—¡Seréis siempre bienvenido! ¿No es así, Sylvie?
—Siempre.
Por la noche, cuando terminaban de cenar, Perceval, que no había hecho hasta ese momento ningún comentario, volvió a plantear el tema:
—Así pues, Sylvie, ¿qué piensas de nuestro joven marqués?
—¿Qué queréis que piense? —sonrió la joven mientras recubría un fresón con azúcar en polvo—. Todo lo mejor, naturalmente.
—Yo también. Mira..., cuando llegue el momento de casarte, me gustaría que pensaras en él. Cualquier mujer se sentiría orgullosa de uncirlo a su carreta, como dicen los graciosos de la corte. Y él te adora.
Sylvie plantó los codos sobre la mesa, apoyó el mentón entre los dedos enlazados y dirigió a su padrino una mirada maliciosa.
—¡Me preguntaba cuánto tiempo tardaríais en hablarme de él! Estáis dándole vueltas al magín, ¿no es cierto? Pero quizá vais demasiado aprisa. No es costumbre que una joven solicite a un marido, y de momento no tengo noticia de que él os haya pedido mi mano. Ni siquiera de que piense hacerlo. Pertenezco a la pequeña nobleza y eso puede parecerle poco a un futuro duque..., aparte de que apenas poseo dote.
—Me extrañaría mucho que sea un hombre que se preocupe de esos detalles...
La entrada súbita de Jeannette acompañada por Corentin le interrumpió. La criada se excusó por aparecer de ese modo sin haber sido llamada, pero ella y su compañero tenían que comunicarles una cosa, y en efecto los dos parecían muy excitados.
—El hombre que nos sigue cada vez que salimos a pasear por París —dijo Jeannette—, pues bien, acabo de verlo: ¡es el lacayo que ha ayudado a vuestro amigo a subir al coche!
—¿Estás segura? —preguntó Sylvie.
—¡Oh! ¡Ya lo creo! Vos misma habríais podido reconocerle, sabíamos que parecía un lacayo de casa grande, pero no sabíamos de cuál. Ahora ya lo sabemos...
—Pero ¿por qué Monsieur d'Autancourt me habrá hecho seguir? —exclamó la joven, a punto ya de enfadarse—. Es un procedimiento...
La mano de Perceval, firme y tranquilizadora, fue a colocarse sobre la suya.
—¡No te enojes! Podría ser un recurso de enamorado. De todas maneras, creo que no tardaremos en aclarar este pequeño misterio.
En efecto, no tardaron mucho. Al día siguiente, mientras Sylvie ayudaba a Nicole a preparar una gran perolada de confitura de fresas y Jeannette, sentada en un rincón de la cocina, bordaba una camisa para su ama, se abrió el portal para dejar pasó al bello carruaje de la víspera: Jean d'Autancourt rogaba al caballero de Raguenel que le concediera unos momentos de atención. Y a pesar de tratarse de un joven tímido, no se anduvo con rodeos:
—He venido a preguntaros, señor, si acogeríais de buen grado una visita del señor mariscal-duque de Fontsomme, mi padre.
Perceval se echó a reír e indicó al joven que tomara asiento.
—¿De buen grado, cuando se trata de tan gran honor? ¡Querido marqués, soñáis! ¿Y por qué motivo desea visitarme vuestro señor padre?
—Para pediros la mano de Mademoiselle de l'Isle. Sois su padrino, su tutor también, creo, y el único hombre en el mundo que posee la llave de su felicidad...
Esta vez, Perceval dejó de sonreír.
—¡Diablos! ¡No perdéis el tiempo! Es posible incluso que os apresuréis demasiado. ¿Estáis seguro de que el mariscal aceptará la gestión que pretendéis imponerle? Sus expectativas sobre vuestro futuro son sin duda muy superiores a la alianza con una huérfana de la pequeña nobleza, y...
—¡No conocéis a mi padre, señor, bien lo veo! Porque en tal caso sabríais que es la mejor persona que existe en el mundo: leal al rey, buen cristiano y un padre atento, algo que no abunda en las familias actuales, os lo concedo. Desde la muerte de mi madre ha volcado sobre mi persona todo su cariño. Sólo anhela mi felicidad, y cuando vea a Sylvie... quiero decir a Mademoiselle de l'Isle, se prendará de ella a primera vista, como me ha sucedido a mí.
—Estoy dispuesto a creerlo, pero en tanto no sea él mismo quien me lo diga, no podré estar absolutamente seguro...
