Era un riesgo enorme, por supuesto, pero estaba dispuesta a todo para salvar a su fiel La Porte y a la madre de Saint-Étienne.
Mademoiselle de Hautefort partió en el mismo coche que el citado secretario. Anunció un corto viaje a París para llevar las limosnas que, con ocasión de la Asunción de la Virgen María, hacía llegar siempre la reina a varias comunidades religiosas; y declaró que regresaría de inmediato. En realidad, iba a dedicarse a una actividad muy distinta: como sabía que, en ciertas condiciones, era posible que los presos de la Bastilla se comunicaran entre ellos, fue a ver a una amiga suya, Madame de Villarceaux. Ésta tenía autorización para visitar al caballero de Jars, amigo suyo y preso desde hacía varios años. Y así lo hizo la misma tarde, acompañada por una sirvienta cargada de golosinas que no era otra que la Aurora disfrazada con una peluca morena y un maquillaje a propósito. Marie entregó al caballero un billete destinado a La Porte que contenía las instrucciones de la reina respecto de lo que sabían y lo que no sabían sus perseguidores, y sobre lo que convenía o no confesar. Después de lo cual, con el ánimo más ligero, recuperó su aspecto habitual y tomó el camino de Chantilly, donde la atmósfera seguía igual de pesada, y la reina y sus escasas fieles eran mantenidas en un ostracismo que la española no olvidaría fácilmente. Alguien, sin embargo, hizo una visita a sus apartamentos que fue muy comentada: Jean d'Autancourt se presentó, rodeado por toda la parafernalia de una casa ducal, a saludar a la reina en nombre del mariscal, su padre, y en el suyo propio... y también a despedirse de Sylvie: al estar ya lo bastante curada su herida, regresaba al ejército. Después fue también a despedirse del rey, que acababa de volver de su partida de caza cotidiana.
Un poco confusa ante lo que era casi una declaración oficial, Sylvie no por ello se sintió menos orgullosa de su amigo, y también triste al verlo partir; ¡habían pasado juntos unos ratos tan agradables!
—Cuidaos mucho, os lo suplico —le dijo con una inquietud en la voz que a él le encantó—. No estoy segura de que os encontréis totalmente repuesto...
—¡Oh, sí, estoy repuesto! Gracias a vos en gran parte, pero me es muy grato saber que os preocupáis por mí. ¿Me daréis una prenda de amistad para atraerme la suerte?
—¿Una prenda?
—Sí... Vuestro pañuelo, o una cinta.
Perpleja, Sylvie contempló por un instante el cuadradito de batista que se había convertido en una bola apretada en su mano. ¡Imposible darle eso! Entonces, con un gesto vivo, deshizo el lazo de una de las cintas de raso amarillo que sujetaban la masa de sus bucles a uno y otro lado de su rostro, y se lo tendió. El gesto fue tan nervioso que algunos cabellos quedaron adheridos al raso. Jean tomó la cinta y la rozó con los labios antes de guardarla junto a su pecho.
—Será mi talismán. Me traerá suerte y nunca me separaré de ella. ¡Gracias, oh, gracias!
Y salió a toda prisa para no abandonarse, delante de su amada, a la emoción que le embargaba. Después de su marcha, Sylvie permaneció pensativa largo rato, lamentando que su corazón no estuviera libre para darlo a aquel muchacho junto al cual la vida sería sin duda muy dulce...
Cuando Marie de Hautefort volvió de París, Sylvie experimentó una intensa sensación de alivio. Sin ella, la atmósfera en el entorno de una reina que permanecía postrada en los momentos que no pasaba en la capilla, era irrespirable. Madame de Senecey, impresionada por aquel abatimiento, apenas se atrevía a disponer lo estrictamente indispensable para la vida cotidiana. Y naturalmente, el aislamiento continuaba.
—¡Se diría que somos unas apestadas! —se irritaba la dama de honor—. ¡Esas gentes tienen que haber perdido la cabeza para comportarse así con su reina!
—¡Oh, no! No la han perdido. Por el contrario, apostaría que si se comportan así es por miedo a perderla. Y eso es ridículo —dijo Sylvie—. Yo no temo por la mía. ¿Y vos?
—¡Bonito estaría! El rey es un hombre de honor, ¡qué diablos!
—Sin la menor duda, pero me pregunto si no necesitará también él que lo tranquilicen.
