ella vio el brillo de sus dientes, descubiertos por una sonrisa.
—Di mejor que siempre hay en alguna parte alguien que me busca. En cuanto a lo de estar loco, sabes desde hace mucho tiempo a qué atenerte, mi gatita. Pero, caramba, ¿lloras?
—¡Marchad, os lo suplico! ¡Huid lo más lejos posible!
—Es lo que voy a hacer enseguida. Ahora déjate de tonterías, preciosa. ¿No dices que obedeces órdenes de la reina? ¡Pues yo también, con la diferencia de que no me limito a esperarlas! Me gusta adelantarme a sus deseos.
Una cortina levantada en ese momento en el interior del pabellón dejó al trasluz la silueta de Mademoiselle de Hautefort.
—Haremos bien en ir —dijo Beaufort—. Nunca hay que hacer esperar a las damas.
Y corrió hacia la luz como un hombre que conoce el camino. Sylvie sólo pudo recoger sus faldas y correr tras él. Llegó al salón cuando él saludaba ya a la dama de compañía:
—¿Habéis reclutado a la gatita? No es mala idea. Bajo su apariencia frágil, es una persona muy decidida...
—¡Y segura! Eso es lo importante. No disponemos de muchas alternativas entre las doncellas de honor. Además, habla y escribe el español tan bien como el conde-duque de Olivares, y mejor, en cualquier caso, que la reina de España...[22] ¡Venid! Se os aguarda con impaciencia.
Con un dolor súbito, Sylvie, todavía bajo el efecto de la emoción que había sentido al ver a François, vio que lo llevaba hacia la escalera que conducía a la alcoba de la reina, mientras que el visitante de la víspera había sido recibido en el salón. Se secó con rabia nuevas lágrimas, al pensar que el Val-de-Grâce no era sólo un centro de espionaje político, sino también el lugar de citas de una naturaleza más tierna. Una idea de la que se arrepintió enseguida: ¿una cita en presencia de Mademoiselle de Hautefort, poseedora de la lengua más afilada de toda la corte? Pero unos instantes después, Mademoiselle de Hautefort volvió a bajar:
—Ya habéis trabajado bastante por esta noche, querida —dijo sin mirar a Sylvie, que se había sentado cerca del fuego de la chimenea más para quemar ciertos papeles que por necesidad de calor—. Id a acostaros. Yo misma acompañaré al duque cuando salga.
La joven se levantó, pero no se movió de donde estaba y miró a su compañera, que acabó por volverse hacia ella.
—¿Y bien? ¿No habéis oído? Os he dicho que fuerais a dormir, Sylvie.
—¿Por qué? —preguntó ésta sin dar un paso.
Marie frunció el entrecejo:
—¿Qué significa «por qué»?
—Sois demasiado aguda para no haberlo comprendido, pero os lo aclararé: ¿por qué me habéis enviado a mí a abrir la puerta del jardín al visitante de esta noche?
—Ayer os desenvolvisteis muy bien.
—Ayer, vos estabais muy ocupada y La Porte estaba ausente. Esta noche, vos podíais encargaros de esa... tarea. Así pues, repito: ¿por qué yo?
Hubo un silencio. Luego Marie se acercó y colocó sus manos sobre los frágiles hombros de la muchacha, que temblaban visiblemente.
—Tal vez para poner a prueba vuestra abnegación, pequeña... ¿Os sentís mal? —preguntó con dulzura.
Medio sofocada por las lágrimas que retenía a duras penas, Sylvie sacudió la cabeza.
—Y en este momento me detestáis —prosiguió Marie—, pero hacedme la justicia de reconocer que os previne, diciéndoos que vuestro corazón estaría sujeto a tormentas muy fuertes, con el guapo François.
—¡No es eso solamente! ¡Temo por él! ¿No sabéis que arriesga su cabeza al venir aquí?
—La arriesgamos todos: vos, yo, La Porte e incluso la abadesa. Creía que lo habíais comprendido.
—Lo he comprendido y lo he aceptado... pero con él, es distinto. Corre el rumor de un duelo en el que ha matado a su adversario por los bellos ojos de Madame de Montbazon, y en lugar de huir se presenta aquí, ¡a las puertas del París, o del cardenal, que es decir lo mismo!
—¿Dónde habéis oído ese rumor?
Sylvie comprendió que, arrastrada por la angustia y el dolor, había hablado demasiado. Esbozó un gesto de impotencia.
—Un rumor, ya os digo. Creo que fue Jeannette, mi camarera, quien lo oyó en el hôtel de Vendôme.
—¡Me dejáis de una pieza! Me llegan muchas informaciones de diferentes amigos, y eso lo ignoraba... ¿Y por qué no me lo habéis contado antes?
