¿Qué hacer después de aquello, sino el equipaje? Sylvie y Jeannette dejaron entre suspiros la Rue des Tournelles y regresaron al Louvre.
9
Jaque a la reina
Mademoiselle de Hautefort se había hecho un esguince al bajar el Grand-Degré sin consideración por sus zapatos nuevos de tacón alto, pero, indomable según su costumbre, no por ello había abandonado sus funciones de dama de compañía. Sentada, por privilegio especial del rey, en un taburete,[25] con el pie vendado reposando sobre un almohadón, dirigía a un ritmo infernal el ballet de las camareras, que tenían pocas razones para felicitarse de su humor. Acogió a Sylvie con la disposición del perro al que acaban de quitar su hueso.
—¡Vaya, por fin habéis venido! Os doy mi palabra de que empezaba a creer que no volveríamos a veros nunca más.
—Os equivocabais. He venido desde el momento en que me habéis llamado.
—Eso es precisamente lo que os reprocho: ¡ha sido necesario llamaros! Al parecer, no se os ha ocurrido quepodíamos necesitaros. ¡Bien es verdad que estabais muy ocupada asegurándoos un brillante porvenir!
—¿Yo? ¿Un brillante porvenir? —dijo Sylvie, un poco sorprendida por la regañina.
—¿Qué, si no? Se os ve en todas partes en compañía del futuro duque de Fontsomme...
—¡Eso no quiere decir nada! Monsieur d'Autancourt vino en mi ayuda en una circunstancia penosa; le estoy enormemente reconocida y hemos hecho amistad. ¡Nada más!
Una chispa alegre iluminó por fin los ojos azules de la Aurora.
—Eso también lo sé..., ¡y no os deis tantos humos, Sylvie, que no os sienta en absoluto! Quiero añadir, para evitar cualquier malentendido, que no deseo para vos nada mejor que el que lleguéis a ser la esposa de ese amable muchacho. Ahora, hablemos de otra cosa. La reina desea trasladarse mañana al Val-de-Grâce. Yo haré que me lleven con ella, pero supongo que os haréis cargo de que necesitaremos a alguien que cojee menos que yo.
—La reina cuenta con una treintena de doncellas de honor. ¿Tanta necesidad tenéis de mí para... rezar en un convento? —dijo Sylvie medio en serio medio en broma, pues la perspectiva no la atraía lo más mínimo. Pero su réplica hizo que Marie palideciera súbitamente:
—¿Qué significa ese lenguaje? ¿Habéis olvidado vuestra fidelidad bajo los árboles de la Place Royale? Los Fontsomme son leales al rey y...
—¡Son soldados! —la interrumpió Sylvie—. Estaría bonito que los oficiales no le fueran leales. Pero también lo son a la reina, y no es en su compañía donde aprenderé lecciones de traición. ¿Debemos ir al Val? ¡Pues bien, iremos al Val! Solamente he querido haceros rabiar un poco. ¿Será cosa de mi faceta de «gatita»? ¡Soy muy traviesa! —concluyó con una sonrisa irónica.
—Pues no es el mejor momento para travesuras, os lo aseguro. En nuestra última visita allá abajo, durante vuestra ausencia, La Porte, que estaba citado con Auger, estuvo a punto de ser detenido por un destacamento de la guardia que perseguía a un ladrón que había cruzado la muralla de París escalando unos escombros...
Sylvie ardía en deseos de saber si François había vuelto, pero por la cara de su compañera comprendió que corría el riesgo de una nueva regañina.
Además, acababa de entrar Mademoiselle de Pons, y por más que se tratara de una persona bastante anodina, no era el mejor momento para tocar el tema. De hecho, la recién llegada venía a invitarla a acudir a la alcoba de la reina, que acababa de levantarse y que la acogió con mucha bondad.
—¿Sabéis que os añoraba, hija mía? —dijo al tiempo de tenderle una mano, sobre la que se inclinó Sylvie—. Vuestra voz posee el don milagroso de expulsar las preocupaciones y mitigar las penas. ¡No me abandonéis!
—Vuestra Majestad sabe hasta qué punto deseo complacerla. Habría regresado antes si me hubiese atrevido a pensar que la reina podía necesitarme.
—¡Más de lo que creéis! Esta tarde cantaréis para mí, y mañana me acompañaréis a la abadía para cantar allí las alabanzas a la Reina del Cielo. Necesitamos mucho de su auxilio...
Ana de Austria parecía nerviosa y Sylvie se dio cuenta de que la atmósfera del Louvre había cambiado durante el último mes. Había menos gente alrededor de la reina. Con la llegada del verano, sin duda París se vaciaba en beneficio de los castillos, pero era extraño de todos modos que el círculo de Su Majestad se limitara a media docena de personas. Sylvie no pudo por menos que comentarlo con Marie. Ésta se encogió de hombros y dijo:
—Olvidáis que también nosotras deberíamos estar en Fontainebleau o en Chantilly, que el rey ha designado como residencia de verano este año, y adonde desea que nos traslademos con la mayor celeridad.
