—En efecto. El nombre que llevo me fue dado con el fin de protegerme...

—¿Estáis diciéndome que la reina os tomó a su servicio sin conocer vuestra verdadera identidad?

—Ignoro lo que se trató entre la señora duquesa de Vendôme y Su Majestad. Si ésta lo sabe, nunca lo ha dejado traslucir. Por otra parte, hace sólo muy poco tiempo que sé quién soy en realidad. Me llamo Sylvie de Valaines. Mi madre, una florentina llamada Chiara Albizzi, era prima de la reina María, que la tomó a su servicio antes de casarla con el barón de Valaines, mi padre. Este había ya fallecido cuando ocurrió el drama. Mi madre estaba sola en La Ferrière con mi hermano, mi hermana y yo, además de los criados, entre ellos mi nodriza. Todos fueron asesinados pero, antes de morir, mi madre sufrió un trato innoble: su asesino la violó y la marcó en la frente con un sello de lacre rojo que llevaba impresa la letra omega...

Y súbitamente, antes de que el cardenal pudiese hacer algún comentario, una bocanada de cólera la arrebató:

—¡Y que nadie pretenda decirme que ese miserable era Perceval de Raguenel, que adoraba a mi madre y que, ese día, no abandonó ni un solo instante la compañía de la señora duquesa de Vendôme! ¡Nadie ha olvidado ese día horrible, en Anet, y todos podrán dar testimonio! No acudió allí más que por orden de la duquesa, después de que el príncipe de Martigues me llevara al castillo, con los pies descalzos y vestida únicamente con un camisón ensangrentado. Lo que vio en La Ferrière lo trastornó y le colmó de dolor; y juró encontrar al verdugo para hacerle pagar su fechoría...

—¿Y lo encontró?

—Sabéis muy bien que no. ¡Fue el otro quien le encontró a él, y quiere cargarlo con sus crímenes! ¿Y ahora se pretende que él pague por ellos? ¿Es que un hombre de Dios, como Vuestra Eminencia, puede condenar así sin saber? ¡Oh, es infame, es infame!

La cólera de Sylvie cedió de repente, y con ella su resistencia nerviosa. Cayó sobre la alfombra, sacudida por sollozos convulsivos. Richelieu se puso en pie y se acercó a ella, pero prudentemente dejó pasar lo peor de la tormenta. Sólo cuando los sollozos empezaron a espaciarse, se inclinó para tomarla del brazo:

—¡Vamos, levantaos! Es hora de que os calméis. Todavía tenemos que hablar...

Ella obedeció a la ligera presión que ejercía sobre su brazo, y se dejó guiar hasta un sillón en el que se dejó caer, sin fuerzas. El cardenal contempló el oleaje de terciopelo castaño en medio del cual parecía perdida aquella frágil silueta. ¡Quince años, y ya con una historia tan terrible a sus espaldas! Incluso un corazón acorazado como el suyo podía conmoverse...

Movido por un sentimiento de compasión fue, como había hecho en varias ocasiones cuando ella iba a cantar para él, a servir en una copa un dedo de malvasía:

—Tomad... Bebed, hija mía, y os sentiréis mejor. Tenéis que reponeros.

Ella le miró con los ojos anegados en lágrimas, y al tomar la copa se ruborizó de repente. Se había acordado del frasquito de veneno que le había dado el duque César y del que no se había deshecho, con la idea de que algún día esa puerta abierta a la muerte podría servirle de ayuda, si llegaba a sufrir demasiado. Aquella tarde no pensó en llevarlo consigo. ¿Para qué, por otra parte? Debía seguir con vida para cuidar de Perceval, y la muerte del cardenal sólo tendría por resultado precipitar la de aquél. ¡Lo harían desaparecer sin la menor vacilación!

Para alejar aquellas ideas inquietantes, bebió un poco de vino, y en efecto se sintió mejor.

—¡Cuánta bondad, monseñor! Ruego a Vuestra Eminencia que perdone mi acceso de cólera. Se debe por entero al cariño que profeso a mi padrino...

—Así lo he entendido. Ahora seguid sentada, y hablemos... Para empezar, ¿cómo se llama el castillo de vuestra infancia?

—La Ferrière, monseñor. Pertenece en la actualidad al barón del mismo nombre, que hace poco deseaba obtener mi mano. Al parecer consideraba que los Valaines eran únicamente intrusos, y consiguió que... el rey se lo donase.

A pesar de su angustia, Sylvie había tenido la suficiente presencia de ánimo para atribuir a Luis XIII un regalo que ella sabía muy bien que procedía del cardenal. Los ojos de éste parecieron estrecharse.

