Al oírlo, Mademoiselle de Hautefort suspiró y elevó hasta muy arriba sus bellas cejas. En algunos momentos se preguntaba si la persona a cuya causa se había entregado en cuerpo y alma era tan inteligente como le hubiera gustado creer... Una pregunta que también la joven Mademoiselle de l'Isle se planteaba ya desde algún tiempo atrás...


TERCERA PARTE


La hora del demonio



10


Los secretos de Marie de Hautefort


Texto. François estuvo tascando el freno en Chenonceau hasta mediados de noviembre. Sorda a los suspiros de la reina, ciega ante las cartas delirantes que le hacía llegar el amante desesperado, Mademoiselle de Hautefort pretendía dejar libre su plaza al rey con la esperanza de que se decidiría a pasar junto a su mujer esa noche que la corte esperaba desde hacía tres años con ávida curiosidad. Por desgracia, nada ocurría. Luis XIII ponía buena cara a su esposa y le mostraba todo el respeto que era de desear, pero no se decidía a comportarse como un marido, a pesar de los reproches con que le abrumaba Marie, cuyo favor recuperado ante el rey seguía vigente.

En cambio, al menos dos veces por semana se dirigía al convento de la Visitación, en la Rue Saint-Antoine, para platicar allí con la hermana Louise-Angélique, antes Louise de La Fayette. Era la única persona a la que se permitía aproximarse a la reja del oscuro locutorio. Ella aparecía como una sombra blanca tras los barrotes a los que en ocasiones él se aferraba con la esperanza insensata de llevársela de nuevo a su lado.

A pesar de las victorias que se sucedían, la atmósfera de la corte volvía a ser irrespirable. En primer lugar, se guardaba un nuevo luto: en esta ocasión se trataba del cuñado del rey, el duque Víctor Amadeo de Saboya, al que tenía un gran cariño. Su muerte iba a complicar considerablemente los asuntos de Italia, porque el duque dejaba como heredero a un niño de cinco años, cuyos derechos sería preciso defender.

Cansada de suplicar sin obtener satisfacción, Marie de Hautefort decidió que era hora de complacer a la reina e hizo llamar a Beaufort, que acudió tan rápido como pudo traerle su caballo. Al mismo tiempo, ella se trasladó al convento de la antigua doncella de honor, pidió una entrevista y permaneció con ella bastante tiempo. Volvió satisfecha y se dispuso a preparar una hazaña peligrosa para Fran9ois: reunirse con la reina de noche y en pleno Louvre.

Él se había introducido ya una vez, disfrazado de médico, con el pretexto del falso empacho de Stéfanille, pero sólo había estado un momento, el tiempo de una breve charla y de hacerse cargo de algunas cartas. Ahora se trataba de proporcionar a los amantes un rato de auténtica felicidad, rogando a Dios para que fuera fructífero. Por suerte, el rey seguía galopando de un castillo a otro, en los alrededores de París. Su último capricho era visitar con frecuencia el pequeño castillo de Saint-Maur, que había pertenecido a Catalina de Médicis. Situado en una revuelta del Marne, se trataba de un lugar encantador donde los pesares y los ensueños del rey se diluían en una suave melancolía. En dos o tres ocasiones ya, se había trasladado allí desde Versalles, sin olvidar hacer un alto en el camino, en la Rue Saint-Antoine.

Los temores de Marie resultaron infundados. La noche de la visita de François todo se desarrolló sin el menor contratiempo. Entró en el palacio por la mañana con el aspecto terroso de un hortelano que llevaba coles a las cocinas, y desde allí, gracias a un cocinero sobornado, consiguió llegar hasta un escondite donde le esperaban una librea de lacayo y una peluca morena. Estuvo oculto todo el día, hasta que el viejo Louvre, repleto de escondites y pasadizos secretos, durmió al fin. Marie fue entonces a buscarlo, con la promesa de volver antes del amanecer para facilitarle la salida. Lo cual ocurrió punto por punto, según el plan previsto.

Al día siguiente la reina estaba alegre, aunque se esforzaba por no hacer demasiado aparente su gozo interior a las numerosas miradas —de las doncellas de honor u otras— que la espiaban sin descanso. Se había reanimado al calor de aquel muchacho tan joven y tan enamorado que le hacía recuperar sus veinte años y olvidar los quince que les separaban. Sin embargo, Marie no estaba del todo satisfecha:

—Me pregunto si las cosas no han ido demasiado bien —confió a Sylvie, que le preguntó por su aspecto preocupado.

