Cuando volvió a la realidad y miró alrededor, estaba sola en un rincón oscuro flanqueado a un lado por la puerta de Nesle y la silueta siniestra de la antigua torre del mismo nombre, y al otro por los jardines y el magnífico palacio de la reina Margarita. Abandonado después de la muerte de ésta, el lugar se había convertido en refugio de una fauna variopinta.
Sylvie se puso en pie trabajosamente y pensó con desánimo que sería preciso rehacer todo el camino que había recorrido, y confiar en encontrar sin dificultad el faubourg Saint-Jacques. Pero llegó en ese momento a sus oídos un grito espantoso, el de una persona a la que degüellan, seguido de un jadeo y un ruido de pasos precipitados. Alguien se le vino encima con brusquedad y cayó con ella al suelo; sin embargo, se levantó de inmediato, jurando abominablemente, y al desaparecer en las tinieblas dejó tras de sí un extraño olor a polvo y cera caliente.
Esta vez Sylvie, casi sin fuerzas, tardó un poco más en levantarse. Acababa de ponerse de nuevo en pie cuando dos hombres salieron de entre las espesas sombras de la torre. También ellos corrían, y a punto estuvieron de volver a derribarla, pero la vieron a tiempo:
—¡Hay alguien! Una mujer, creo.
—Decid mejor una ramera. A estas horas, las mujeres honestas están acostadas. ¿Has visto huir a un hombre, muchacha?
—Quitad la pantalla a vuestra linterna, amigo mío. Al menos veremos qué cara tiene.
Una luz amarillenta la deslumbró, pero para entonces ya sabía quién era el que había hablado. Sólo que la sorpresa había sido tan grande que la dejó momentáneamente sin habla.
—¿Tú, Sylvie? —exclamó Perceval de Raguenel en el colmo de la estupefacción—. Pero ¿qué haces aquí y a semejante hora?
8
Las ideas de Mademoiselle de Hautefort
El compañero de Perceval se acercó y Sylvie reconoció en él al hombre de la Gazette, aquel Théophraste Renaudot al que había conocido en casa de su padrino. Su presencia le pareció más bien embarazosa y optó, según una técnica muy femenina que dominaba ya a la perfección, por responder con otra pregunta:
—Pero ¿y vos? ¿Qué hacéis tan lejos de vuestra casa?
—Perseguimos a un criminal. La mala suerte ha querido que llegáramos justamente cuando acababa de cometer su crimen, y además se nos ha escapado...
—De haberlo sabido, me habría aferrado a su ropa: me ha tirado al suelo de un empujón, como habéis estado a punto de hacer vos.
—¿Has visto su cara?
—¿Y cómo, en esta oscuridad en la que no es posible distinguir ni siquiera a una persona? Sólo he captado su olor. ¡Puah, era espantoso! Suciedad, sudor y también cera caliente, cosa que no acabo de entender.
—Te lo explicaré más tarde. Lo que quiero saber es por qué estás aquí. ¿Quién te ha traído?
—Nadie. Seguía a alguien, eso es todo.
—¿Desde el Louvre? —dijo Perceval señalando la orilla de enfrente—. ¿Cruzando el Sena?
—No vengo del Louvre, pero no os diré nada más. Por lo menos, no ahora —se corrigió.
Su mirada estaba fija en Renaudot, y Raguenel comprendió lo que quería decir: su amigo era, de forma pública y notoria, adicto al rey y al cardenal, de quienes se decía que incluso escribían en su publicación. Por más que fuera el mejor hombre del mundo —¡y Perceval estaba seguro de ello!—, amaba demasiado su oficio y la investigación de informaciones curiosas para no interesarse en lo que podía estar haciendo, a las tres de la madrugada, una doncella de honor de la reina a orillas del Sena, en un lugar donde no se encontraba más que a marinos y a algunas muchachas dedicadas tanto a su servicio como al de una fauna menos respetable.
—¿Cómo has venido?
—A pie y estoy muy cansada, de modo que me gustaría volver. ¿Y vos?
—En barca desde la isla de la Cité. Mi amigo Théophraste tiene una siempre dispuesta para sus expediciones. Te llevaremos con nosotros.
—Gracias, padrino, pero no me viene bien. Idos sin mí, yo volveré sola...
Muy a su pesar, Renaudot comprendió que aquella extraña personita no estaba dispuesta a decir de dónde venía y que Raguenel no permitiría que se marchara sola. Sobre todo, comprendió que él mismo estaba de más.
