—Aún no estoy convencido de su inocencia. Esperaré para asegurarme a que sea posible oír a Monsieur Renaudot.

—Pero... ¿y si muriese?

—¡Rogad a Dios, de quien tan bien sentís la presencia, que vuelva en sí lo antes posible! El caballero de Raguenel seguirá de momento en la Bastilla. Tranquilizaos, nadie le hará el menor daño. En cuanto al duque de Beaufort, a quien es evidente que amáis, sabed que dentro de poco se incorporará al ejército del Norte...

—¡Eso le hará feliz!

—... y en él permanecerá todo el tiempo que sea preciso. En efecto, no sería conveniente que apareciera en compañía de la reina durante su embarazo, que quiero creer que dará el resultado esperado. A menos que realice hazañas de un brillo excepcional, será mejor que se haga olvidar...

—¡Es demasiado bravo para eso, monseñor!

—Nunca lo he dudado. Tal vez podría incluso encontrar un final heroico, lo cual lo convertiría en un ejemplo, y la reina podría cultivar su recuerdo con absoluta tranquilidad.

—¿Un final heroico? —gimió Sylvie, al borde de las lágrimas—. ¿Vuestra Eminencia desea que se haga... matar?

—Sería la mejor solución... ¡Ah, ahora que pienso! Saludad a Mademoiselle de Hautefort cuando volváis a verla. Decidle de mi parte que no es tan gran estratega como ella imagina, y que en el asunto de las cocinas del Louvre, por ejemplo, recibió una ayuda que ni siquiera sospecha. Aconsejadle que calle para siempre sobre lo sucedido los últimos meses, si quiere evitarse una gran desgracia. En cuanto a vos, cuento con vuestro silencio...¡total! Sabed que la más mínima charla intempestiva será una amenaza, no sólo para vuestra vida, sino sobre todo para la del padrino al que tanto queréis. ¿Me habéis entendido bien?

Sylvie palideció al comprender que todo estaba dicho y la audiencia había acabado, y se inclinó en una profunda reverencia:

—He entendido bien, monseñor —murmuró, esforzándose por contener las lágrimas.

—¡Recordad siempre que nada hay más mortífero que un secreto de Estado! Haré que os acompañen de nuevo a vuestro coche.

Richelieu agitó una campanilla colocada sobre su mesa de trabajo y cuyo sonido ejerció el efecto de hacer aparecer a un lacayo.

—¿Quién está de servicio en la antecámara?

—Monsieur de Saint-Loup y Monsieur...

—El primero bastará. Llevadle a Mademoiselle de l'Isle y rogadle que la acompañe.

Después de una última reverencia, Sylvie, apenas más tranquila que a su llegada, siguió al criado. Únicamente se llevaba una seguridad: la de que Perceval no sufriría más daño que el de la prisión, y en la Bastilla siempre existía la posibilidad de atenuar la suerte de un cautivo. Y como la suerte de éste dependía de ella en mayor medida aún que de Théophraste Renaudot, si había captado bien la intención del cardenal, su querido padrino no tenía nada que temer. No ocurría lo mismo con François. Al incorporarlo de nuevo al ejército, el hombre de la sotana roja se proponía sobre todo enviarlo en busca de una muerte que tal vez se le ayudaría a encontrar. ¿Cómo esperar otra cosa de Richelieu, que no ignoraba nada de los amores de la reina? Y Sylvie recordó de repente las inquietudes de Marie, a la mañana siguiente de la noche del Louvre. ¿No había dicho que las cosas le habían parecido demasiado fáciles, y de ahí su decisión de volver al Val para la última entrevista de los dos amantes? ¡Era una locura, en efecto, intentar escapar al incesante espionaje que era el clima mismo del palacio! Podía verdaderamente creerse que las paredes, las puertas, las ventanas, las colgaduras, estaban provistas de ojos y oídos, y que no existía ningún rincón seguro en la antigua morada de los reyes de Francia...