—Pero ¿qué queríais que pasara?

—No lo sé, pero en una mansión como ésta, de noche, siempre hay pequeños incidentes... encuentros. Pero, tanto a la ida como a la vuelta, no se ha tropezado con nadie, a excepción de criados dormidos y guardas apoyados en sus alabardas, con una falta de curiosidad increíble...

—¿No exageráis? Iba vestido de lacayo y acompañado por vos. ¿Quién iba a interesarse por él?

La Aurora se pasó por la frente una temblorosa mano.

—Es posible que tengáis razón, pero, Sylvie, la aventura de anoche será la única que tenga este escenario. ¡He pasado demasiado miedo!

—También yo —confesó la joven—, pero ¿creéis que los dos se contentarán con estos cortos momentos? Yo le observé a él, y a ella la he visto esta mañana, cuando entró en su alcoba. He visto la misma felicidad reflejada en sus rostros... —Al acabar la frase, hubo de retener sus lágrimas.

Marie tuvo entonces para ella un gesto inesperado, caluroso y lleno de afecto. Cogió entre sus manos las de su joven compañera.

—¡Pobre gatita! Estoy de tal modo obsesionada por su gloria, por querer para ella el mayor triunfo de una reina, dar un heredero a este reino contra viento y marea, que me olvido de vuestro pobre corazoncito, que como amantes egoístas ellos no paran de pisotear. ¿No me guardáis rencor por ello? ¿Y seguiréis ayudándome?

—Si pisotean mi corazón, lo mismo hacen con el vuestro, pero su excusa es que lo ignoran. Y además, sois la única amiga que tengo en este palacio. En estas condiciones, ¿qué no haría por ayudaros?

Un mismo impulso las echó en brazos la una de la otra. Fue un abrazo sin palabras inútiles, venido del corazón y que sellaba una especie de pacto. Marie lo rubricó al decir:

—Rezaré a Dios para que me conceda el poder ayudaros algún día... Mientras tanto, el próximo encuentro tendrá lugar en el Val-de-Grâce. Allí estaré más tranquila.

—¿En la abadía? Pero ¿cómo lo haremos? Han reemplazado a la superiora y tapiado la puerta...

—Pero no han levantado más el muro. Con una buena cuerda, un muchacho de veinte años podrá saltarlo sin dificultad. ¡Sobre todo si está tan enamorado como ese loco!

Demasiado feliz para poner reparos, la reina dejó todo en manos de su fiel dama de compañía. Ella también prefería el Val. Incluso con una abadesa hostil. Decidieron que el próximo encuentro tendría lugar en cuanto el rey anunciara su intención de ir a pasar unos días en Versalles. La reina iría entonces a recogerse en su convento favorito. Sólo se quedaría allí una noche, para no despertar nuevas sospechas.


El rey partió el primero de diciembre, y el día 2 la reina anunció su intención de efectuar una breve visita al Val-de-Grâce entre el jueves 3 y el viernes 4, con el fin de meditar en un lugar que le era querido, y en el momento en que se iniciaba el Adviento. Como de costumbre, sólo la acompañarían unas pocas personas.

Para su gran sorpresa y alivio, Sylvie no formó parte del séquito. En el último momento, la reina decidió que la acompañarían su dama de honor y su dama de compañía. Aquello provocó burlas de las doncellas de honor, que lo consideraron el anuncio de una inminente caída en desgracia, pero Marie de Hautefort hizo callar a todas al decir que, como la reina sólo iba al Val por unas horas, en una visita tan corta no necesitaría la presencia de su cantante favorita: en la capilla sólo se celebrarían los oficios ordinarios. Luego dijo a Sylvie, aparte:

—Habida cuenta de los últimos acontecimientos, era preferible una dama más madura. Lo cual no cambiará nada de lo que está decidido —añadió, sonriendo—. Madame de Senecey necesita muchas horas de sueño, y puedo aseguraros que dormirá como un ángel. ¡Yo me ocuparé de ello!

Como el equipaje que solía llevar en tales circunstancias estaba preparado, Sylvie decidió ir a pasar la noche en casa de su padrino. La idea de quedarse en el Louvre sólo con la compañía de las demás doncellas de honor, propensas a los celos y con frecuencia de una malevolencia mezquina hacia ella, no le atraía. Se fue, por tanto, a la Rue des Tournelles, siempre acompañada por Jeannette.