—¿Sabíais eso cuando rechazasteis al señor de La Ferrière?

—En absoluto, monseñor. No supe la verdad hasta hace unas pocas semanas. Lo rechacé porque no lo amaba, e incluso me daba un poco de miedo. Y no sin motivo, porque no ha renunciado a perseguirme. Este verano, en la Place Royale, el señor de Cinq-Mars se interpuso entre él y yo...

—¡E hizo bien! ¡No son maneras! A propósito de la trágica muerte de vuestra madre, hablabais de unas cartas que alguien deseaba recuperar. ¿Sabéis de quién eran esas cartas?

—No sé gran cosa, monseñor. Simplemente que habían sido escritas por la reina madre. Era bastante normal, me parece, puesto que mi madre era su prima, pero ignoro su contenido y a quién iban dirigidas. A mi madre, tal vez...

El cardenal hizo una mueca de duda:

—Tenían que haber contenido confidencias graves, y me cuesta creerlo. ¿No habéis dicho que eran importantes para un alto personaje? ¿Qué sabéis de éste?

—¡Nada en absoluto! Solamente se me ha ocurrido que podría tratarse del rey, puesto que las cartas eran de su madre.

—El rey habría enviado soldados mandados por uno de sus nobles. Ahora bien, no sólo los guardias reales no tienen vocación de asesinar a mujeres y niños, sino que además habéis mencionado a... ¿hombres enmascarados?

—Sí, monseñor. Se hablaba de una docena de jinetes enmascarados y vestidos de negro, y...

—Mis gentes van vestidas de rojo, ¡y yo no empleo a espadachines! —replicó Richelieu en tono seco.

—Perdonadme, monseñor, pero el rey y Vuestra Eminencia no son las únicas personas que podrían haberse interesado por esas cartas, y son numerosos los altos personajes que disponen de tropas más o menos regulares —añadió Sylvie, que, sabiendo lo que le había contado Perceval, no dudaba que los asesinos habían seguido órdenes del ministro. Admitía sin embargo que muy posiblemente su jefe había actuado al mismo tiempo por cuenta propia, y llegado mucho más allá de las instrucciones recibidas. Por desgracia, le era imposible explicar a fondo lo que pensaba e interrogar al cardenal. ¡Saber el nombre de la persona a la que había encargado recuperar aquella correspondencia peligrosa era también saber quién era el asesino del sello de lacre!

Por lo demás, su respuesta pareció satisfacer a su interlocutor. Las duras líneas del rostro se distendieron un poco; Richelieu reflexionaba. De repente, preguntó:

—¿Juraríais sobre el Evangelio que me habéis dicho la verdad en esta cuestión?

—Sin dudarlo un solo segundo, monseñor. ¡Ponedme a prueba!

La mirada sombría hurgó en las pupilas claras de la joven, sin descubrir la menor sombra en su fondo. Pero Richelieu aún no había terminado con el asunto de La Ferrière.

—Esos jinetes enmascarados... ¿quién los vio, para haberlos descrito tan bien?

—Toda la aldea a la que aterrorizaron. Llegaron en pleno día...

—¡Es estúpido! Para una expedición de esa clase, ¿no era preferible la noche?

—Sin duda, pero durante el día, sobre todo en verano, están abiertas puertas y ventanas. Además, por lo que me han dicho, La Ferrière conserva defensas medievales, fosos, un puente levadizo...

—¿Por lo que os han dicho? ¿Nunca habéis vuelto?

—Nunca. La señora duquesa de Vendôme quería que yo olvidara todo lo relacionado con mi primera infancia. Teníamos prohibidos los paseos en esa dirección, cuando residíamos en el castillo de Anet.

—¿Y no recordáis nada?

—Muy vagamente. Desde que conozco la verdad sobre mí, me he esforzado en recordar, pero lo que ha quedado en el fondo de mi memoria son sobre todo rostros. En cuanto a lo demás, he visto después tantos jardines y mansiones que me es difícil distinguirlos...

—¡No lo intentéis! Cuando se trata de malos recuerdos, vale más dejarlos dormir.

—Sin embargo, me gustaría recuperar mi identidad verdadera, y contarlo todo a Su Majestad la reina. Tengo la impresión de llevar una máscara, yo también.

