—¡El muy infame! ¿Y qué hará el rey ahora que tiene en su poder al gobernador de Bretaña?
—Marcha a Nantes con el fin de consolidar su autoridad sobre la provincia... y de impartir su justicia.
—¡Misericordia! ¡En bonito apuro nos hemos metido! ¿Qué consejo podéis darme, monseñor?
—Es difícil de decir. Tal vez lo mejor sería poneros a resguardo con vuestros hijos en alguna de vuestras tierras...
—Madre —interrumpió Louis—, ¿y si vamos todos a postrarnos de rodillas ante el rey?
—¿Para pedir perdón de qué? —exclamó ella—. Vuestro padre no se ha movido de su puesto...
—Es posible participar a distancia en una conspiración —continuó el obispo—. Preparando posiciones de repliegue, incitando a Bretaña a sublevarse, reclutando tropas...
Françoise de Vendôme no respondió de inmediato. Oía todavía, en el fondo de su memoria, la voz de César diciendo que esperaba no volver a ver a sü hermano el rey más que en pintura. ¿Una broma, o bien...?
—Voy a partir —decidió—, y vos me acompañaréis, monseñor, puesto que seguís siendo el obispo de Nantes, a donde se dirige el rey. Una vez sobre el terreno, podré tomar mejor mis disposiciones...
—¿Iré con vos, madre?
—No. Decid a vuestro preceptor que quiero verle.
Momentos después, Monsieur d'Estrades recibía la orden de conducir, la mañana siguiente, a sus dos alumnos y su hermana a Vendôme, donde, bajo la triple protección de las murallas, una ciudad leal y la fortaleza —sin contar a sus defensores—, estarían mucho más a resguardo de eventuales sorpresas que en un amable palacio abierto a todos los vientos. En Anet sólo quedaría el personal necesario para el mantenimiento.
En un instante, todo entró en ebullición. Había que preparar los dos viajes, el segundo más importante que el primero puesto que se trataba de una verdadera mudanza. Lacayos y camareras entraron en actividad después de que se sirviera, para gran alivio del obispo, medio muerto de hambre y fatiga, una cena que a punto se había estado de olvidar.
Mientras tanto, Perceval de Raguenel galopaba, a la cabeza de una decena de hombres armados, hacia el pequeño castillo de La Ferrière, que conocía bien. Situado en la linde del gran bosque de Dreux, era una bella mansión perteneciente desde siempre al principado de Anet. Los barones de Valaines eran sus titulares desde que Hughes había seguido a Simón d'Anet a la cruzada a la que había sido empujado por las palabras ardientes de Bohemundo de Antioquía, venido a Chartres para desposar a Constanza, hija del rey Felipe I. Desde entonces, sus descendientes mantenían su fidelidad a la corona en primer lugar, y de inmediato a sus señores, fueran quienes fueren...
A Enrique IV no le había costado el menor trabajo obtener su lealtad, y Jean, el padre de Sylvie, combatió con valentía en Ivry y otros lugares. Eso le valió casarse con una joven prima de María de Médicis, a quien la reina madre había llamado a su lado para buscarle un partido. Chiara Albizzi tenía veinte años y Valaines le doblaba la edad. Ella era preciosa y él no demasiado bien parecido, pero el matrimonio, bendecido al día siguiente del asesinato de Concini, no fue por ello menos apacible y armonioso. Tres hijos vinieron a completarlo. Primero una niña, Claire, nacida en 1618; un varón, Bertrand, nacido el año siguiente, y finalmente la pequeña Sylvie, que vino al mundo en el otoño de 1622 pero que su padre apenas tuvo tiempo de conocer: pocas semanas después del nacimiento, una piedra lanzada por la honda de un desconocido le llevó a la tumba. Nunca se supo quién había sido el asesino. A Chiara de Valaines le quedaron sus bellos ojos para llorar a un esposo al que amaba, sus hijos, una fortuna sólida y algunos amigos, entre los cuales se encontraba Perceval de Raguenel, tal vez el más discreto de todos por estar locamente enamorado de la joven viuda sin haberse atrevido a declararse jamás.