La señora Nicole y Corentin la recibieron con los brazos abiertos y procuraron compensar la decepción que le esperaba allí: no vería al caballero hasta la mañana siguiente.

—Su amigo el señor Renaudot ha venido a buscarle hace un momento —explicó Corentin—, como ha ocurrido muchas otras veces. Cenan juntos y luego no sé bien lo que hacen, pero siempre están fuera hasta altas horas.

—¿Y no sabes adonde van? —preguntó Sylvie.

—A fe que no. Me preocupa un poco porque tengo idea de que salen a correr no sé qué aventuras, y no me gusta mucho que el señor Perceval me venga con misterios.

—¿Misterios? ¿A ti, que eres su acompañante desde siempre?

—¡Pues sí! Dice que no quiere que Nicole se quede sola por la noche. Por más que el barrio sea elegante, no siempre es seguro. Pero posiblemente sea su amigo quien no quiere que vaya yo.

—¿Qué dices? —sonrió Sylvie—. El primer motivo me parece más válido. Tienes que vigilar la casa. Esta noche cuidarás también de Jeannette y de mí... y dile a Nicole que cenaré con vosotros. Espero que nos prepare algún guiso sabroso...

—No paséis cuidado —dijo Corentin, recuperando su buen humor—, ¡está ya metida hasta el cuello en masa pastelera!

Por la casa se difundían aromas de mantequilla y caramelo. Sylvie fue a descansar a su habitación mientras esperaba la hora de sentarse a la mesa. El tiempo gris, frío y ventoso no hacía atractivo el jardín, cuyo suelo estaba alfombrado de hojas muertas.

La ausencia de Perceval la inquietaba. ¿Seguía buscando al misterioso criminal al que había aludido cuando se encontraron a orillas del Sena, cerca de la puerta de Nesle? Fue la pregunta que le hizo cuando, a la mañana siguiente, lo encontró a la mesa del desayuno.

Hablaron de unas cosas y otras, pero sólo cuando Perceval volvió a su gabinete, donde Corentin acababa de encender un buen fuego, planteó Sylvie la cuestión que le quemaba los labios.

—No he olvidado nuestro encuentro en la puerta de Nesle, padrino. Me habíais dicho que buscabais a un asesino. ¿Es a él a quien perseguís de noche con el señor Renaudot, o buscáis a otro?

El rostro fatigado de Raguenel se distendió en una sonrisa cansada.

—Perseguimos aún al mismo, por desgracia. Es un monstruo que parece poseer el poder de desaparecer en las tinieblas una vez consumada su fechoría. El miserable ataca a las mozas que se ofrecen en las calles. Las viola, las degüella y las marca en la frente con un sello de lacre rojo con una letra griega impresa: omega.

—¡Qué horror! Pero perseguirle es una tarea ingente. ¡París es muy grande! ¿No os ayuda la ronda?

—No es lo bastante numerosa para vigilar todos los lugares peligrosos. Y además, con frecuencia son corruptos. ¡Necesitaríamos una verdadera policía!

—Pero a fin de cuentas, ¿por qué os interesáis por la suerte de esas desventuradas? ¿Es para ayudar a Madame de Vendôme, que cada día está más dedicada a su redención?

—No. He hablado con ella, pero no puede hacer nada. Renaudot y yo tenemos la idea de ir una noche al barrio de los Inocentes, en la corte de los Milagros, para encontrar al Gran Coesre, el jefe de los bandidos, e intentar conseguir su ayuda...

—¡Estáis locos! ¡No saldréis vivos de allí!

Él le dedicó una sonrisa que se parecía bastante a una mueca.

—Eso es lo que nos hace dudar. Si nos asesinan para robarnos, las víctimas no ganarán gran cosa. Sin embargo, hemos observado que los asesinatos tienen lugar sobre todo las noches de luna llena. Es bastante extraño, porque son las noches más claras...

Sylvie se colocó a sus pies y tomó en las suyas las manos de su padrino:

—Os lo suplico, dejad de poner en peligro vuestra vida de esa manera. Sé muy bien que es espantoso, pero esas mujeres saben que corren peligro, puesto que cualquier paseante tardío lo corre en la noche de París. Y si os sucediera alguna cosa..., yo no tendría a nadie en el mundo. ¡Y os quiero mucho!

Conmovido, él la sentó sobre sus rodillas como cuando era pequeña y la besó con ternura: