Richelieu se sentía de repente viejo, pero no era hombre para lamentarse mucho tiempo de sólo una de sus innumerables preocupaciones. Fue a servirse unas gotas de aquel vino de Alicante que apreciaba, tomó en brazos a su gato favorito y se sentó junto a una ventana abierta a sus hermosos jardines. ¡Sí, iría muy pronto a Chantilly! Después de todo, la estupidez de Séguier le permitiría jugar al pacificador ante la bella española, de la que sabía que en la actualidad había sido abandonada por todos o casi todos. Esta vez, al acariciar a su gato, el cardenal sonreía...


Mientras, en Chantilly, continuaba la ronda de rumores falsos. Se decía que la reina no sólo iba a ser repudiada, sino además arrestada y conducida a la fortaleza de El Havre en espera de un juicio solemne.

El día en que empezaba a circular ese vientecillo insidioso, Marie de Hautefort encontró en su libro de horas un mensaje bastante pintoresco, así redactado:


«Deveis estar bastante cansada de vivir encerrada con un tienpo tan bueno. Venid a respirar haire puro del lado de la casa de Sylvie en compañía de la otra Sylvie, que tendrá ganas de dar un paseo. Se esta fresco, incluso a las tres...»


Por supuesto no había firma, pero el tono de la carta y la ortografía extravagante anunciaban a un amigo fácil de identificar. De modo que a la hora más calurosa de la tarde, dejando a la reina al cuidado de Stéfanille y de Madame de Senecey mientras la corte se entregaba a las delicias de la siesta, las dos amigas, provistas de un cestillo, abandonaron el castillo y el tranquilo lago que lo rodeaba por el puente del Rey, y se encaminaron al bosque con el pretexto de ir a coger fresas silvestres con las que tratar de estimular el apetito de su querida enferma.

La «casa de Sylvie», situada lejos del doble castillo,[26] era un pabellón a la italiana rodeado de un jardín florido que dominaba un estrecho valle por el que fluían dos arroyos que iban a dar a una fuente de mármol antes de verter conjuntamente sus aguas en un lago. Construida en el siglo anterior por François de Montmorency, el primogénito del condestable, debía su nombre al poeta Théophile de Viau, que, perseguido por sus escritos y amenazado incluso con la hoguera, había sido escondido allí catorce años antes por la joven y encantadora esposa del último duque de Montmorency, decapitado cinco años antes por haber conspirado contra el cardenal, ¡en compañía de Gastón d'Orleans, por supuesto! Ella se llamaba María-Felicia, princesa de Orsini, de una gran familia romana, y tantas eran sus gracias que el infeliz poeta, viendo en ella a una ninfa de los bosques, le había dado el sobrenombre de Sylvie, se había enamorado de ella y había escrito una pequeña serie de odas a su protectora.


Je passe des crayons dorez

Sur les lieux les plus reverez

Où la vertu se refugie

Et dont le port me fut ouvert

Pour mettre ma teste à couvert

Quand on brusla mon effigie...[27]


La voz clara de Mademoiselle de Hautefort recitaba con talento los versos. Desde siempre había amado a los poetas, tal vez en memoria de su antepasado el vizconde trovador Bertrán de Born. Un trovador que no tenía nada de delicado y cuyos furiosos serventesios llamaban a la guerra o al amor según fuera el estado de sus relaciones con su bienamado soberano, Ricardo Corazón de León. Marie había heredado su apasionamiento, su insolencia y su gusto por la rebeldía.

—¿Qué fue de ese Théophile? —preguntó Sylvie.

—Murió en París, pronto hará once años, el 25 de septiembre de 1626 en la pequeña mansión de Montmorency, de unas fiebres que algunos encontraron extrañas. La víspera de su muerte había pedido a su amigo Boissat que le llevara anchoas...

—Es evidente que le conocíais bien.

—Me gustan sus versos. Además, era del Agenois. No está tan lejos de nuestras tierras de Hautefort...

Mientras conversaban, las dos jóvenes habían llegado al final de su paseo. Cuando estuvo delante de aquella encantadora mansión, Sylvie pensó que le gustaría vivir en un lugar parecido. Era el sitio ideal para reponerse de las heridas, intentar olvidar y recuperar el gusto por la vida. El aire parecía más puro, más transparente que en cualquier otro lugar. Cerró los ojos para respirarlo mejor, pero una carcajada de su amiga le hizo abrirlos de nuevo. Marie le señaló un pescador, vestido con uniforme de guardabosque, que parecía dormitar al borde del lago, con el sombrero tan hundido que ni siquiera se veía el color de su pelo. Y al mismo tiempo, recitó:


En regardant pescher Sylvie

Je voyais battre les poissons

A qui plus tost perdrait la vie

En l'honneur de ses hameçons.[28]


—Se diría que la gentil duquesa ha cambiado mucho. ¡Veamos quién se esconde debajo de ese sombrero! —añadió, tomando de la mano a su amiga para correr hacia el hombre, al que abordó con la pregunta ritual—: ¿Pican?