—¿Por qué entonces no vamos allí?
—¡No hagáis tantas preguntas! La reina ha echado la culpa a su equipaje, que no está a punto... y a vuestra ausencia, porque yo me veo bastante impedida, pero marcharemos de París dentro de pocos días. Y eso nos da tanto más trabajo. —Y, bajando la voz, añadió—: Esperamos correo...
En efecto, si el Louvre parecía un tanto adormecido, en cambio el Val-de-Grâce se reveló pletórico de actividad. Instalada en el salón junto a una mesa cubierta de papeles, Mademoiselle de Hautefort, entre masaje y masaje a su pie, redactaba largos despachos en tanto que Ana de Austria recibía a numerosas visitas. Las diurnas se relacionaban sobre todo con obras de caridad. La reina escuchaba desgracias y distribuía limosnas, pero Sylvie sabía que la vida nocturna era más interesante. La primera noche, la joven introdujo a un inglés de aspecto altivo, lord Montagu, que era al mismo tiempo un antiguo amigo de Buckingham, un antiguo amante de Madame de Chevreuse y un fiel amigo de la soberana. Lo recibió en su alcoba pero la visita no duró mucho: Walter Montagu venía únicamente a comunicarle las inquietudes de su cuñada, la reina Enriqueta de Inglaterra, en relación con los rumores que le habían llegado de una repudiación inminente; le traía la seguridad de que, en la eventualidad de una caída en desgracia, el reino británico estaría dispuesto a acogerla. Después de su partida, Ana recitó sus oraciones, procedió a acostarse y se apagaron todas las luces, para sorpresa y alegría de Sylvie, que durmió como un ángel en la estrecha cama conventual que le habían atribuido. Al día siguiente, la jornada resultó muy parecida: hubo muchos y largos oficios religiosos, debido a que era la festividad de Santa Ana, madre de la Virgen María, en honor de la cual Mademoiselle de l'Isle fue invitada a cantar con las monjas, a las comidas consiguientes, por supuesto, y a algunas visitas diurnas. A la caída de la tarde, viendo que La Porte se disponía a salir, Sylvie supuso que iría a encontrarse con François, pero comprendió que no era el caso cuando mencionó que no regresaría antes de la apertura normal de las puertas del convento. Por su parte, la reina manifestó su intención de acostarse después del último oficio: se sentía cansada y deseaba tomar un largo reposo.
—¿No esperamos a nadie esta noche? —preguntó Sylvie, mientras ayudaba a acostarse a su compañera. Parecía tan feliz, que Marie no pudo reprimir una sonrisa:
—No. Id a dormir.
La joven no se lo hizo repetir. Se sentía a la vez decepcionada y aliviada por no ver a François, pero de los dos sentimientos, el alivio era el más fuerte. Un alivio que sólo duró hasta la salida de la misa del día siguiente.
—Espero que hayáis aprovechado bien la noche —le susurró la Aurora—. Porque, aproximadamente a media noche, habréis de montar guardia junto al portillo. Esperamos a un monje.
Al encontrarse en el jardín a la hora indicada, Sylvie tuvo la impresión de encontrarse sola en el mundo. A media tarde, una tormenta había limpiado la atmósfera. El aire nocturno estaba cargado de olores de tierra y hierba húmeda. Debido al calor que había reinado desde varios días atrás, las ventanas de la abadía se mantenían abiertas de par en par. Las de la reina también, pero por prudencia se habían apagado todas las luces, como si el pabellón estuviera sumido en el sueño. El silencio y la soledad tenían algo de angustioso, y Sylvie se vio obligada a hacer un esfuerzo para no desertar de su puesto.
De súbito, cuando sonaba la cuarta campanada de la medianoche, se oyó la contraseña y ella se apresuró a abrir la puerta. En el umbral se dibujó una silueta alta, cubierta con un capuchón, y al reconocerla se aceleraron los latidos de su corazón. En cambio, el monje hizo un movimiento de retroceso:
—¡No sois Marie! —susurró.
—Es evidente, me parece. Entrad, soy Sylvie.
—¡Ah, mi gatita! ¡Qué alegría! Me dijeron que habías dejado tu puesto para irte a vivir con tu padrino, ¿y tal vez a casarte?
—Y a mí me dijeron que os habíais batido en duelo y matado a vuestro adversario. Entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Estáis loco?
¡Ya está! ¡Por fin lo había dicho! Sylvie se sintió un poco mejor, porque le parecía imperioso que él lo supiera. Oyó una risa ahogada:
—Esa doble circunstancia nos demuestra que no conviene hacer demasiado caso a los rumores de la corte. En general, basta con creer la mitad de la mitad: tú no estás en casa de Raguenel, y yo no he matado a nadie.