—¿Queréis decir... que rechazáis mi petición?
—No, por cierto. Sin embargo, tampoco la acepto. Me haría muy feliz la unión entre vos y mi pequeña Sylvie, pero hasta que me sea presentada una petición oficial, es decir venida de vuestro padre, no podré plantearme una respuesta en firme. Además, no ignoráis que Sylvie ha sido criada por y en casa de Madame de Vendôme, con cuya opinión es necesario contar también...
Jean hizo una mueca.
—¿La duquesa o el duque? No os oculto que en mi casa no se le aprecia mucho. Es un agitador, un personaje peligroso...
—He aludido a la duquesa. Únicamente su aprobación cuenta para mí. Y finalmente, si podemos reunir todos esos elementos, faltará el más importante: la propia Sylvie. Será ella, y sólo ella, quien acepte o rehúse. La quiero demasiado para imponerle un matrimonio sin amor...
—Es muy natural. Pero, en ese caso, concededme una oportunidad para hacerme amar a la espera de que mi padre regrese de la guerra.
—¿Qué queréis decir?
—Permitidme venir a verla. En la corte no es nada fácil, y voy allí en muy escasas ocasiones. A propósito... si os parece que me apresuro en exceso a presentaros mi súplica, es también a causa de su cargo de doncella de honor.
—¿No iréis a decirme que compartís las ideas de ese La Ferrière sobre las doncellas de honor?
—¡Dios me guarde! Pero el palacio es un hormiguero de intrigas. Ella está sola allí... ¡y es tan joven!
La preocupación se reflejaba en el rostro regular, incluso un poco severo, del joven, y Perceval se sintió conmovido, pero aún quiso saber algo más. De forma repentina, e incluso brutal, preguntó:
—¿Por esa razón la habéis hecho seguir?
Si había creído desconcertar a D'Autancourt, se equivocó. El joven enrojeció, pero respondió sin vacilar:
—Sí. No me asombra que os hayáis dado cuenta. Mis hombres recibieron la orden de no ocultarse. Y el término que habéis empleado es impropio: no la hago seguir, la hago proteger. Desde que la conocí en el parque de Fontainebleau, es para mí infinitamente preciosa... ¡y parece tan frágil! Además, no dispone de carroza ni de servidores varones. Tan sólo de una criada joven que la acompaña en un París casi tan peligroso como el Louvre. Quería que siempre hubiera cerca de ella alguien dispuesto a socorrerla. Así pues, alquilé una casa pequeña en la Rue d'Autriche e instalé en ella a mis servidores más fieles: dos hermanos, Séverin y Saturnin, que se parecen bastante entre sí y que me son plenamente fieles. Los dos se relevan para garantizar, con carta blanca respecto a cómo hacerlo, la seguridad de Mademoiselle de l’Isle, sobre todo cuando yo estoy en el ejército. ¿Os parece ofensivo?
Raguenel se admiró en su fuero interno del poder de la fortuna puesta al servicio del amor, y pensó que debía dar gracias a Dios por haber puesto en el camino de su pequeña Sylvie a aquel muchacho de veinte años que daba prueba de tal madurez. Sería, sin la menor duda, un esposo ideal, pero ¿lo aceptaría Sylvie mientras su querido François no estuviera, a su vez, casado? A menos que... Después de todo, ¿no podía estar sujeto a cambios imprevisibles un corazón de quince años, incluso enamorado?
—De ninguna manera —suspiró finalmente—. Muy al contrario, porque de ese modo me probáis la profundidad de vuestro amor. En estas condiciones, me parece honesto confiar a ese amor de que dais prueba, y también a vuestro honor de gentilhombre, la verdad relativa a mi pupila, porque esa verdad reafirmará sin duda en vos la necesidad de protegerla que yo también me he impuesto.
Instintivamente, Jean aproximó su sillón al de Perceval, que fue hasta un armario y extrajo de él un frasco de vino de España y dos copas, que llenó. Ofreció una y volvió a sentarse.
—El nombre y el feudo de L'Isle fueron concedidos a Sylvie por los Vendôme cuando tenía cuatro años, después de un drama del que acababa de ser víctima inconsciente. Se llama en realidad Sylvie de Valaines. Es la hija...
—¿... Del barón de Valaines, cuya familia fue tan misteriosamente exterminada hará... una decena de años?
—En efecto, se recurrió a un velo de misterio para cubrir un crimen espantoso. Sólo los Vendôme y yo conocemos la verdad. Una verdad que compartiré con vos si me dais vuestra palabra de no revelarla a nadie, ni siquiera al duque vuestro padre, hasta nueva orden.