El pescador levantó la cabeza y el corazón de Sylvie dio un vuelco, por más que se lo esperara un poco: era François. Él les sonrió.

—Sois puntuales, ¡eso está bien!

Pero ya Marie empezaba a reñirle:

—¡Ya me temía que erais vos! ¿Qué clase de insensato sois, querido duque, para dedicaros a este género de juegos en semejante momento? ¿No sabéis en qué situación nos encontramos?

—Precisamente por eso estoy aquí. Es necesario que la reina salga del castillo esta misma noche. Lo he preparado todo y...

—¿Una fuga? ¿Nada menos? ¿Queréis que la reina de Francia ponga pies en polvorosa como una delincuente espantada?

—¡Menos palabras rimbombantes, querida! Hay precedentes y no tendrá que descolgarse por una ventana con una escala de cuerda como hizo antes, en Blois, la reina madre, que era mucho más vieja y también más gorda. Bastará que al anochecer volváis aquí a respirar aire fresco. En el bosque os cambiaréis de ropa y no será Mademoiselle de Hautefort quien salga: será la reina vestida como Mademoiselle de Hautefort. Las dos sois rubias y de la misma estatura. Traeréis a Su Majestad aquí, donde estará todo preparado. Sylvie —añadió volviéndose hacia la joven, que le miraba sin decir palabra—, tú irás con ella. ¡Me da demasiado miedo que la tomen contigo cuando se descubra la fuga!

—¿No sentís la misma preocupación en lo que a mí respecta? —observó Marie.

—No —respondió Franc.ois con una franqueza desarmante—. Y eso por varias razones: sois la mujer más valerosa que conozco, pertenecéis a una casa grande y, sobre todo, el rey os ama.

—¡Vaya amor! Ni siquiera me lo encuentro por casualidad en un recodo o detrás de una puerta. Caza todo el día, vuelve a la noche cerrada y las consignas son severas: ningún miembro de la casa de la reina puede acercársele. ¿Y dónde pensáis llevarla... suponiendo que aceptemos vuestra oferta?

—No tenéis opción. A menos que prefiráis ver a vuestra ama arrojada a una prisión a la espera de un juicio preparado de antemano. La llevaré a los Países Bajos, donde su hermano la acogerá con alegría. Después, podría gobernar la provincia en sustitución de la difunta infanta Isabel Clara Eugenia.

—¿Y vos volveríais en triunfo al frente de un ejército español, vos, un príncipe francés, para arrasar el reino a fuego y sangre? ¿En eso soñáis? Porque estáis soñando, permitidme que os lo diga.

—Lo que yo haga carece de importancia. Sólo cuenta la reina... ¡ella sola!

—No lo dudaba. ¡Estáis loco, pero la amáis sinceramente!

—¡Decid más bien que la adoro! —exclamó él con una voz tan apasionada que el corazón de Sylvie tembló.

—En tal caso, explicadme cómo es posible que, siendo como sois su amante, todavía no le hayáis hecho un niño.

Brutalmente devuelto a la tierra desde las alturas de su ensoñación, Beaufort se quedó sin respiración. Casi se ahogó al responder:

—¡Me parece que sois vos quien está loca! ¿Queréis que Europa entera la señale como adúltera? ¿Que la arrastren tal vez hasta el patíbulo o que la encierren en un convento hasta el fin de sus días? ¡Sabed, señorita, que hago todo lo necesario para que nuestros amores no tengan consecuencias!

—¡Y vos sois el nieto del Vert-Galant! —suspiró Marie—. ¡Permitidme deciros, querido amigo, que por más que sois el prototipo del amante perfecto y un auténtico paladín, no por ello dejáis de ser también un pánfilo! ¿Por qué creéis que os he facilitado el acceso a su alcoba? Hace semanas que vigilo las menstruaciones de la reina, pero, ¡ay!, siempre se presentan puntuales a la cita.

—Eso... eso es una locura —tartamudeó François, desconcertado.

