—¿Un plan? ¿Por qué?

—Porque gusta a la reina, y es el único nieto de Enrique IV al que mira con ojos de mujer enamorada. ¿Partís a pesar de todo?

—Sí. ¡Concededme estos días! Soy menos fuerte que vos y necesito reponerme. Por lo demás, me parece que podéis bastaros sola para defender a nuestra ama, ya que habéis recuperado toda vuestra influencia en el ánimo del rey.

Hautefort se encogió de hombros:

—¡Toda mi influencia es mucho decir! Digamos que ha sido una suerte, pero que no conviene hacerse demasiadas ilusiones respecto de lo que pueda durar. El cardenal deseaba que el rey dirigiera sus atenciones a Mademoiselle de Chémerault para reemplazar a La Fayette, pero sucede que ella no le gusta. El rey contestó que su cara no le resulta simpática, y que a fin de cuentas prefería «reconciliarse» conmigo. Pero este retorno podría no ser muy sólido.

—¿No depende sobre todo de vos? Antes os causaba placer, me dijisteis, maltratar a vuestro enamorado, y de ahí que prefiriera a Mademoiselle de La Fayette. ¡Sed. más dulce con él!

Marie se echó a reír.

—¡Vaya con la predicadora! Hay que tomarme como soy, gatita, o bien dejarme. Además, si cambiara, el rey lo encontraría extraño. Está acostumbrado a mis maneras.


Sylvie no insistió, pero al alejarse una hora más tarde, en compañía de una Jeannette encantada, experimentó un sentimiento de alivio y liberación. Le resultaba asfixiante el ambiente del viejo Louvre, atiborrado de intrigas, donde continuamente se entrecruzaban odios, amores e intereses de toda índole. En casa de Perceval esperaba recuperar un poco de la alegre despreocupación de la infancia. Un poco tan sólo, porque había tenido buen cuidado de llevarse consigo él frasco de veneno, cuyo contacto le bastaba para echar a perder su alegría, pero que le era imposible abandonar. Por su parte, Jeannette estaba por lo menos tan contenta como ella, porque el contacto diario con la servidumbre del palacio y sobre todo con las camareras de las doncellas de honor, no era precisamente una fuente de felicidad.

La habitación tapizada de brocatel amarillo a la que Nicole Hardouin condujo a Sylvie a su llegada a la Rue des Tournelles gustó a la joven a primera vista: daba al jardín y nunca había sido ocupada desde que Raguenel había comprado la casa. Entonces la había hecho pintar y tapizar de nuevo, con la esperanza de que tal vez un día su hija adoptiva vendría a habitarla. El cuidado puesto en los más pequeños detalles, como el espejo de Venecia y los objetos de tocador, de plata, conmovió a Sylvie: era la prueba de un cariño auténtico, y dio por ello las gracias a su padrino cuando, después de la cena, se sentaron a solas en el gabinete de Perceval. Pero él rechazó su agradecimiento.

—Es a mí mismo a quien he querido complacer. Me sentía feliz imaginando que un día vendrías a tomar posesión de esa habitación. Por tanto, hice lo que pude para convencerte de que aquí estarías en tu casa.

—Lo habéis conseguido. ¡Me siento tan bien! —suspiró ella, mientras acariciaba el brazo del sillón en que estaba sentada.

—¿Mejor que en el Louvre?

—¡Oh, el Louvre...! —Hizo un gesto evasivo que lo expresó todo.

—No eres feliz allí, tal como yo temía. No estuve de acuerdo en que te nombraran doncella de honor tan joven, pero ¿qué podía hacer para impedirlo? La reina te solicitaba, y al duque César le convenía por no sé qué oscura razón...

—No tiene hada de oscuro: quería librarse de mí.

—Es posible, pero tuve también la impresión de que tú misma deseabas alcanzar esa posición.

—Nada más cierto. Me pregunto ahora si tenía razón o estaba equivocada. ¡Todo es tan complicado y tan difícil a mi alrededor que acabo por no saber ya quién intriga con quién y por qué!

—¿Así están las cosas? ¿Y la reina?

Sylvie estuvo a punto de decir que la reina intrigaba más todavía que el resto, pero se contentó con suspirar.

—¡Oh! La reina es muy buena, y tengo la suerte de contar con una amiga en su dama de compañía.

—¿Mademoiselle de Hautefort?

—Sí. Con todo, adora a la reina y su amistad, supongo, depende exclusivamente de la calidad de mi lealtad a nuestra ama.

—Si no te comportas bien, podría convertirse en una enemiga. Y una enemiga temible, puedes estar segura. Pero no tienes nada que temer: amas a Su Majestad.