Sin siquiera prestar atención al guardia de tabardo rojo que la acompañaba, Sylvie recorrió sin verlas las suntuosas estancias del castillo de Rueil. Tan sólo al llegar a la gran escalera, emergió de sus tristes pensamientos al oír a su lado una voz desagradable:

—Monsieur de Saint-Loup, Su Eminencia ha cambiado de parecer. Desea que yo me haga cargo de Mademoiselle de l’Isle. Podéis regresar a vuestro puesto, y se os agradece el servicio prestado.

Con horror, Sylvie reconoció a Laffemas. A la luz de los candelabros que iluminaban la noble escalinata, le pareció todavía más siniestro y más feo que en la Croix-du-Trahoir o en el parque de Fontainebleau. Sin embargo, se esforzaba por mostrarse amable. El guardia encargado de ella se inclinó para obedecer la nueva orden recibida, y también para saludarla.

—¡Venid, señorita! —dijo el teniente civil, ofreciéndole un brazo que ella simuló no ver.

—¿A qué se debe que el cardenal os haya enviado en lugar de Saint-Loup? —preguntó—. ¿Tenéis alguna cosa que comunicarme? —añadió, al recordar que era él quien había detenido a Perceval. Quizá, pensó de inmediato, sería conveniente hacer un esfuerzo para no demostrar hasta qué punto la asustaba. Por cruel que fuera, tal vez el hombre al que llamaban el «gran morral» de las piezas cazadas por el cardenal, no careciera del todo de sentimientos y pudiera darle noticias de Raguenel.

—A decir verdad —contestó Laffemas—, el cardenal ha tenido a bien concederme, a petición mía, el placer del que he privado a su servidor. Me gustaría charlar con vos de diferentes cosas, que podrían ser de un interés extremo para vos...

—Quiero creeros, pero se hace tarde.

—Un momento. Tan sólo un momento.

Llegaban al gran patio, pero en lugar de dejarla dirigirse a su coche, muy cercano, cuya portezuela había ya abierto Corentin, Laffemas la cogió del brazo y la arrastró hasta otra carroza que se encontraba a unos pasos. El procedimiento disgustó a Sylvie:

—¿Qué hacéis, monsieur? Si deseáis hablarme, hacedlo ahora.

—No en medio del patio. Hay siempre demasiada gente. Venid a mi coche. Allí estaremos tranquilos, y yo os llevaré a Saint-Germain. ¡Vamos, no me obliguéis a insistir! Es preciso, ¿entendéis?, es preciso que hablemos. Decid a vuestra gente que os espere allí. O mejor, voy a hacerlo yo mismo. ¡Eh, cochero! Yo llevaré a Mademoiselle de l’Isle al castillo. ¡Id a atender vuestros asuntos!

Un instante después Sylvie, medio a la fuerza, se encontró sentada sobre los almohadones de una gran carroza negra mientras un lacayo cerraba la portezuela. El miedo se apoderó de ella e intentó reaccionar, llamar a Corentin asomándose al exterior, pero una mano brutal la retuvo sin miramientos.

—¡Estaos quieta, pequeña estúpida! No se debe oponer resistencia a las órdenes del cardenal.

—¿Quién me asegura que son órdenes suyas? ¡Él ha dicho que Monsieur de Saint-Loup me acompañaría a mi coche!

—¡Y a mí me ha dicho que os llevara a vuestra casa!

—¿Hasta el castillo? ¿Tanto tenemos que hablar?

—Más de lo que pensáis.

Tirado por caballos briosos, el vehículo partió a gran velocidad. Todo había ocurrido tan aprisa que Corentin no reaccionó, pero Jeannette, que esperaba pacientemente a su joven ama, salió del coche y se abalanzó sobre su amigo. Estaba pálida como una muerta.

—¡Corentin! ¡Ese hombre que acaba de hacerla subir al coche negro... yo lo conozco!

—Yo también. Es el teniente civil.

—¡No lo entiendes! —exclamó ella—. Es el asesino de Madame de Valaines. ¡Lo juraría delante de Dios! ¡He reconocido su voz! Es él, estoy segura, es él... y se la lleva.

—¿Crees que la ha raptado?

—¡Hay que seguirle! Y su coche es más rápido que el nuestro. ¡Oh, Dios mío!