—Pues bien, os lo cuento ahora. En cuanto a lo que pueda haber de verídico en ese chisme, no tenéis más que preguntárselo al señor de Beaufort, ahora que lo tenéis al alcance. Buenas noches. Voy a acostarme, ya que así me lo ordenáis.
—No os he ordenado nada en absoluto. Era un simple consejo. El tiempo corre más deprisa cuando se duerme, y mañana lo que ha ocurrido esta noche no será más que un mal sueño...
—¡Es fácil para vos decir eso! ¡Buenas noches!
Pero, una vez en su habitación, Sylvie no se acostó. Quería esperar la salida de François y hablarle a solas. Eso era imposible bajo la mirada de halcón de Marie. La solución era salir de la abadía y esperar a François en el exterior. Evidentemente, habría que buscar la forma de volver a entrar, pero no hacía tanto tiempo que Sylvie trepaba a los árboles del parque de Anet o de los bosques de Chenonceau: la hiedra del muro le ofrecería toda clase de apoyos. ¡Sólo faltaba llevar a la práctica su proyecto!
Empezó por quitarse las enaguas que hinchaban su sencillo vestido de tela marrón de Flandes, sin más adorno que un cuello y manguitos blancos; y como, al faltarle el relleno interno, la falda resultaba un poco larga y podía estorbar sus movimientos, la alzó lo suficiente para dejar libres los pies sujetándola en las caderas mediante un cinturón fuerte de cuero; luego se quitó los manguitos y el cuello, cuya blancura podía resultar demasiado visible, y finalmente se puso una capa corta con capuchón que disimularía bien su rostro, y unos guantes de cuero necesarios para agarrarse a las ramas de la hiedra: no era cuestión de aparecer al día siguiente con las manos despellejadas y las uñas rotas.
Así equipada, salió por la ventana de la habitación que daba al huerto y aterrizó sobre un sembrado de coles de las que se esforzó en no pisotear las cabezas redondas. Luego corrió a la puerta, la abrió, volvió a cerrarla y se encontró fuera de los muros, en una placita adornada por un calvario, en el otro lado de la cual se alzaba el noviciado de los Capuchinos. Sus ojos agudos inspeccionaron los alrededores: no había ningún caballo a la vista. François, prudente por una vez, debía de haber venido a pie. Pero ¿de dónde?
Lo único que podía hacer era esperar. La luna, aunque ya empezaba a declinar y jugaba al escondite con unas pequeñas nubes, aún brillaba demasiado. De modo que, para evitar ser vista, Sylvie se acurrucó entre la espesa hiedra que cubría el muro de la abadía.
La espera al fresco creciente de la noche le pareció interminable; acababan de sonar las dos en la capilla cuando finalmente reapareció François. No estaba solo: lo acompañaba La Porte, armado hasta los dientes. Los dos hombres ascendieron juntos el faubourg en dirección a la puerta Saint-Jacques. Furiosa pero decidida a continuar hasta el final, Sylvie les siguió rogando a Dios que Beaufort no hubiera dejado su montura demasiado lejos. Mientras, llegados a la vista de las murallas más o menos ruinosas de París, los dos hombres siguieron su camino a lo largo de los fosos, en dirección sur. Sylvie apretó los dientes y continuó su persecución, preguntándose adonde la llevarían así, pero era tenaz y habría aceptado dar la vuelta a París con tal de intercambiar unas palabras con el hombre al que amaba, que tenía su vida entre sus manos y que jugaba con ella de un modo tan loco...
La caminata tenía algo de irreal. Encerrada detrás de sus torres redondas o puntiagudas y de sus almenas, París vivía su inquietante vida nocturna, iluminada por los rayos cada vez más oblicuos de la luna. Sólo rompían el silencio los gritos de los centinelas desde los muros, el eco de una canción tabernaria en un cuerpo de guardia, los maullidos de los gatos en celo, el ladrido de un perro inquieto. Y Sylvie andaba y andaba...
Finalmente llegaron al Sena, cuya ancha cinta brillaba con un resplandor sordo de mercurio, y Sylvie comprendió por qué no habían encontrado ningún caballo atado a un árbol o sujeto a una anilla cuando los dos hombres descendieron hasta la orilla y se separaron: había allí una barca a la que François saltó con un gesto de adiós. Desesperada por no poderle hablar, ella abrió la boca para gritar, llamarle, pedirle que esperara y —¿por qué no?— la llevara con él, pero ya era demasiado tarde: impulsado por las largas pértigas de dos bateleros, el esquife se alejaba rápidamente a favor de la corriente... Agotada, Sylvie se dejó caer de rodillas, escondió el rostro entre las manos y se puso a llorar. Ni siquiera se dio cuenta de que La Porte, al emprender el camino de vuelta, pasaba a tres toesas[23] de ella sin verla.
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