—Lo mejor es que os deje, amigo mío.
—Iba a rogároslo.
—Si me necesitáis, sabéis dónde encontrarme. Por lo demás, me asombraría que nuestro hombre vuelva a actuar esta noche, aunque haya echado a perder hasta cierto punto su obra: el sello es ilegible...
Unos instantes más tarde, se perdía entre las densas sombras de la torre de Nesle y volvía a embarcar en el esquife que había amarrado río arriba. Sylvie y su padrino quedaron solos.
—¿Me contarás ahora de dónde vienes? —murmuró él—. Será mejor que lo sepas enseguida, Sylvie, no te dejaré sola hasta que estés en lugar seguro.
—Vengo del Val-de-Grâce, y si os parece bien, regreso allí.
—¿Tan lejos? ¿Cómo has hecho todo este camino?
—Es fácil: se pone un pie delante del otro, y así sucesivamente.
—¡No digas locuras! Debes de estar muerta de cansancio.
—Sí, bastante. Sin embargo, tengo que volver... por más que no tengo ningunas ganas.
Exhausta, se dejó caer al suelo y se puso a llorar con los grandes sollozos de una niña pequeña... o de una mujer, cuando sus nervios, tensos hasta el extremo, acaban por ceder. Perceval se arrodilló a su lado:
—Sólo una pregunta, pequeña. ¿A quién has seguido hasta aquí? Sabes que a mí puedes contármelo todo.
La respuesta pareció llegar de las profundidades de la tierra.
—A François... y La Porte, que le ha acompañado hasta una barca. Se ha marchado por el río. Esperaba poder hablarle... pero no ha sido posible porque estaba La Porte.
—Espérame aquí.
Perceval había visto, a la entrada de la recién abierta Rue de Seine, la enseña de una casa de alquiler de caballos. Se empeñó en despertar al amo, cosa nada fácil porque el buen hombre tenía el sueño pesado, pero finalmente, después de algunas palabras y del paso de varias monedas de su bolsa a la mano del chalán, consiguió un caballo por un precio razonable, tomó en sus brazos a una Sylvie todavía desconsolada para subirla a la grupa, y marchó al trote corto. Sylvie, con los brazos alrededor de la cintura de su padrino y la cabeza apoyada en su espalda, lloró a todo lo largo del camino. Perceval no le hizo más preguntas. En primer lugar, porque era difícil charlar a lomos de un caballo al trote, y en segundo lugar, porque reflexionaba.
Eran las cuatro cuando llegaron a la vista del Val, y en los alrededores los gallos de todos los conventos hacían coro al del cura de Saint-Jacques-du-Haut-Pas. Sylvie, entonces, secó sus lágrimas y explicó de qué manera se proponía entrar.
—¿Ahora una escalada? —gruñó Raguenel—. ¡Decididamente, no tienes miedo de nada! Te ayudaré a trepar por el muro, pero escúchame bien. Cuando vuelvas al Louvre, pedirás un permiso de unos días para cuidar de tu viejo padrino, que necesita tu guitarra para aliviar una crisis de gota, y vendrás a mi casa. Con Jeannette, por supuesto. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos...
Ella asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza, y luego se alzó sobre la punta de los pies para besar a Perceval.
—No sé qué habría hecho sin vos, padrino. ¡Me sentía tan desgraciada! ¡Quizá me habría tirado al río!
Por la firmeza con que la sujetó por los hombros, Sylvie comprendió que él tenía miedo:
—¡Te prohíbo incluso el pensamiento de semejante abominación! Nadie, entiéndelo bien, nadie vale tanto como para morir por él...
Poco después, Sylvie estaba de nuevo en su habitación y se desvestía a toda prisa para acostarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su vestido estaba manchado de sangre.
A la mañana siguiente, su cansancio era tal que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Sin embargo, nadie se dio cuenta, y tampoco de algunos errores que cometió en el servicio. Marie no paraba de hablar en susurros con la reina, y las dos parecían en un estado de excitación permanente. Ana de Austria, que desde hacía mucho tiempo no aparecía de tan buen humor, resplandecía. Sus mejillas estaban arreboladas y sus ojos verdes brillaban. Tenía hasta tal punto el aspecto de una mujer feliz que Sylvie se preguntó sobre los sentimientos que le inspiraba. Hasta la noche anterior la amaba y la compadecía, pero esa mañana quizás empezaba a detestarla por diversas razones: en tanto que reina, traicionaba al país cuyo trono ocupaba, y en tanto que mujer, le arrebataba el ser al que más amaba ella en el mundo...
