—¡No te atormentes, corazón mío! Sabemos defendernos y vamos siempre bien armados. Lo peor es la ley del silencio que rige en los bajos fondos. Nadie quiere ayudarnos porque todo el mundo tiene miedo...

—Entonces renunciad.

—No; es imposible. No puedo renunciar; lo he jurado y...

Calló al comprender que se adentraba por un camino espinoso, pero Sylvie le había oído muy bien.

—¿Lo habéis jurado? ¿A quién?

La voz de Corentin, que acababa de entrar sin ser oído con una brazada de leña, se hizo oír de súbito:

—Deberíais decirle la verdad, señor caballero. Ahora ya es lo bastante mayor, y como vive en la corte conviene que lo sepa todo acerca de sí misma, a fin de protegerse mejor.

—¿Tú crees?

—Sí. Ya es tiempo...

Perceval apartó a Sylvie y la hizo sentarse en el sillón situado frente a él.

—Tienes razón —dijo a su leal Corentin.

Contó entonces su amistad con los Valaines, el cariño que sentía por Chiara y el drama de La Ferrière, la forma en que François salvó a Sylvie, su instalación en la casa de Vendôme y la decisión de cambiarle el nombre y no ahorrar ningún esfuerzo para borrar de su memoria los recuerdos que podía conservar de su primera infancia.

Ella le escuchó con atención apasionada, y, cuando él hubo terminado guardó unos momentos de silencio.

—¡Sylvie de Valaines! —suspiró finalmente—. ¡Es verdad que me llamaba así, ahora me acuerdo! Es corno si acabarais de desgarrar una cortina de niebla acumulada a mi alrededor... Todo reaparece... ¡Oh, es asombroso! ¡Y Jeannette ha callado todo este tiempo!

—Te quiere y ha prometido callar, como tú has de prometerme que lo guardarás todo en el fondo de tu memoria y no permitirás que vuelva nunca a la superficie. ¡Sería demasiado peligroso! Ya es bastante que ese La Ferrière salido de no se sabe dónde se haya atrevido a pedir tu mano.

—¿Creéis que lo sabe?

Perceval sonrió con ternura a su ahijada.

—No hay necesidad de saberlo para desear casarse contigo, mi gatita. ¡Eres preciosa! Pregúntaselo si no a nuestro amigo D'Autancourt.

—Entonces ¿pensáis que el miserable que asesina en las calles es el mismo que mató a mi madre?

—Estoy convencido. El procedimiento es el mismo, y la firma también...

—Pero ¿por qué? Cuando se quiere a alguien...

—El amor en un ser básicamente malvado puede ser el peor de los males. La desgracia de tu madre consistió en haberse visto mezclada sin quererlo en lo que puede llamarse un secreto de Estado.

—¿También? —suspiró Sylvie.

—¿Por qué dices «también»?

Ella se encogió de hombros.

—Sabéis bien lo que os he confiado, padrino. Empiezo a preguntarme si las mujeres de mi familia no sufren una maldición que se transmite de madre a hija. En todo caso, gracias a vos comprendo ahora por qué; cuando estábamos en Anet, siempre nos prohibían ir a pasear del lado del castillo que se llama La Ferrière...


De vuelta en el Louvre, adonde llegó acompañada por Perceval hasta el cuerpo de guardia, Sylvie encontró a la reina y a sus damas entregadas a un alegre alboroto que no tenía nada que ver con lo que debía de haber ocurrido la noche anterior en el Val-de-Grâce: habían llegado correos de Roma, precediendo a un convoy con estatuas y bronces antiguos destinados al Palais-Cardinal. Venían cargados con sacos cuya destinataria era la reina, y que contenían tesoros: guantes, perfumes, encajes de Venecia, brocados de Milán, corales destinados a formar collares, y otros muchos de esos objetos menudos y muy caros que hacen enloquecer a las mujeres. Aquel día, el gabinete de la reina parecía una pajarera... o una tienda de modas.

—¿Esos regalos vienen de Roma? —se asombró Sylvie—. ¿Es el Papa quien los envía?

Marie de Hautefort soltó una carcajada:

—¡Claro que no, cabeza de chorlito! Estos regalos los envía un personaje que ha encontrado la forma de intimar con el cardenal y de gustar a la reina al mismo tiempo. Es monsignore Mazarino...

—Nunca he oído ese nombre.