—Sí... sí, claro.

La ligera reticencia no escapó a Perceval, que, sin embargo, no insistió en el tema. Se inclinó para tomar la mano de su «hija» y la conservó unos instantes entre las suyas, lo que le permitió comprobar que temblaba.

—Explícame ahora cómo llegaste, la otra noche, al lugar en que te encontré. Si, como me dijiste entonces, seguías a François desde la abadía del Val-de-Grâce, eso quiere decir que aparentemente él estaba allí, como diría el buen maestro Pero Grullo. Y en tal caso, si querías hablar con él, ¿por qué hacer todo ese camino escondida? Supongo que os habíais visto en el Val.

—Sí, al llegar. Pero cuando se marchó, se suponía que yo estaba ya en la cama.

—¿Tanto tiempo se quedó?

De golpe, Sylvie enrojeció. Le pareció oír a Marie afirmar: «Sólo estamos en el secreto tres personas: vos, yo y La Porte.» Por culpa de su loca ocurrencia de la otra noche y de las pocas palabras pronunciadas para explicarla, también Raguenel había entrado en el secreto... ¿Era grave? La mirada que dirigió a su padrino estaba tan cargada de ansiedad que él se conmovió, al comprender que acababa de tocar un punto muy sensible.

—Ven aquí —dijo, y la atrajo hacia él—. Ven a mi lado para que sientas mejor cuánto te quiero y deseo ayudarte. Sólo tienes quince años, y nadie a quien pedir consejo sino a mí, a mí que preferiría morir a traicionarte o hacerte daño...

Sylvie rompió en sollozos y, dejándose caer al suelo, apoyó la cabeza en las rodillas de Perceval. Sabía que podía confiarle todo, que sería más discreto que un confesor y que el peso que llevaba sobre sus hombros era demasiado para un corazón de quince años. Entonces, en voz baja, como si temiera que las mismas paredes pudieran oírla, se liberó de su carga: la correspondencia secreta con el enemigo, las visitas nocturnas y, sobre todo, la visita interminable de Beaufort.

—¡Si le hubieseis visto andar por las calles cuando se marchó! Por más que ocultara el rostro, parecía haberse convertido en el rey del mundo.

—Es algo parecido. ¿Y la reina, qué aspecto tenía por la mañana?

—¡Oh, radiante! Nunca me ha parecido tan feliz. Se diría que acababa de recibir noticias maravillosas. Es cierto que ignoraba el éxito de nuestras armas ante los españoles, un éxito que el rey le anunció ayer sin la menor consideración. Luego tomó la mano de Mademoiselle de Hautefort para hablarle en privado... Pero volviendo a Beaufort, ¿qué pensáis?

—Que se ha convertido en amante de la reina —gruñó Perceval, rotundo—. ¡Y eso constituye una verdadera locura!

Era exactamente lo que imaginaba Sylvie, pero a pesar de ello hizo una última tentativa, muy femenina, para salvar sus ilusiones naufragadas.

—¡Pero ella tiene quince años más que él!

—Eso no cuenta, Sylvie. Es muy bella, es la reina y tú sabías ya que él la amaba. Ahora sabemos que también ella le ama. Falta saber hasta qué punto.

—¿Qué queréis decir?

—Que los riesgos que corren son enormes. ¿Qué sucederá si Richelieu, siempre al acecho, descubre que ella engaña al rey?

—Un escándalo, supongo, y la repudiación por adulterio.

—Sin duda, y ella es lo bastante inteligente para calcular los riesgos que afronta. Sin embargo, los afronta en un momento en que su situación no es ciertamente brillante. ¡Eso es lo más asombroso!

—Sobre todo porque Mademoiselle de Hautefort pretende que todo forma parte de un plan ideado por ella a despecho del amor que siente también por François.

—¿Un plan?

—Es la palabra que empleó. Añadió que François es el único nieto de Enrique IV al que la reina mira con amor... Os confieso que no entiendo nada y que me siento muy, muy feliz aquí, junto a vos ¡y lejos de todas esas intrigas que me desbordan!

Perceval se contentó con acariciar la cabeza sedosa colocada sobre sus rodillas. Reflexionaba con tanta intensidad que Sylvie, sorprendida por ese silencio súbito, le creyó dormido. No era así, tenía los ojos abiertos de par en par, pero fijos en un punto indeterminado, e incluso tomó su pipa de un pote de porcelana colocado sobre una mesita y la encendió. Ella no se atrevió a interrumpir su meditación. Finalmente, él preguntó:

—¿Y Mademoiselle de Hautefort, que tiene un plan, ha vuelto al favor del rey? Dime, Sylvie, ¿se reúne Luis XIII a menudo con la reina, por las noches?