El regreso de Marie despejó aquella atmósfera. Traía excelentes noticias. La Porte guardaba silencio o bien revelaba algunos hechos en total consonancia con lo que su ama estaba dispuesta a confesar. Con la esperanza de sonsacarle algo más, le habían enseñado los instrumentos de tortura con toda clase de detalles relativos a su modo de empleo, pero lo único que habían obtenido de él era un desdeñoso encogimiento de hombros.
—Cuando el dolor es insoportable, supongo que se acaba por confesar cualquier cosa —había dicho—. Pero en ese caso, ¿dónde está la verdad?
Llegaron a enseñarle un billete de la reina —falso, por supuesto—, en que le apremiaba a confesarlo todo, como había hecho ella misma. En esa ocasión le hicieron reír.
—No me toméis por un ingenuo. Conozco la mano y el estilo de Su Majestad. Ella nunca ha escrito esto...
En ese punto estaban cuando el cardenal aconsejó al rey que interrogara él mismo a su esposa. Luis XIII se negó en redondo:
—Es una tarea demasiado dolorosa para mí. Me siento incapaz de hacerlo bien. ¡Encargaos vos mismo!
Richelieu no deseaba otra cosa. Partió para Chantilly y solicitó una audiencia de la reina con todas las formalidades y el respeto debido. Acudió con dos secretarios de Estado, Chavigny y Sublet de Noyers, y pidió que Madame de Senecey fuera también testigo de la conversación, lo que desagradó vivamente a Marie de Hautefort. Sabía bien que, si la reina se veía privada de su apoyo, quedaba desarmada. Sin embargo, tuvo que pasar por ello. Sylvie, por su parte, fue alejada desde el momento en que la carroza del cardenal entró en el recinto lacustre de Chantilly. Aprovechó la ocasión para volver a ver la bonita casa a orillas del lago, con la esperanza secreta pero improbable de encontrar allí a cierto pescador de caña.
No había nadie, a excepción de una familia de patos que paseaba en procesión por el agua y de una pareja de cercetas que alzaron el vuelo al aproximarse la muchacha, pero el lugar seguía conservando todo su encanto, y Sylvie, sentada entre los juncos y mordisqueando uno de aquellos tallos finos y flexibles, pensó que le gustaría que aquella mansión fuera realmente suya para poder acoger en ella a quien amaba. El hermoso pabellón que había servido de refugio a un poeta debía poder abrigar amores sinceros y tiernos y aliviar las heridas del corazón. Tenía que ser de nuevo posible, como lo fue antaño a la bella duquesa de Montmorency, olvidar allí el rango principesco y preocuparse solamente de pescar escuchando como música de fondo el canto de los pájaros...
Mientras tanto, en el castillo tenía lugar un verdadero drama. Frente al cardenal, Ana de Austria empezó, con bastante torpeza, por alegar su completa inocencia, y, en su turbación, juró por el santo sacramento que se la acusaba sin fundamento. Pero su adversario era demasiado fuerte. Con mucha suavidad, con paciencia, Richelieu derribó una por una todas sus defensas, hasta que ella acabó por pedir ser escuchada únicamente por él. Por supuesto, le fue otorgada su petición. Entonces, sin retener ya lágrimas de cólera y vergüenza, la reina acabó por confesar que había escrito, desde luego, al cardenal-infante, pero también una o dos veces a Mirabel, «que me ha mostrado siempre respetuosa amistad y devoción». Richelieu, satisfecho del resultado y por otra parte conmovido ante la turbación de tan alta dama, le aseguró que no venía como justiciero y que únicamente deseaba su felicidad y la del rey, ante el cual iba a interceder sin demora a fin de que aquella fea historia fuera rápidamente olvidada y volviera a reinar la armonía en la pareja real.
Sorprendida por una mansedumbre que no esperaba, la reina exclamó:
—¡De cuánta bondad dais prueba, señor cardenal!
Y le tendió una mano, ante la que se inclinó él respetuosamente sin atreverse a tomarla. A continuación se retiró para ir a reunirse con el rey. En la galería, casi desierta a su llegada, vio amontonarse a una multitud de cortesanos. Antes de cruzar por entre sus espinazos doblados, dijo en voz alta y con frío desdén:
—¡Me alegra ver, señores, que por fin venís a recibir noticias de Su Majestad la reina! Yo mismo os las voy a dar: la reina se siente aún un poco cansada, pero tal vez mañana os concederá el favor de recibir vuestros homenajes...