—¿Y cómo podríais haberlo oído? Llamó la atención de Richelieu con ocasión del asunto de Casale, en el que jugó un papel destacado como diplomático. Luego estuvo aquí... hace tres años, creo, como vicenuncio de Su Santidad, y poco después el Papa le envió como nuncio extraordinario. El cardenal lo aprecia...

—¿Y a pesar de eso Su Majestad le tiene estima?

—Pues sí. No es un hombre de alta cuna, pero tiene bastante atractivo y, si queréis saberlo todo —la Aurora se inclinó hacia su joven compañera para susurrarle al oído—, ¡se parece un poco al difunto duque de Buckingham!

—¡Dios mío! Pero ¿entonces...?

—¡Chissst! Calma. Su recuerdo no supone una amenaza para nadie. Por más que Mazarino haga toda clase de esfuerzos para no caer en el olvido. Por lo que yo sé, arde en deseos de volver a Francia, e incluso de nacionalizarse para trabajar junto a nuestro ministro, de quien proclama a los cuatro vientos que es el más grande hombre que ha conocido. ¡Yo lo odio!

Ese juicio tajante puso fin a la conversación. Sylvie la olvidó muy pronto. La reina repartía algunos de los regalos romanos, que visiblemente la encantaban. Hacía tiempo que no se la veía tan alegre. Con un precioso espejo de mano de marfil labrado examinaba su imagen con una sonrisa llena de complacencia. Se encontraba bella, y lo estaba...

—Es inútil preguntar si todo fue bien la noche pasada —murmuró Sylvie al reunirse de nuevo con Marie en el camarín de las joyas.

—De maravilla. Aunque perdieron mucho tiempo por culpa de un pique de celos relativo a Madame de Montbazon. Y luego nuestro amigo se marchó contento sólo a medias, sobre todo porque no volverán a verse durante bastante tiempo. Hemos entrado en el Adviento y pronto llegarán las fiestas de Navidad. Vamos a poder descansar un poco, Sylvie. Sobre todo si mañana las cosas van como deseo...

—¿Qué ocurre mañana?

—Ya lo veréis. En fin... ¡espero!

Sylvie no se atrevió a insistir. La Aurora parecía decidida a no decir nada más. De modo que la velada se alargó hasta hacerse interminable para la joven curiosa, a pesar de que la reina la invitó a cantar. Ana de Austria se sentía sobreexcitada, y le apetecía escuchar una voz dulce y una música agradable. Mientras Sylvie cantaba un romance, se preguntó en quién estaría pensando la reina mientras acariciaba distraídamente las turquesas incrustadas en el bello espejo que acababa de recibir: ¿en el hombre que se lo había enviado, en el amante de la noche pasada, o en el recuerdo aún vivo del guapo inglés cuya imagen no habían conseguido borrar los años transcurridos?

El día siguiente amaneció gris, apagado, azotado por un viento inclemente que quitaba las ganas de salir. Las horas fueron arrastrándose entre la misa y las diferentes devociones, las audiencias, las comidas y las visitas de la tarde, entre las cuales se contaron Madame de Vendôme y Elisabeth, a las que Sylvie no veía desde hacía mucho tiempo. Venían de Saint-Lazare, donde Monsieur Vincent estaba inquieto por el número creciente de niños abandonados, con la intención de recurrir a la generosidad de la reina. Después de obtener plena satisfacción a sus peticiones, no prolongaron la visita y se contentaron con besar a Sylvie antes de marcharse. Por otra parte, el tiempo empeoró con la aparición de fuertes vientos y remolinos que no anunciaban nada bueno.

—¡Vamos a tener una bonita tormenta! —observó Hautefort mientras contemplaba las maniobras de los patrones que se apresuraban a atracar sus barcazas en el Sena. Luego añadió, bajando la voz—: Empiezo a creer que el Cielo está con nosotros.

A partir de ese momento permaneció sin moverse en el vano de una ventana, observando el empeoramiento progresivo del tiempo. Hacia las cuatro estalló la tempestad, con una violencia tal que partió ramas de árboles, arrancó las lonas de los andamios del patio del Louvre e hizo volar las pizarras de los tejados de varias casas. Duró largo rato, hasta el punto de que el confesor de la reina aconsejó a las damas que orasen. Sólo Marie de Hautefort siguió en el mismo lugar, tan rígida y ausente, tan pendiente del cielo negro cuyas voces furiosas parecía escuchar, que nadie se atrevió a molestarla...