Ella sacudió la cabeza.

—Nunca desde que entré a formar parte de las doncellas de honor.

Silencio, de nuevo. Perceval exhalaba bocanada tras bocanada con aplicación, y la habitación fue llenándose de un humo que hizo toser a Sylvie. Aquello le hizo volver a la realidad.

—¡Insensato! —dijo por fin—. Insensato o genial. Si se trata de lo que pienso, el plan de tu amiga es la tirada de dados más peligrosa que nunca haya visto intentar. Se juega su cabeza, la de Beaufort, quizá también la tuya, e incluso la de la reina.

—¿Cómo puede ser?

—¡Oh, muy sencillo! Espera que tu François le hará un niño a su real amante.

—¿Qué? ¡El rey se volvería loco de rabia!

—Pero ella ha recuperado su influencia sobre él y cuenta con ella para convencer a un hombre que tiene tanta más necesidad de un heredero por cuanto su salud se debilita, y que si falleciera ahora, dejaría a Monsieur, el incapaz Monsieur, como heredero de la corona de Francia. Si Beaufort deja preñada a la reina, la sangre del niño será, a pesar de todo, la de san Luis y Enrique IV.

—¿Olvidáis al cardenal? Su influencia es mucho mayor que la de Marie.

—Pero no llegó a igualar la de Mademoiselle de La Fayette. Añade a eso que, si muere el rey, él también está perdido. Antes incluso de la coronación en Saint-Denis, será destituido... ¡o algo peor! ¡Acumula tantos odios en su contra! Me pregunto incluso si ese golpe audaz de la dama de compañía no contará de alguna forma con su visto bueno...

—¡Dulce Jesús! —suspiró Sylvie, y volvió a ocupar su lugar en el sillón—. ¿Os dais cuenta de lo que acabáis de decirme, padrino? ¿Qué será de François si tenéis razón?

Raguenel mostró la palma de las manos en un gesto de ignorancia.

—Pienso que tendrá necesidad de la protección divina y que lo mejor que podría hacer es huir a Inglaterra o a los Países Bajos en el más breve plazo. ¡Vamos, Sylvie, no pongas esa cara de tragedia! No son más que suposiciones.

—Pero que suenan como verdades. François debería cruzar el canal de la Mancha o una frontera enseguida. Su presencia en París es simplemente una locura, después de ese duelo en el que ha matado a su adversario.

—¿Un duelo? ¿De dónde has sacado eso?

Esta vez, obligada por su juramento, Sylvie no podía revelar su fuente. Hizo un gesto evasivo y apartó la mirada para que su padrino no pudiera leer la mentira en sus ojos.

—De las doncellas de honor. Hablaban del tema, el otro día. Con medias palabras, desde luego, porque François es muy querido entre ellas. Al parecer tuvo en Chenonceau una discusión a propósito de Madame de Montbazon, con un gentilhombre de la región. El cardenal no ha sido informado de nada, porque de otro modo François ya estaría en la Bastilla, pero es insensato presentarse en París, aunque sea en secreto.

Raguenel adelantó el labio en una mueca de duda.

—¡Me dejas asombrado! Un suceso como ése no puede guardarse mucho tiempo en secreto. Mi amigo Renaudot, que mantiene una correspondencia muy amplia con las provincias, habría tenido alguna noticia y, como conoce los lazos que me unen a los Vendôme, me lo habría dicho.

—Sobre todo, se lo habría dicho al cardenal.

—No lo creo. No oculta su opinión de que Su Eminencia tiene en ocasiones la mano demasiado pesada. Pero voy a intentar informarme. Mientras tanto, mi pequeña, destierra esas historias de tu bonita cabeza y aprovecha las vacaciones. Mañana, para empezar, saldremos a dar un paseo...


Para quienes vivían en el Marais, e incluso más lejos, dar un paseo significaba un único destino: la Place Royale, lugar de todas las delicias y centro de la vida elegante.

Construida por Enrique IV en el espacio ocupado por un antiguo mercado de caballos, esta magnífica plaza ofrecía un conjunto arquitectónico plenamente conseguido. El color rosado del ladrillo se aliaba con gracia al blanco de la piedra de los sillares y al gris azulado de la pizarra que cubría las altas techumbres de una serie de pabellones aristocráticos, unidos entre ellos por una agradable galería cubierta, una especie de claustro por el que paseaba toda la alta sociedad parisina cuando el tiempo no permitía el acceso a los hermosos senderos flanqueados por olmos cuidadosamente recortados. En el centro, unos armoniosos setos de boj encerraban los arriates floridos, que recordaban las villas del campo romano o florentino.