—Dejando aparte el hecho de que sin duda Madame de Vendôme no daría su aprobación, pienso que vale más seguir siendo Mademoiselle de l'Isle. Se plantearían demasiadas preguntas. Haría falta explicar demasiadas cosas y, por más que sólo hayáis llegado a la corte hace poco tiempo, sabéis ya cómo es. Los secretos son difíciles de guardar. Una excelente razón para preservarlos lo mejor posible.

—¿No puedo al menos confiarme a la reina? Me resulta penoso mentirle...

—A pesar de todo, es preferible. Pero volvamos a Su Majestad, ahora que la recordáis. Le sois leal, ¿verdad?

—Completamente, monseñor.

—¿Y también a Mademoiselle de Hautefort, de la que sois amiga? Por lo cual os felicito: no es fácil, y constituye un verdadero privilegio. Eso os ha valido compartir los secretos de vuestra ama.

El corazón de Sylvie dio un vuelco al darse cuenta de la senda peligrosa por la que el cardenal quería conducirla. Sin embargo, la actitud de éste era benigna, amable incluso. La miraba con una de sus raras sonrisas, consciente de su propio encanto, como hombre habituado a utilizar sus armas. Pero Sylvie no se rindió a ese encanto. Volvió a sentir miedo, y únicamente se fijó en una cosa: ¡Su Eminencia tenía los dientes amarillentos!

—Para eso sería preciso que la reina tuviera secretos —respondió—. O, si tal es el caso, que creyera oportuno compartirlos con una niña de quince años. A mi edad... una no es muy de fiar, tal vez.

—Hacéis que me vengan ganas de comprobarlo. Habladme un poco de vuestras visitas al Val-de-Grâce. Creo que habéis ido allí en más de una ocasión.

—Sí. Su Majestad deseaba oírme cantar con las religiosas. Eso me gustaba mucho, era muy bello...

—Y además, el jardín no carece de atractivos. ¡Era tan cómodo el portillo medio oculto entre la hiedra!

Sylvie se estremeció interiormente, pero procuró guardar la compostura. De todas maneras, negarlo todo habría sido estúpido. Consiguió encontrar una sonrisa.

—No era un secreto muy grande. Permitía a la reina recibir noticias de su familia y de su amiga Madame de Chevreuse sin que se enterara todo el convento. A veces hay lenguas venenosas entre las monjas. Después de todo la reina se encontraba en su casa, en esa mansión que ella misma hizo construir —añadió audazmente—. Era normal que llevase allí una vida más alejada de las miradas indiscretas que en el Louvre o en Saint-Germain... y no comprendo por qué ha sido tapiado el portillo, como me han dicho, sin pedirle su parecer.

Los ojos del cardenal se convirtieron en dos rendijas brillantes que observaban a aquella jovencísima muchacha, de la que no llegaba a adivinar si era real o falsamente ingenua. Para saber algo más, eligió un ataque brutal.

—En todo el reino, el rey es quien se encuentra siempre en su casa, antes que la reina. Ese portillo no servía únicamente a correos inocentes. ¿Cuántas veces lo abristeis a Monsieur de Beaufort?

El espanto que se reflejó en aquel rostro encantador, todavía mal acostumbrado a las triquiñuelas cortesanas, le informó mejor que un largo discurso. Y también la voz debilitada de Sylvie cuando preguntó:

—¿Por qué a Monsieur de Beaufort?

—Porque es el amante de la reina. No me iréis a decir que no lo sabíais.

—He dicho hace un momento que me salvó la vida de niña, y Vuestra Eminencia no ignora que me he criado en parte a su lado. Pero —añadió esforzándose por disimular su turbación— no le conozco sino como servidor leal de Su Majestad. Debería decir de Sus Majestades porque, cuando he coincidido casualmente con él en la corte, se ha lamentado varias veces de haber sido privado del derecho de combatir por la mayor gloria de las armas del reino.

—¿Juraréis que lo ignoráis todo de sus relaciones reales con vuestra ama?

—Juraría sin vacilar que nunca he visto nada. ¡Y yo sólo creo en lo que veo!

—Dicho de otra manera, no creéis en Dios.

—¡Oh, monseñor, esa pregunta es cruel porque me hace sentir que me he expresado mal! No, nunca he visto a Dios pero para mí eso no es motivo para creer o dejar de creer en Él. Desde siempre sé que está presente en todas las cosas, desde la más mínima brizna de hierba hasta la estrella más brillante, y que yo soy hija suya. ¿Cree uno en su padre...? Y a ese propósito, yo, que nunca he conocido al mío, ¿puedo rogar humildemente a Vuestra Eminencia que tenga a bien devolverme a quien hace sus veces en este mundo?