Marie de Hautefort, que en cuanto salió el ministro se precipitó a ver a la reina, pudo oír sin embargo lo que decía aquella voz cortante como un látigo, y sonrió: en fin, la alarma había sido grave, pero todo había acabado sin desperfectos importantes. Lo que no quería decir que la partida hubiese concluido.
El cardenal se marchaba satisfecho. Había asustado lo bastante a la española para hacerla renunciar a sus perpetuas traiciones, y con su clemencia la había convertido en deudora suya. Faltaba saber cómo reaccionaría Luis XIII a las confesiones de su mujer. Pero en realidad apenas tenía opción: tratarla como a un criminal de Estado era impensable, y repudiarla sería peligroso porque España lo consideraría una maquinación. Sólo quedaba el perdón, y Richelieu lo obtuvo, no sin esfuerzo. Antes de concederlo, el rey exigió una confesión escrita y la promesa formal de no reincidir. Así se hizo, y después los rumores de la corte reanudaron su habitual actividad: la tesis oficial fue que la reina, atrapada por unos sentimientos familiares muy naturales, se había dejado manipular por esos incorregibles españoles.
La estancia en Chantilly concluyó de forma pacífica, y el 4 de septiembre Sus Majestades marcharon juntos a Fontainebleau, donde el rey tenía la intención de organizar grandes cacerías durante una quincena...
François de Beaufort había desaparecido por prudencia (la de Marie de Hautefort, porque él no tenía ninguna). Más valía evitar motivos de riña en una época tan delicada. El rey se esforzaba en poner buena cara a su mujer, pero era visible que lo hacía a regañadientes. No era momento para lanzar a Luis XIII tras una nueva pista, y la joven dama de compañía se dedicó con su habitual firmeza a hacer entrar en razón al frenético enamorado.
—Id a visitar de nuevo el cielo azul de Turena —le aconsejó la Aurora—. A principios del otoño, el paisaje es encantador. Y entretanto, las aguas volverán a su cauce...
—¿Cuándo volveré a verla? —repuso François.
—Os lo haré saber, ¡pero, por el amor de Dios, tened paciencia!
—¡Yo creía que, por el contrario, deseabais que me diese prisa!
—Cada cosa a su tiempo. Primero necesitamos comprobar que el rey se decide de nuevo a tomar el camino de la alcoba de la reina...
—Y si lo toma, ¿a mí me dejaréis fuera? —exclamó el joven, furioso—. ¿Qué soy yo para vos, un garañón?
Ella le dedicó la más impertinente de sus sonrisas.
—Así es, más o menos. Con vos, estamos seguras de tener un niño magnífico. ¡Así pues, joven atolondrado, tenéis que comprender que si el rey vuelve a honrar a su esposa necesitaremos de vos más que nunca! En los raros momentos en que la frecuentaba, sólo ha conseguido abortos espontáneos. Ahora, si consigo llevar adecuadamente las cosas, podréis ser feliz sin peligro. ¿Habéis comprendido?
—Creo que sí. ¡Pero por piedad, no me hagáis esperar demasiado! ¡Me muero!
—¡Tanto más dulce será la resurrección!
Y François se volvió a Chenonceau, donde aquel verano habían pasado largas temporadas Monsieur y la pequeña Mademoiselle, una niña inteligente y taimada que divertía a todo el mundo. La duquesa François e se había reunido con su marido y su hija, las relaciones entre ambas familias se habían estrechado y Beaufort, privado de su amigo Soissons que se había pasado al enemigo, y sintiéndose de humor melancólico, entabló cierta amistad con Monsieur, a pesar de que le constaba que aquel hombre valía muy poco. Pero Gaston d'Orleans sabía, cuando se lo proponía, desplegar un considerable encanto.
El otoño que comenzaba reservaba grandes alegrías, tanto al rey como al cardenal. En el terreno militar, las buenas noticias se sucedían. El duque de Saboya, cuñado del rey, había obtenido una victoria sobre los españoles, y las tropas francesas consiguieron otra en La Capelle, en el norte. Finalmente, en el sur el duque de Halluin salió vencedor en la batalla de Leucate, en el Rosellón.
Lleno de alegría, Luis XIII hizo cantar un Te Deum en Notre-Dame, en medio de un fasto muy conveniente para confortar el corazón de sus súbditos, que no escatimaron las aclamaciones. Por desgracia, la reina llegó con mucho retraso y puso como excusa que no sabía que tenía que asistir a la ceremonia.
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