Todos se alejaron haciendo comentarios sobre el acontecimiento en voz baja, a fin de no despertar al rey ni, sobre todo, los ecos de palacio. El batallón de doncellas de honor zumbaba como un enjambre de abejas. Sylvie se contentó, al reunirse con su amiga, con alzar unas cejas inquisitivas. Casi con el mismo laconismo, Marie le dedicó una sonrisa socarrona.

—La noche es muy larga —murmuró.

Nadie durmió en el Louvre. El rey había ordenado que se le despertara temprano para poder ir al encuentro de su mobiliario y de sus servidores en Saint-Maur. Para no perderse el momento en que saldría para oír misa, los cortesanos optaron por no volver a sus casas y se acomodaron lo mejor que pudieron en las antecámaras, las galerías y las salas de recepción. Contagiado por aquella fiebre, incluso el capellán pasó la noche en vela.

También otras personas velaron. En la capilla de la Visitation Sainte-Marie, como en el Val-de-Grâce y en otras comunidades de religiosas de París, se rezó a la luz de los cirios que no llegaban a calentar las losas heladas. Se rezó hora tras hora para que la pareja real por fin reunida diera un heredero al reino.

Las oraciones de sor Louise, que se esforzaba por acallar los gritos de un corazón desgarrado por unos celos muy terrenales, suplicaron sin descanso a Dios un hijo. ¡Sobre todo que fuera varón, para no tener que volver a empezar las súplicas con que había abrumado aquel día a su regio amigo!

Finalmente, como la noticia no había llegado únicamente a las abadías y los monasterios, en las tabernas se bebió con gallardía a la salud del rey.

Fue una noche distinta a todas las demás, y que finalizó con la llegada de un día gris y frío pero tranquilo. La violenta tempestad venida del mar siguió su camino hacia el este, dejando detrás la ardua tarea de borrar las huellas de su paso.

Cuando Luis XIII apareció, luciendo un traje ceñido de ante, de corte militar, y botas, impecable como de costumbre, paseó por un instante su mirada sombría por la multitud desaseada, desaliñada y extenuada, inclinada ante él según el rito exigido por el protocolo. El espectáculo debía de ser bastante divertido, porque bajo su mostacho se adivinó la sombra de una sonrisa.

—¡Si yo estuviera en vuestra situación, señores, me iría a dormir! —dijo de buen humor.

Y se puso en marcha acompañado por sus guardias, sus suizos y su casa militar, todos ellos acostumbrados ya a las noches sin sueño, y que a duras penas ocultaban su regocijo.

Sin embargo, sin desanimarse, la corte prosiguió su vela: no habían podido leer nada en el rostro indescifrable del rey; faltaba ver el de la reina, y ésta se levantó aquel día más tarde que de costumbre.

Tanto se retrasó que, cuando se supo que la reina oiría la misa en su oratorio privado, la mayoría de los cortesanos se decidieron a volver a sus casas para arreglarse un poco. Pero a lo largo de la jornada el «todo París» con acceso a la corte se precipitó al Louvre siguiendo las rodadas de la carroza de la señora princesa de Conde. Las más altas damas, los más grandes señores —los que no estaban en el exilio, en el ejército, acompañando al rey o cumpliendo con sus cargos provinciales— corrieron para felicitar a la reina como si ésta acabara de realizar una portentosa hazaña. La duquesa de Vendôme llegó de las primeras. Llevada por su entusiasmo, estrechó a Ana entre sus brazos.

—¡Hermana, qué gran día! Vengo de ver a Monsieur Vincent. Está transido de alegría. ¡Ha tenido en estos días la revelación de que vais a quedar embarazada!

El último en llegar fue el menos esperado: François de Beaufort aguardó su turno para rendir pleitesía, pero su aspecto al entrar hizo temblar a Sylvie y borró la sonrisa de la Aurora. A pesar de su alta estatura y sus cabellos claros, parecía una sombra. Suntuosamente vestido de terciopelo gris con bordados de plata, mostraba por encima de la blancura inmaculada del cuello almidonado un rostro tenso en el que el bronceado habitual había adquirido un tono grisáceo. Avanzó muy rígido, casi arrogante, con el sombrero en una mano y la otra pellizcando nerviosamente la borla de raso de la empuñadura de su espada, y ante él, el círculo que rodeaba a la reina se apartó para dejarle paso.

«Dios mío —rezó en silencio Sylvie—, ¡haced que no cometa ninguna tontería! Tiene la cara de los días malos...»

—¡Ah, Monsieur de Beaufort! —dijo la reina con una sonrisa radiante—. Hace tiempo que no os veíamos por aquí. ¿Venís también a ofrecernos vuestras felicitaciones?

—¡Desde luego, madame! He sabido, con profunda alegría, que el rey se ha acordado por fin de que tenía por esposa a la más bella de las damas. ¡Y como la felicidad se refleja en el rostro de la reina, no puedo sino sentirme el más feliz de los hombres!

—Sois un buen súbdito, querido duque.

—No mejor que los demás, madame. Me limito a hacer lo mismo que todo el mundo... ¿Puedo asimismo felicitar a Vuestra Majestad por el precioso abanico que con tanta gracia maneja? Un objeto muy bonito, en verdad.

—Y que viene de lejos. De Roma, para no ocultaros nada.

—¿Acaso os lo ha enviado mi tío, el mariscal d'Estrées?[30]

—No, por cierto. Es un regalo de monsignore Mazarino, a quien todos aquí recuerdan con agrado. —añadió, elevando el tono de voz—. Esta chuchería nos llegó antes de ayer, con otros mil objetos... ¿No es una preciosidad?

El rostro de Beaufort se encendió súbitamente. Por sus ojos azules pasó un relámpago de cólera.

—¡Qué audacia la de ese hijo de un lacayo que ni siquiera es sacerdote! ¡Se atreve nada menos que a hacer regalos a la reina de Francia! ¿Es que no hay suficientes buenos gentilhombres en este país para ofrecer a nuestra soberana todo lo que podría agradarle?

La reina enrojeció a su vez.

—¡Olvidáis a la vez quién sois y a quién estáis hablando! Insultáis a un ausente, lo que es grave porque no puede responderos; y, aún más grave, os permitís criticar nuestras amistades.

—¿Amistad? Ese Mazarino es muy amigo del cardenal. No sabía yo que Vuestra Majestad compartiera sus gustos.

—¡Ya basta, monsieur! Retiraos. ¡Vuestra presencia nos desagrada!

La aparición de una pareja que venía con retraso —el gobernador de París y su esposa, la encantadora duquesa de Montbazon— vino a despejar la atmósfera. François, sintiéndose muy desgraciado, retrocedió, y más aún de lo que habría querido porque Marie de Hautefort le tomó de la cintura y tiró de él hasta que ambos se encontraron al resguardo en una esquina de la estancia, donde se les unió Sylvie.

El lugar, situado entre una cariátide que sostenía la gran tribuna de la orquesta y el ángulo formado por la galería, un poco apartado, estaba bien elegido.

Cuando llegó Sylvie, Marie acababa de pasar al ataque.

—¿Estáis loco al venir aquí con una cara de dos palmos de largo y quejaros a la reina como si ella os debiera alguna cosa? En verdad, querido duque, empiezo a lamentar haberos favorecido. ¡No servís más que para cometer insensateces!

Sylvie asumió el papel de abogado defensor.

—No seáis tan dura, Marie. ¿No veis que está sufriendo?

—¿Y por qué, si os place? ¿Porque por fin hemos conseguido colocar a la reina fuera del peligro de ser repudiada? Venís aquí con aire de propietario, y poco falta para que montéis una escena de celos en toda regla.

—Cuando se sufre, es imposible razonar... Hay que tener piedad y consolar, en lugar de reñir.

Con un impulso repentino, François tomó la mano de Sylvie para posar en ella un beso agradecido, y luego la retuvo entre las suyas.

—No podéis saber lo que he llegado a sufrir esta noche al pensar en lo que debía de estar ocurriendo aquí. Los imaginaba abrazados, y...

—Tenéis demasiada imaginación, duque —dijo la Aurora—. ¡Y os falta cerebro! ¿Cuándo comprenderéis que esta noche era necesaria para que la reina no corriera el riesgo de ser repudiada por adúltera?

—Lo sé, pero desde que es mía, ya no soporto la idea de que otra persona comparta su lecho.

—¿Otra persona? ¿El rey? —resopló Marie, indignada—. ¡A fe, amigo mío, que estáis loco!

—Tal vez, pero lamento haberos hecho caso en Chantilly. Habría debido raptarla, y a estas horas sería gobernadora de los Países Bajos, y...

—Sería una mujer marcada, desprestigiada, abandonada tal vez como lo está la reina madre...

—¡Nunca! Yo habría conquistado para ella un reino...

—¡Paparruchas! ¿Olvidáis la Inquisición? ¿Creéis que, una vez en los Países Bajos, habría tolerado vuestro adulterio público? El cardenal-infante tampoco, y a estas horas, como decís, sin duda habríais sido entregado a los secuaces de nuestro cardenal,¡a menos que os hubieran rebanado el cuello en algún rincón adecuadamente oscuro!

—¡No tenéis piedad! Decidme al menos lo que ha ocurrido, porque supongo que habéis espiado a la pareja real toda la noche.

—Es verdad que apenas he dormido, pero no os diré lo que sé. Se trata de mis soberanos, y yo soy su fiel súbdita.

—¿Y tú? ¿Me lo dirás tú? —suplicó François atrayendo a Sylvie hacia sí—. ¿Estabas allí también?

—¿Por quién me tomáis? —cortó Marie—. Los secretos de alcoba no son adecuados para unos oídos tan inocentes. Por orden mía, Mademoiselle de l'Isle fue a acostarse. Es, supongo, la única que ha dormido bien esta noche.

—¿Cuándo volveré a verla?

—Me temo que no será pronto. O mejor dicho, lo deseo. Por una parte entramos en el Adviento, y después, si Dios quiere, la reina estará demasiado vigilada. ¡Debéis alejaros!

—¡No me pidáis lo imposible!

—Os pido lo indispensable para su seguridad... y la vuestra. De todas maneras, y hasta nueva orden, no contéis conmigo... ni con Sylvie, naturalmente. Intentad distraeros, viajad, id a guerrear bajo un nombre supuesto, ¡o casaos!

Los ojos de François llamearon de cólera:

—¡Gracias por vuestra ayuda, madame! Creo que seguiré vuestro último consejo y me preocuparé de mi linaje.

Soltó la mano de Sylvie después de llevársela una vez más a los labios, y se dirigió al grupo que rodeaba a la princesa de Conde.

Sylvie y Marie le vieron alejarse.

—¡Uf! —exclamó la segunda, y añadió con una voz extraña—: Quiera el cielo que el niño que vendrá, si viene, no se le parezca demasiado...

Como la dama de compañía volvía con decisión a situarse al lado de la reina, Sylvie únicamente pudo seguirla sin pedir explicación por aquellas palabras sibilinas. Una explicación que en cualquier caso tampoco le iban a dar. El secreto de la noche real era también el de Marie, y ella no lo compartiría con nadie. Sobre todo si, como suponía Sylvie, había hecho ingerir al rey, durante la cena o con el vino aromatizado de la sobremesa, alguna clase de droga...


A partir de ese día, tanto la corte como la ciudad contuvieron el aliento. En el palacio real se caminaba casi de puntillas, por miedo de ahuyentar a los frágiles espíritus que presiden los embarazos.

La reina pasaba en oraciones más horas que de costumbre. En cuanto al rey, cambió de confesor: en la mañana que siguió a la famosa noche, el padre Caussin, que también había sido el confesor de Louise, se confundió respecto del contenido de las recomendaciones de la joven novicia y fue a rogar a su augusto penitente que hiciera regresar del exilio a la reina madre, rompiera sus alianzas con los holandeses y los príncipes protestantes de Alemania, bajara los impuestos e hiciera las paces con España; y en resumidas cuentas, que enviara a Richelieu a comprobar si por la parte de Luçon crecía mejor la hierba. Para ser un jesuita, aquel santo varón dio pruebas de escaso discernimiento: Luis XIII le recomendó, no sin humor, que fuera a discutir sus proyectos con el cardenal, después de lo cual un despacho sellado exilió al imprudente a Rennes, donde por lo demás fue tratado con toda consideración. Otro jesuita, el padre Sirmond, ocupó su lugar. Era un hombre de edad avanzada y algo duro de oído, lo que obligó a Luis XIII a vocear sus confesiones, pero por lo menos no se inmiscuía en los asuntos de Estado.

En cuanto a François, se dedicó a ahogar sus penas en los placeres. Se le vio con frecuencia en el hôtel de Conde, cerca del palacio de Luxemburgo, y con mayor frecuencia aún en la Place Royale, en el garito de lujo que regentaba allí la Blondeau. Jugaba fuerte y bebía como una esponja, pero sin perder nunca el dominio de sí mismo, lo que al menos le permitió evitar las peleas, a menudo fatales. Inquieto, su hermano mayor intentó aproximarlo a una perspectiva más juiciosa.

—¡Os estáis convirtiendo en un libertino, hermano! ¿Creéis que es la mejor forma de obtener la mano de Mademoiselle de Borbón-Condé?