Y luego, de súbito, al estruendo de fuera se añadió el del interior del palacio. Llamadas, órdenes, resonar de armas y el anuncio de una llegada repetido de puerta en puerta hasta que las del salón de la reina se abrieron ante un caballero calado hasta los huesos que, al saludar, envió a los cuatro puntos cardinales una rociada de gotas procedente de las plumas informes de su sombrero.

—Y bien, Monsieur de Guitaut, ¿qué venís a decirnos con tanta urgencia? —preguntó Ana de Austria, que había reconocido al capitán de la guardia.

—Anuncio al rey, señora... en caso de que Vuestra Majestad tenga a bien ofrecerle la hospitalidad de sus aposentos.

—¿Dónde está mi esposo?

—En el convento de la Visitación, señora. El rey viajaba de Versalles a Saint-Maur, donde su servicio le ha precedido esta mañana, pero la tormenta es tan terrible que las damas del convento han suplicado a Su Majestad que no se aventure a cruzar el bosque de Vincennes, donde la fuerza del viento está abatiendo muchos árboles. El camino es demasiado largo, y el Louvre está mucho más cerca...

La sonrisa de la reina se reflejó en la de Mademoiselle de Hautefort, que había dejado su puesto junto a la ventana para correr a colocarse a su lado con un rostro casi resplandeciente.

—En todas partes está el rey en su casa, Monsieur de Guitaut. Espero que no dude del placer que tendré al hospedarle.

—No... En verdad, no, pero el rey teme perturbar a Vuestra Majestad en sus costumbres.[29] La reina cena tarde, se acuesta tarde, y...

—Y a mi esposo no le agrada ni una cosa ni la otra —concluyó Ana de Austria con una risa sincera—. Volved a su presencia... o mejor enviad a alguien más seco, a decirle que daremos las órdenes oportunas y encontrará dispuesto todo a su conveniencia.

—Iré yo mismo, porque no se puede estar más empapado de lo que estoy. ¡Y doy las más rendidas gracias a Vuestra Majestad!

De inmediato empezó el zafarrancho. Se enviaron a las cocinas las instrucciones necesarias para que se apresurasen los preparativos, se colocó la «cabecera» en el salón de la reina, y el palacio adoptó su aspecto más amable para recibir a su soberano, con una agitación febril. ¿Iba finalmente a producirse el acontecimiento esperado desde hacía tanto tiempo? ¿Se contentaría el rey con dormir cerca de su mujer, o bien...?

Sylvie no pudo contenerse y formuló esas preguntas cuando, en el guardarropa de la reina, ayudaba a la dama de compañía a reunir los elementos del atuendo que reclamaba su ama. Marie se rió en sus narices:

—¿Qué queréis que os responda? Lo importante es que venga, y supongo que nuestra hermana Louise-Angélique ha tenido que poner mucho de su parte para conseguirlo, tal como yo se lo pedí. En cuanto al resto, solamente puedo deciros que el rey dormirá bien...

—¿Dormir? Pero...

—Seguramente no tiene intención de nada más, pero sabed que es muy posible dormir bien y también tener hermosos sueños. ¡Yo cuidaré de ello, podéis estar segura!


La alegría de la corte contrastaba con el aire más bien huraño de Luis XIII cuando hizo su entrada en la Cour Carrée a la cabeza de sus caballeros. El descendiente de san Luis no tenía el aspecto de alguien que se dispone a disfrutar de hermosos sueños. Sin duda se comportó con una cortesía impecable e incluso exquisita cuando cumplimentó a su mujer por su tez, su buen aspecto y su atuendo, pero era evidente que no deseaba más que una cosa: que aquella noche a la que le forzaban Louise y los elementos desencadenados pasara lo más aprisa posible.

Se cenó en petit comité, para gran decepción de la multitud de cortesanos que pensaban dar pábulo a su curiosidad con cada palabra y cada expresión del real rostro. Después, Sus Majestades se retiraron para pasar la noche, escoltados por sus damas y sus gentilhombres, en menor número pero sin duda con la misma expectación que en la noche de bodas. Y de hecho, era hasta cierto punto la misma situación: hacía más de tres años que el rey no visitaba el lecho de su esposa... Sin embargo, la última imagen que tuvieron de la real pareja no parecía particularmente esperanzadora: después de recibir con una mirada sombría los últimos saludos y reverencias, Luis XIII deseó buenas noches a la reina, se caló el gorro de dormir hasta los ojos, se acomodó en su lado de la cama y se durmió de inmediato, como un hombre cansado después de una larga jornada.