—¿No os habéis batido?
—Sí, pero el señor de Thouars salió del compromiso con un arañazo por el que no me guarda rencor, porque espera que reanudemos nuestra discusión en una ocasión próxima. ¡Cuando tenga tiempo!
Iba a entrar en el pabellón, pero ella lo retuvo:
—¿Por qué, François? ¿Por qué tantas imprudencias?
Entonces él le tomó el mentón como solía hacer tiempo atrás, y le explicó, con una dulzura infinita:
—Pues porque la amo como el loco que soy, gatita. Y porque ella me ama también. Por lo menos, así me lo parece... Lo entenderás mejor cuando tengas más años. Todavía no eres más que una niña pequeña.
Se alejó a largas zancadas silenciosas sin sospechar la tempestad de dolor y furia que acababa de provocar en aquella «niña pequeña». Su excusa era que lo ignoraba todo de los sentimientos profundos de Sylvie, y la tormenta interior se calmó al ritmo de las excusas que se esforzaba en encontrar para él. De su breve conversación, sin embargo, algún consuelo le quedaba: él no había matado a su adversario, y por consiguiente no corría el riesgo de caer bajo el peso de la justicia terrible del cardenal. Pero entonces, ¿por qué el duque César había ido a verla desde su exilio dorado, corriendo también él el riesgo de ser detenido, si no había habido ninguna muerte? ¿Y por qué el frasco de veneno? Todo resultaba incomprensible, y sobre todo complicado... a menos que su título de doncella de honor, concedido a petición de la reina, no se debiera a su talento de cantante o a su conocimiento del español, sino al deseo de colocar junto a ella a alguien ciegamente adicto a la casa de Vendôme... y sobre todo a François de Beaufort.
Permaneció allí hasta el canto del gallo, sentada en un banco húmedo. Entonces reapareció el falso monje y se dirigió al portillo, donde ella se reunió con él y le abrió sin decir palabra. Pero antes de salir, él se inclinó, le dio un beso en la frente y desapareció en la densa oscuridad que precede al alba. Un beso que no proporcionó el menor placer a la joven. ¡Qué feliz debía de sentirse François para haber tenido ese gesto espontáneo! Una manera como otra de compartir su alegría, y también de darle las gracias por haber abierto para él la puerta del paraíso...
Entonces Sylvie volvió a su banco y lloró hasta que el relente del amanecer la ahuyentó en busca de su lecho y de ropa seca.
Cinco días más tarde, dejaban París por Chantilly. La reina intentó ganar tiempo diciéndose enferma, pero pese a ello le fue preciso ir a reunirse con un esposo que se impacientaba. Pero como no había podido concluir todos los asuntos que pensaba tratar en el Val, dejó tras ella a La Porte con varias cartas por distribuir. Finalmente se puso en camino, sin gran entusiasmo.
—No me gusta mucho Chantilly —confió a Sylvie, ya de camino—. El lugar es hermoso, las fuentes magníficas y el bosque soberbio, pero todo ello fue confiscado cuando el cardenal hizo caer en el patíbulo la cabeza de Henri de Montmorency, y siempre me produce una sensación de disgusto entrar allí...
—¿La reina cree en fantasmas?
—¡Oh, sí que creo! Y los más jóvenes son los más dolorosos.
Los bellos ojos verdes se nublaron. Sylvie no se atrevió a seguir la conversación. Se preguntaba tan sólo en qué sombra pensaba Ana de Austria: ¿en la de Montmorency, o en la nunca olvidada de Buckingham?
La noticia llegó como una bomba; la recibió Marie de Hautefort a través del señor de Chamblay, su primo, que le servía en ocasiones de correo: La Porte acababa de ser arrestado en la Rue Coquillière, cuando era portador de una carta importante de la reina a la duquesa de Chevreuse. Había sido encarcelado en la Bastilla, donde esperaba a ser interrogado. Pero había aún algo peor: acompañado por el obispo de París, monseñor de Gondi, el guardián de los Sellos había entrado en el Val-de-Grâce, registrado el pabellón de la reina y sometido a la madre de Saint-Étienne a un interrogatorio en regla, operaciones todas ellas que no aportaron grandes descubrimientos, sólo algunas viejas cartas de Madame de Chevreuse o de amigos poco apreciados por el rey, pero nada relacionado con España. Más tarde se sabría que monseñor de Gondi, gran amigo de los Vendôme y poco sospechoso de simpatías hacia el cardenal, había prevenido a la madre de Saint-Étienne y ésta pudo hacer limpieza. Pese a ello, él se vio obligado a relevarla y a pedir a las religiosas que procedieran a la elección de una nueva abadesa, después de lo cual la madre y tres de las monjas fueron trasladadas a otro convento.
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