—¿Quién os dice que tengo ganas de obtenerla?
—Cuando no estáis en el garito de la Blondeau, andáis zumbando alrededor de ella como una abeja en torno a una flor. Imagino que os gusta.
—Es muy bella, pero me desconcierta su forma de ser: es todavía más fría y altiva que Mademoiselle de Hautefort, y ofrece una extraña mezcla de coquetería infernal y devoción austera...
—¿Tenéis algo en contra de la devoción? A nuestra madre le apenaría mucho.
—Nada. Yo mismo me considero un hombre piadoso, pero estimo que no conviene mezclar los géneros. En resumen, hermano, no tengo muchas ganas de convertirme en el esposo de la bella Anne-Geneviève. En cambio, me agrada que la gente piense que estoy deseándolo...
Mercoeur no insistió. Sabía que la lógica de su hermano era distinta de la de todo el mundo. François volvió a sus placeres.
Las fiestas que se celebraron al término de aquel año de 1637, tan favorable a las armas francesas, fueron brillantes. En Saint-Germain hubo baile. Mademoiselle de Hautefort, a la que el rey volvía a cortejar, brilló allí con mil luces, y Mademoiselle de l'Isle, cuya voz se escuchó en diversas ocasiones, bailó por primera vez, con una gracia que encantó a la corte. Sin embargo, como François no asistió —y tampoco Jean d'Autancourt, que se había reunido con su padre en la Provenza—, aquel pequeño triunfo no le satisfizo tanto como había esperado.
En efecto, en tanto que amiga de la favorita y próxima a una reina a la que ahora todos adulaban, la niña de los pies descalzos de otra época se había convertido, si no en un poder, sí al menos en una personita encantadora a la que era conveniente cortejar... De modo que el cardenal únicamente tenía sonrisas para ella.
También Su Eminencia participaba en la alegría general. En su castillo de Rueil, Richelieu ofreció una gran fiesta en la que el rey, que se ocupaba gustoso del montaje de esos grandes espectáculos de corte, organizó —y bailó— su ballet de las Naciones, en el que intervinieron las damas más bellas.
También Sylvie representó un pequeño papel, y en cuanto a la Aurora, eclipsó con su resplandor a todas las demás.
Y luego... luego, en su primera Gazette de febrero de 1638, Théophraste Renaudot escribió: «El día 30 todos los príncipes, señores y gentes de condición acudieron a congratularse con los reyes en Saint-Germain, al difundirse la esperanza de una feliz nueva de la que, Dios mediante, informaremos dentro de poco tiempo.»
¡Por fin la reina estaba encinta! París desbordaba de júbilo. Marie y Sylvie lloraron la una en los brazos de la otra. En cuanto a François, se emborrachó como una cuba en solitario, hasta el punto de que sus escuderos hubieron de llevarlo inconsciente al hôtel de Vendôme.
Más tarde alegó que había sido su manera particular de celebrar el acontecimiento, pero su «alegría» se parecía mucho a la de Monsieur. En efecto, en el castillo de Blois se esforzaron en poner a mal tiempo buena cara, ante una noticia que anulaba las esperanzas del duque de Orleans. Esperanzas que, no obstante, intentó reanimar pensando que la reina había tenido ya algunos abortos espontáneos y que, en el peor de los casos, si se obstinaba en tener el hijo, había un cincuenta por ciento de posibilidades de que fuera niña. De modo que las oraciones del inquieto heredero, así como sus confesiones, adquirieron un sesgo curioso.
Durante la primera quincena de febrero llevaron a la reina, con gran pompa, el cinturón de la Virgen del Puy-Notre-Dame, al sur de Saumur, traído de Jerusalén en la época de las Cruzadas, y del que se aseguraba que poseía el don de atenuar los dolores del parto. Desde ese día, los aposentos de Ana de Austria empezaron a oler tanto a incienso que muchas veces se hizo preciso abrir las ventanas.
Fue al día siguiente cuando apareció por Saint-Germain un angustiado Corentin para anunciar a Sylvie una terrible noticia: la noche anterior, Perceval de Raguenel había sido arrestado por la ronda y por el teniente civil en persona, por haber asesinado a una prostituta.
11
Una trampa inmunda...
En aquella noche de luna llena, Perceval y su amigo Théophraste estaban al acecho por la parte de la puerta Saint-Bernard, en las proximidades del Petit Arsenal, donde el rey había instalado hacía poco la fábrica de pólvora de cañón, integrada antes en el Grand Arsenal situado junto a la Bastilla. De ahí que el lugar, desierto y más bien inquietante, fuese frecuentado por truhanes deseosos de tranquilidad y se abriesen allí algunas animosas bodegas en las que se cerraban fructíferos tratos. Con toda naturalidad, a esa fauna se habían sumado las busconas.
El azar no había intervenido en absoluto en la elección de aquel nuevo terreno de exploración: una breve nota garabateada en un papel sucio y arrugado había llegado a la mesa de Théophraste. La escritura temblorosa dejaba suponer que el desconocido corresponsal estaba medio muerto de miedo. Por si fuera poco, recomendaba a Renaudot la mayor prudencia, porque el asesino del sello de lacre era peligroso.
—¿Por qué razón os previene a vos? —objetó Raguenel, que encontraba extraño el procedimiento—. ¿No vais a sustituir, supongo, a los arqueros de la ronda?
—No sé si lo habéis advertido, pero los caballeros encargados de la paz nocturna de París no andan muy sobrados de osadía. Y esta historia desprende un olorcillo de azufre muy propio para helar la médula de los huesos. Además, también podría ser que nuestro corresponsal no tenga la conciencia muy limpia y prefiera no acercarse demasiado a unas autoridades que tienden en ocasiones a la confusión entre el delator y el culpable.
—Tenéis razón. Bien, iremos esta noche.
El tiempo, húmedo y templado para la estación, anunciaba ya la primavera cuando la barca de Renaudot dejó a los dos hombres en el puerto Saint-Bernard. Las nubes se perseguían de uno a otro extremo del cielo, ocultando en ocasiones el disco blanco de la luna. El Petit Arsenal, una construcción alargada flanqueada por casas bajas, aparecía en una especie de aislamiento silencioso, pero el barrio vecino exhibía una colección de casuchas más o menos ruinosas en las que nadie parecía dormir: algunas velas iluminaban las ventanas sucias, y en una taberna cuya enseña chirriaba, alguien cantaba...
Los dos amigos recorrían las callejuelas, interrumpidas por zanjas y en las que se pisaban más basuras que adoquines, sin encontrar nada sospechoso, cuando de repente se oyó un grito, el terrible grito que ya conocían.
—¡Por allí! —susurró Théophraste, señalando una calle por la que habían pasado poco antes.
Acudían ya, guiados por un gemido intermitente, cuando se oyó otro grito, más espantoso que el primero, en la dirección contraria. Esta vez sonaba cerca del Arsenal...
—¡Seguid solo! Yo voy allá —decidió Perceval, y echó a correr hacia la construcción militar.
Al doblar en una esquina vio a un hombre que, como una rata, se escurría por un callejón entre dos edificios bajos, y lo siguió. Pero apenas había entrado en aquel estrecho pasaje cuando tropezó con algo y cayó cuan largo era sobre un cadáver aún caliente. En el mismo instante recibió en la nuca un golpe violento que le hizo perder la conciencia.
Naturalmente, Corentin no sabía qué había ocurrido en realidad. Por tanto, no pudo contar a Sylvie más que lo que le había confiado el oficial de policía Desormeaux, el buen amigo de Nicole Hardouin que, por suerte, había sido encargado del registro del domicilio del presunto culpable. Fue en efecto una suerte, porque gracias a él los queridos libros y papeles de Perceval, y su bonita casa, sufrieron relativamente pocos daños. Lo que no obstaba para la gravedad de lo que dijo Desormeaux: la ronda, prevenida por un escrito anónimo, se había trasladado al lugar indicado y encontrado allí al caballero desvanecido sobre el cuerpo de una muchacha degollada y que llevaba en la frente el famoso sello de lacre. El cuchillo utilizado para el crimen estaba al alcance de su mano, como si se le hubiera escapado, y lo que es más, se había encontrado en su bolsillo un pedazo de lacre, un encendedor, una candela y un pequeño sello con la letra omega grabada. Este último detalle acabó por indignar a Sylvie.
—¿Y nadie se ha preguntado quién pudo golpearle? ¿O piensan que lo hizo él solo?
—La conclusión a que han llegado es que alguien le sorprendió en el momento de su fechoría, pero que, aterrorizado por el espectáculo, prefirió huir.
—Y no se ha pensado que el sello y las demás cosas pudieron ser colocadas en sus bolsillos por el asesino, que tú y yo sabemos muy bien que no es él. ¿Y el señor Renaudot, que iba con él? ¿No ha dicho nada?
—No puede, porque está en cama con fiebre alta. Lo encontraron a pocas toesas de distancia del Arsenal, con una herida en la cabeza. También él debió de ser golpeado.
—¿También estaba encima de una mujer degollada?
—No, no había nada. El teniente civil piensa que nuestro amo pudo pelearse con él y que intentó matarlo antes de irse a cometer su fechoría.
—¡Eso no tiene sentido! Los dos buscaban al asesino del sello de lacre y, por más que tenga fiebre alta, el señor Renaudot debe poder decir la verdad.
—¡Oh, no! No puede porque no ha recuperado aún el conocimiento...
Aterrorizada, Sylvie dirigió una mirada de angustia a Jeannette. Ésta preguntó:
—¿Dónde está el señor caballero en este momento?
—En el Gran Châtelet, adonde le llevó la ronda. Pero como es gentilhombre, lo trasladarán a la Bastilla para la instrucción del proceso.
—¡Es ridículo! ¿Un hombre como él, arrestado por esos crímenes abyectos? ¡Hay que ser loco o idiota para no creer lo que dice!
—Los policías, ya se sabe, creen lo que ven y no buscan más lejos. Si Desormeaux ha consentido en ayudarnos un poco, es porque quiere a Nicole y sabe muy bien el trato que recibiría si se comportara de otra manera. ¡Ya esta mañana ella ha estado a punto de atizarle con un calientacamas!
—Tiene que haber un medio de demostrar su inocencia. La sola idea de que está en manos de ese abominable Laffemas me espanta. ¡Es un hombre odioso!
—Sí, pero está al servicio del rey.
—¡El rey! —exclamó Sylvie, iluminada por lo que acababa de decir Corentin—. ¡Necesito ver al rey!
—No ignoráis, señorita Sylvie, que el rey ha marchado esta mañana temprano a Versalles.
—¡La reina, entonces! ¡Ahora que espera un hijo, su marido no le negará nada!
—La reina no puede hacer nada en este caso —objetó Corentin—, ¡y me extrañaría que intentara hacer algo! Además, se dice en París que nuestro Sire no está tan contento como se podría creer... Si me permitís atreverme a daros un consejo...
—¡Dámelo, deprisa! ¡No andes con rodeos!
—Yo sugeriría que fuerais a ver al cardenal. Estáis en buena relación con él. Y Rueil no está tan lejos de Versalles.
Sylvie, que había empezado a pasearse retorciéndose las manos para impedir que le temblaran, se detuvo en seco.
—Puede que tengas razón. ¡Iré! Pero primero he de conseguir permiso para salir. Y luego necesitaremos un coche.
—No he venido a pie, señorita Sylvie. He tomado el nuestro. Está esperando fuera, vigilado por un chiquillo.
Sylvie fue a ver a la reina con la idea de contarle la historia y que ella hablara a su vez a su esposo. La mala suerte quiso que Marie de Hautefort, el mejor abogado deseable para defender la causa del inocente Perceval, estuviera ausente por unos días para atender a su abuela, Madame de Flotte, que la había precedido antaño en el puesto de dama de compañía. La influencia de Marie sobre el rey era muy grande, y —al menos Sylvie así lo pensaba— con ella las cosas se habrían arreglado más fácilmente. Pero la joven ni siquiera sabía dónde se encontraba. Además, cuando entró en el gabinete de la reina, éste estaba lleno de gente, y no precisamente de la que más simpatía sentía por ella. Desde el anuncio del futuro nacimiento, la popularidad de la reina había subido como la espuma. Así pues, Sylvie se contentó con pedir a Madame de Senecey permiso para ausentarse del castillo durante unas horas.
Mantenía una buena relación con la dama de honor, que la trataba con mucha amabilidad. Ésta no necesitó más que una ojeada al rostro encantador, siempre sonriente, de la «gatita», para comprender que se encontraba ante un problema grave.
—¡No tenéis buen aspecto, hija mía! ¿Qué sucede? ¿Adónde queréis ir, tan tarde?
—Voy a Rueil, señora.
—¿A ver al cardenal? ¿Ha pedido él que vayáis?
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