—¡No, monseñor, es política! ¡Mi política! Porque habéis de saber que estoy preparada para disimular cualquier retraso de modo que el rey pueda creerse el padre... ¡o por lo menos hacer como si se lo creyera! ¿Comprenderéis por fin que la reina encinta es la reina salvada? ¡Hace veinte años que el reino espera el hijo que nunca llega! Estoy segura de que el mismo cardenal aceptaría a ese hijo como el Mesías, aunque luego se dedique a silenciar a todos los que hayan podido participar en su concepción. ¿Queréis apostar?

—Es una locura —repitió François.

Se oyó entonces la dulce voz de Sylvie:

—No, monseñor, porque al igual que nuestro rey, vos descendéis de san Luis. Lo que no es aceptable en un gentilhombre cualquiera, puede ser adecuado en un príncipe de sangre si el bien del reino lo exige...

—¿Tú también?

—¿Qué os decía? ¡Es inteligente, esta chiquilla! —exclamó Marie, triunfal.

—Más que yo, sin duda —suspiró François con amargura—. De todas maneras, es demasiado tarde. A menos que sigáis mi plan: me llevo a la reina esta noche...

—¿Y le hacéis un hijo en Bruselas? ¡Oh, qué buena idea! De todas maneras, está fuera de cuestión que os la llevéis. Tenéis que daros cuenta de que para ella sería la manera más sencilla de declararse culpable. Por otra parte, no aceptará...

—Intentadlo, a pesar de todo.

—No aceptará porque yo sabría impedírselo incluso en el caso de que tuviera la tentación de hacerlo. Debe quedarse donde está: ¡reina de Francia, frente a y en contra de todos!

—¿Y qué va a ser de mí? Nunca más tendré la posibilidad de estar a solas con ella. El Val-de-Grâce ha sido invadido. Han descubierto y tapiado el portillo...

—En caso de necesidad podéis saltar el muro. La puerta no era más que una comodidad suplementaria... ¡Ya me las arreglaré para proporcionaros algún rato de intimidad, pobres amantes! ¡Pero no aquí! En la situación en que nos encontramos es imposible, pero, en el Louvre por ejemplo, se me ocurre una idea... A menos que juzguéis que la puerta de las cocinas y un disfraz adecuado son indignos de vos.

—Puesto que me abrís la puerta del paraíso, podéis hacerme pasar por el infierno si queréis, pero, por piedad, ¡no me hagáis esperar demasiado tiempo! Me muero sin ella, y no me he atrevido a ir a saludarla...

—Una actitud prudente. En este momento agravaríais su situación. Por lo demás, tenéis algo más urgente que hacer.

Sacó de un bolsillo un librito encuadernado en tafilete rojo y se lo tendió:

—Puesto que tenéis tantas ganas de viajar, ¡corred a la Turena, al castillo de Couzières! Entregaréis esto, sin más explicación, a la señora duquesa de Chevreuse. Ella comprenderá lo que significa.

—¿Y qué es lo que significa?

—¡Dios mío, qué curioso sois! Que debe huir, por supuesto, y lo más lejos posible. Richelieu es muy capaz de hacerla detener si La Porte habla.

—Cosa muy de temer si se utilizan determinados medios.

—Yo creo que no. De cualquier forma, voy a asegurarme. Ahora os dejaremos con vuestros peces e iremos a buscar fresas. ¡Dios os guarde, amigo mío!

El la retuvo aún, con los ojos puestos en Sylvie:

—Mi mayor deseo es que os guarde a vos, a vos y sobre todo a esta niña... La reacción de Sylvie fue inmediata:

—¡No soy un bebé, señor duque! ¡Y soy muy capaz de guardarme yo misma!

Giró sobre los talones pero, a pesar de su aparente cólera, se sintió súbitamente llena de dulzura y calor. Él se preocupaba por ella. ¡Ya era algo!


El día siguiente era 15 de agosto. El rey y la reina se trasladaron en cortejo a la capilla seguidos por las miradas ávidas de toda una corte al acecho. Era la primera vez que los dos esposos se veían después de la insultante visita de Séguier. Únicamente intercambiaron saludos protocolarios. Vestida de raso color rosa viejo y llevando al cuello las enormes perlas ofrecidas por su padre en el momento de su matrimonio, Ana, admirablemente peinada y discretamente maquillada, estaba muy bella, y también serena en apariencia. La nobleza de su actitud forzó el respeto de unas gentes dispuestas, en su mayoría, a destrozarla a poco que tuviesen en la manga a una candidata a la sucesión. Comulgó al lado de su esposo y luego, una vez acabada la misa, hizo venir a su secretario de órdenes y le dictó una carta dirigida a Richelieu en la que juraba no haber mantenido nunca contactos con el extranjero...