Él era de origen bretón. A los diez años se convirtió en paje de la duquesa de Mercoeur, madre de Madame de Vendôme, y luego ocupó el puesto de escudero de su hija, con no poca satisfacción porque adoraba los caballos. Además, el cargo le dispensaba de verse envuelto en la barahúnda de un ejército siempre dispuesto a perseguir a un enemigo que, en aquella época agitada, cambiaba con frecuencia. Eso no quiere decir que fuera cobarde. Manejaba la espada como un virtuoso, pero prefería con mucho la pluma, y era un gran aficionado al estudio de la historia, la geografía, la astronomía, la literatura y la música; tocaba el laúd y también la guitarra, que le había enseñado un tránsfuga español. De un ingenio a menudo cáustico, era un mozo de buena estatura cuyo aire soñoliento, con los párpados casi siempre semicerrados, ocultaba una mirada particularmente penetrante.
Su primer encuentro con Chiara se remontaba a ocho años atrás. Él tenía entonces diecinueve y carecía de experiencia en la pasión amorosa, pero quedó fulminado a la vista de aquella exquisita estatuilla de mármol coronada por un cabello negro y brillante, con unos ojos oscuros tan grandes que parecían una máscara colocada sobre su rostro delicado. Sucedió durante una fiesta celebrada en Anet, y a partir de entonces efectuó frecuentes visitas a los Valaines sin informar de ello a la duquesa. Siempre era recibido en La Ferrière como un amigo fraternal, sobre todo después de la muerte del barón. De modo que, cuando poco antes vio a la pequeña Sylvie en un estado tan penoso, su corazón se llenó de aprensión. Si no hubiera llegado tan de inmediato la orden de Madame de Vendôme de enviarlo en busca de noticias, él se habría precipitado por su cuenta a la casa de Chiara sin pedir permiso.
Cuando con su criado Corentin Bellec y su tropa cruzó el antiguo puente levadizo, la noche era muy oscura y el silencio total. Ni una luz, ni un fuego encendido en el castillo, en las cocinas o en la graciosa residencia renacentista que Perceval conocía tan bien. Sin embargo, a la luz de las antorchas que llevaban, Raguenel pudo distinguir el cuerpo de una mujer que los cascos de su caballo habían estado a punto de pisotear. Desmontó y, de rodillas ante ella, reconoció a Richarde, la nodriza de Sylvie. Una gran herida cruzaba su espalda, y al volverla Perceval encontró entre sus dedos una pequeña cinta azul similar a la que había visto atada a los bucles rizados de la pequeña. Richarde había debido morir protegiendo a la niña, que luego se había escurrido de sus brazos para correr hacia lo desconocido con su muñeca.
Mientras, los hombres exploraban el interior de la mansión. Uno de ellos, su criado, volvió a la carrera:
—¡Es espantoso, señor! No hay nadie vivo en la casa. Los servidores, los niños... todos han sido asesinados.
—¿Y Madame de Valaines?
Corentin dirigió a su amo una mirada en la que brillaba algo parecido a la piedad.
—Venid —dijo—. Pero os prevengo que os hará falta valor.
Al franquear la puerta baja y bellamente decorada con florones de la mansión, Raguenel notó que el olor dulzón de la sangre se le aferraba a la garganta; y en efecto, había sangre por todas partes: una decena de cuerpos acuchillados yacían en las diferentes estancias, pero el mayor horror le aguardaba en el dormitorio de la castellana. El espectáculo era tan macabro que, espantado, en el primer momento tuvo el impulso de huir de allí: en medio de un caos de muebles volcados y rotos, de almohadones y colchones despanzurrados, yacía Chiara, casi desnuda y degollada. Su vestido alzado y desgarrado, sus piernas separadas revelaban con claridad que, antes de asesinada, había sido violada. Los ojos de la joven estaban aún abiertos de par en par al martirio que había sufrido. La expresión que se habían llevado a la eternidad reflejaba espanto y dolor. Para colmo de horrores, habían impreso en su frente, sin duda como señal de diabólica posesión, un sello de lacre rojo en el que únicamente se leía la letra griega omega.
Raguenel dejó escapar una risa seca, mucho más triste que un sollozo:
—Mira, Corentin, esto no ha sido obra de un salteador de caminos cualquiera o de un sicario acostumbrado a las matanzas en masa... ¡El verdugo es un hombre culto! Lee el griego, e incluso lo escribe. ¿Por qué omega? ¿Es una inicial elegida con una intención galante o bien el final de algo en la gran tradición cristiana: la omega de no sé qué alfa? ¡Pero no estoy dispuesto a que un ángel lleve en la tumba ese signo de infamia!