Sin embargo, el buen humor de Ana de Austria no resistió a su regreso al Louvre. Aquella tarde, el rey entró en sus aposentos con paso de triunfador, mientras agitaba negligentemente un papel entre sus largos dedos.
—¡Grandes nuevas, señora! —exclamó—. ¡Me dan noticia de la victoria de nuestras tropas en el Cateau-Cambrésis! Las de vuestro hermano han sido expulsadas para siempre, así lo espero, y en cuanto a Landrecies, su caída es cuestión de días.
Las damas presentes aplaudieron, pero la reina palideció y no pudo responder nada.
—¿Y bien? —insistió Luis XIII—. ¿Eso es todo lo que tenéis que decir?
—Vos estáis contento, Sire, y eso basta para que yo lo esté también. También vuestra salud va mejor, por lo que veo.
En efecto, después de la marcha de Louise de La Fayette, el rey había permanecido unos días en Versalles, agobiado bajo el peso de un dolor tan cruel que le había provocado un acceso de fiebre. Su rostro mostraba aún las huellas.
—No os preocupéis por mi salud, señora —sonrió, agitando el mensaje en las narices de su esposa—. Esto me ha curado. Ya lo veis, nada como una victoria sobre España para devolverme las fuerzas; y el comprobar que compartís mi alegría me hace aún más feliz. Lo celebraremos los próximos días, en... ¡eso es, en el castillo de Madrid![24] Me parece de lo más apropiado.
Dicho lo cual, se volvió, prendió fuego al papel en un candelabro y lo arrojó a la chimenea. Después, tomó de la mano a Mademoiselle de Hautefort y la condujo hasta el vano de una ventana, como hacía antes con su querida Louise.
Al día siguiente, todo París comentaba la vuelta de la Aurora al favor real, y Sylvie obtenía un permiso de unos días para cuidar de su padrino.
—¿Creéis que es el mejor momento para abandonar vuestro puesto? —la riñó Marie, que, apoyada en una cómoda de la habitación de Sylvie, observaba sus preparativos de marcha.
—No abandono mi puesto, voy a ayudar a una persona a la que quiero mucho.
—¡Vamos! ¡A mí no me engañáis, pequeña! Yo diría más bien que sois vos quien necesita reponerse. Los dolores del padrino han aparecido muy oportunamente después de nuestra estancia en el Val-de-Grâce, de la que imagino que no guardáis el mejor recuerdo. ¿Me equivoco?
Apartándose de la cómoda, Marie asió a su amiga por los hombros y la hizo volver.
—¡Miradme, Sylvie! Cuando intentáis mentir, se lee en vuestro rostro como en un libro. Tengo razón, ¿no es así?
—Sí... ¡Oh, Marie, intentad comprenderme! Viví una noche horrible. Ya sé, vais a repetirme que estaba prevenida y que había arriesgado demasiado al entregar mi corazón...
—No, no es eso lo que iba a deciros. Lo que habéis sufrido vos, yo también lo conozco: sé lo que cuesta abrir a quien se ama una puerta que no es la propia.
Los ojos de Sylvie, repentinamente secos, se abrieron desmesuradamente.
—¿He oído bien? ¿Me estáis diciendo que... que le amáis, también vos?
—¡Claro que sí! Os estoy diciendo exactamente eso, y no soy la única. Quiero añadir que él nunca sabrá nada, y que si llegara a saberlo le dejaría indiferente: no tiene ojos más que para la reina, y nosotras somos para él simplemente unas amigas encantadoras que acuden a favorecer sus amores.
—¡Es insensato! ¿Por qué hacéis eso?
—Sería demasiado largo explicároslo. Solamente puedo deciros esto: al no tener mi amor ningún futuro, lo someto al que profeso a mi soberana. No quiero que una infanta de España y una reina de Francia sea expulsada, repudiada por consejo de Richelieu, que la odia tanto más porque nunca ha conseguido que ella lo amara.
—Más parece que estáis procurando lo contrario. ¿Qué creéis que ocurrirá si llega a saberse a quién recibe la reina en su alcoba, en secreto?
—Pero no se sabrá. Sólo estamos en el secreto tres personas: vos, yo y La Porte. Éste es más fiel que un perro, y en cuanto a nosotras, amamos demasiado al señor de Beaufort para querer otra cosa que su bien. Y su bien forma parte del plan que se me ha ocurrido.
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