—¡La tenéis! ¡Hablad, os lo ruego! No os arrepentiréis.
—Pues bien, el mismo día en que su legítimo señor, el duque César, era arrestado en Angers, en 1626, la baronesa de Valaines, que era una querida amiga mía, y toda su familia, fueron asesinados. Sólo pudo escapar la pequeña Sylvie, que fue recogida por el actual duque de Beaufort...
Perceval habló largo rato, escuchado con atención apasionada por Jean d'Autancourt. Lo contó todo: el robo de las cartas de María de Médicis, el martirio de Chiara y la marca impuesta por su verdugo, su propia búsqueda de la verdad y, finalmente, los lazos de cariño que unían a Sylvie con François desde que él la llevase a Anet.
—¡Es muy natural! —comentó Jean sin pestañear.
—Añadiré que ella ha olvidado el drama de su primera infancia, O al menos, los recuerdos que conserva son tan vagos como los de una pesadilla.
—¿Y los asesinos? ¿Los conocéis?
—Conozco a uno de ellos: ese La Ferrière que tanto se interesa por mi pequeña. Consiguió que le donasen el castillo so pretexto de que llevaba su nombre y que tenía que haberle pertenecido desde hacía años. En cuanto al otro, el asesino del sello de lacre, puedo deciros que sigo ignorando quién es, pero tengo la seguridad de que se encuentra en París y de que continúa matando de la misma manera. La única diferencia es que ahora ataca a las rameras. Todo eso explica por qué yo no deseaba que Sylvie fuera doncella de honor tan joven. En el hôtel de Vendôme o en los castillos de la familia, estaba mucho mejor protegida porque quedaba oculta a la curiosidad pública. Habría preferido cien veces que viviera conmigo.
—Pero ¿la decisión no os correspondía a vos?
—No. Sobre todo desde el momento en que la reina expresó su deseo de tenerla a su lado.
—¡Habrá que conformarse con lo que tenemos! —suspiró el joven—. Para empezar, mi gente seguirá vigilando sin descanso.
—Es una personita muy vivaz y muy obstinada.
—Decid mejor que es adorable...
—¿Y que la adoráis? Estoy seguro de ello, pero habéis de saber que aún no está preparada para el matrimonio, con quien sea, y que probablemente será difícil despegar su corazón del amigo de la infancia al que adorna con todas las cualidades...
—¿Intentáis decirme que debo tener paciencia? La tendré, podéis estar seguro... ¡pero dejadme a pesar de todo probar suerte!
—¿Por qué no? Tal vez conseguiréis llevarla poco a poco a... compartir vuestros proyectos de futuro. Esta noche le diré solamente que me habéis visitado y que yo os he autorizado a venir a distraerla siempre que lo deseéis.
El joven marqués se ruborizó de nuevo, pero sus ojos grises se iluminaron.
—¿Creéis que aceptará mi presencia?
—Lo contrario me asombraría. Os tiene simpatía. Y además, ¿no sois ahora de alguna manera su héroe?
En efecto, Sylvie, halagada en el fondo por inspirar un sentimiento sincero, descubrió con placer a un compañero muy agradable en el futuro duque de Fontsomme. No le faltaban ingenio, cultura ni buen humor. Le gustaba la música, todas las músicas incluida la de los versos, y resultó ser un admirador apasionado del señor de Corneille. Sylvie pasó a su lado ratos encantadores, en la casa o en el exterior. Con Raguenel o con Jeannette en el papel de carabina, se les vio juntos en la comedia, en las librerías de la Rue Saint-Jacques, en las tiendas de curiosidades del Marais, en la Place Royale, o, en carroza, en el paseo del Cours-la-Reine. Fueron un poco a todas partes con la excepción de los salones, a pesar de algunas invitaciones motivadas sobre todo por la curiosidad, con el fin de no dar carácter oficial a una relación que se planteaba en el plano de la pura amistad. Por lo demás Jean supo, con una prudencia impropia de sus pocos años, evitar la menor alusión a los sentimientos profundos que despertaba en él su joven compañera: estaba allí sólo para distraerla durante las vacaciones que le habían concedido...
Y que terminaron al cabo de un mes, con la llegada de un billete de Mademoiselle de Hautefort, que suplicaba a Sylvie que regresara lo más pronto posible. «Os necesito —escribía la Aurora—, y Su Majestad os echa de menos.»
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