Sacó su daga y, arrodillado sobre los escalones del lecho, intentó despegar el sello, pero el lacre estaba muy pegado y sus manos temblaban. Corentin intervino:
—Deberíais dejarme a mí, señor. No es ése el modo de despegar el lacre. Se necesita una hoja muy fina, la de una navaja de afeitar, que se pone a calentar. Luego, cuando la cera se ha reblandecido, se desliza con suavidad un pelo de crin de caballo. Muy suavemente, para no estropear nada.
—¿Dónde has aprendido eso?
—Con los benedictinos de Jugon. Cuando me tomasteis a vuestro servicio, no os oculté que me había escapado. Allí me cogió cariño el padre Anselmo, que tenía pasión por los manuscritos, las cartas y esa clase de cosas. Fue él quien me enseñó a leer y escribir. También me enseñó cómo actuar cuando se quiere conservar intacto un sello. Si no se hace así, se rompe en pedazos...
—Sería hacerle más daño a ella —protestó Perceval, con los ojos fijos en la joven muerta—. Pero, quiero conservar ese lacre. Es el testimonio del martirio de una inocente y tal vez me lleve hasta el asesino. A éste, me propongo enviarlo a los infiernos para reunirse allí con sus semejantes. ¡Intenta quitar ese horror sin herirla, mi Corentin!
—Lo haré lo mejor que sepa, pero de todos modos debajo está la quemadura de la cera caliente...
—Es evidente. Necesitamos una navaja barbera.
Iba a salir cuando apareció uno de los hombres que le habían acompañado.
—¿Qué hacemos, señor? No podemos dejar a estos infelices a merced de las alimañas. Además llegan los días de calor y...
—¡Buscad sábanas, mantas, todo lo que pueda servir de mortaja! ¡Traed a los niños aquí, junto a su madre, y esperadme! Vuelvo al castillo a informar a la duquesa y recibir órdenes de ella. Regresaré con un cura, el magistrado del principado y todo lo necesario para que estas pobres gentes sean enterradas cristianamente.
Antes de salir, Raguenel dejó que sus ojos se posaran por última vez sobre la que tanto había amado, y que se llevaba con ella los recuerdos más tiernos de su juventud. De haber sido un personaje más importante, no habría dudado en pedirla en matrimonio, pero no tenía nada que ofrecerle, salvo un gran amor y un nombre sin tacha. Por más joven que fuese, supo en ese momento que ninguna mujer podría hacerle olvidar su sonrisa, su mirada de terciopelo, la gracia de su persona en los menores gestos. Le quedaba el recuerdo y una amarga sed de venganza. Nada le apartaría de su búsqueda: aunque tuviese que viajar hasta los confines de la tierra y el mar, buscaría al omega asesino y, cuando lo encontrase, ningún poder humano le libraría de su brazo. Después, pensaría en hacer las paces con Dios, porque está escrito que la venganza únicamente le pertenece a Él; no faltaban los monasterios a los que podría ir a enterrarse... Mientras tanto, necesitaba reflexionar, buscar, investigar el pasado tan breve de aquel lirio florentino arrancado de la manera más brutal... Y de súbito le pareció oír, en el fondo de sí mismo, una voz débil y dulce que imploraba:
«¡Mi hija... mi pequeña Sylvie! ¡Piensa en ella! Cuida de ella...»Entonces, aún una última vez, se acercó al lecho, se inclinó sobre una de las manos menudas, tan blancas y frías ahora, y posó en ella sus labios.
—Por mi honor y por la salvación de mi alma, os lo juro, Chiara. ¡Descansad en paz!
Sin preocuparse de los dos testigos de aquella emotiva escena, se precipitó fuera de la estancia, bajó a la carrera por la escalera, desató su caballo, se aupó de un salto y partió a galope tendido a través del bosque nocturno que antaño cruzaba al paso y dejando la rienda floja cuando regresaba de La Ferrière, para tener tiempo de soñar y escuchar aún el eco de un laúd pulsado por unas bonitas manos blancas. Pero esa noche Perceval de Raguenel, aquel joven siempre tranquilo, a veces hasta la despreocupación, sentía la necesidad de un ejercicio violento. Una lechuza, el ave símbolo de la sabiduría, lanzó su grito por tres veces en la espesura del bosque, pero él no la oyó. Sus oídos estaban llenos de un viento huracanado...
Después de veinte minutos de loca carrera, entró en Anet a una velocidad infernal, saltó al suelo en el patio iluminado por antorchas, puso la brida en manos de un palafrenero salido de ninguna parte y se precipitó hacia los aposentos de la duquesa.
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