Y estalló en sollozos mientras Corentin comprendía que se enfrentaba a una partida desigual.

—¡Arréglatelas para llevar nuestro coche al castillo y ve a prevenir a la reina! ¡Tengo que alcanzarlos!

Sin decir nada más, corrió hasta un caballo ensillado que debía de esperar a uno de los guardias bajo un árbol del patio, saltó a su grupa y salió al galope, pero cuando franqueó los fosos de Rueil la carroza del teniente civil estaba ya lejos. No tanto, sin embargo, para que los ojos agudos del bretón no advirtiesen dos circunstancias alarmantes: la primera, que en lugar de seguir recto en dirección a Saint-Germain, había girado oblicuamente a la izquierda en dirección a Marly; y la segunda, que dos jinetes surgidos de no se sabía dónde escoltaban ahora al vehículo. Corentin comprendió que él solo no podría enfrentarse a cuatro, algunos de ellos bien armados, pero no obstante tenía que seguirles, seguirles a cualquier precio y fueran donde fueran. Por suerte, acababa de robar un buen caballo y no le faltaba dinero, pero sentía oprimírsele el corazón al pensar en la pequeña Sylvie, tan joven, tan frágil, y ahora en manos del asesino más terrible del reino...


12


¡Y personajes que no lo son menos!


El descontento experimentado por Sylvie cuando Laffemas la obligó a acompañarla se transformó en inquietud cuando vio que él se arrellanaba en su rincón sin decir palabra.

—Y bien, ¿qué esperáis? ¿No queríais hablarme?

—¡Oh, tenemos todo el tiempo del mundo!

—El camino de Saint-Germain no es tan largo.

—He dicho que os llevaría a vuestra casa. Saint-Germain pertenece al rey, me parece.

—¿A mi casa? No tengo casa, sólo un viejo castillo en ruinas al sur de Vendôme, que no he visto jamás. ¡Respondedme de una vez! ¿Qué significa todo esto?

El se encogió de hombros con una sonrisa torcida, y alzó apenas sus pesados párpados.

—Ya lo veréis...

Luego, abandonando su actitud despreocupada, se inclinó para tomar entre las suyas una de las manos de su invitada forzosa:

—Vamos, no os asustéis. Sólo quiero vuestro bien... ¡vuestra felicidad!

El simple contacto tuvo el efecto de repugnar a Sylvie, que retiró bruscamente su mano y gritó:

—¡Mentís! ¡No habéis hecho más que mentir desde el principio! ¡Quiero bajar! ¡Parad el coche! ¡Parad!

El la abofeteó dos veces, lo que acalló sus gritos y aumentó su cólera. Ella se precipitó entonces a la portezuela para abrirla, pero él se contentó con preguntar con voz burlona:

—¿Tenéis ganas de que os pisoteen los cascos de los caballos?

En efecto, un jinete galopaba casi pegado al coche, y Laffemas aprovechó su vacilación para tirar hacia atrás de ella y obligarla, con una fuerza insospechada en aquel hombre poco fornido, a beber el contenido de un frasquito.

—En recuerdo de nuestro primer encuentro —gruñó él—, me gustaría bastante ver el efecto que producirían las herraduras de esos nobles animales en vuestro bonito rostro, pero sucede que tengo otros proyectos para vos.

—¡Sean cuales sean esos proyectos —gritó ella—, habréis de renunciar a ellos, porque no os obedeceré en nada! Y olvidáis que no estoy sola en el mundo. Me buscarán...

—¿Quién? ¿Vuestro querido Raguenel? ¡No está en situación de poder enfrentarse a mí!

—Soy doncella de honor de la reina. ¡Ella hará que me busquen!

—¿Estáis segura? Su Majestad es una persona muy olvidadiza, sobre todo cuando se trata de mujeres. Preguntádselo a Madame de Fargis, que fue en tiempos su dama de compañía gracias al cardenal, y que, como eligió servir a la reina y no a su bienhechor, languidece en el exilio, en Lovaina. ¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Ésa es la divisa de nuestra reina, y yo no aseguraría que Madame de Chevreuse no la experimente algún día en carne propia... No, la reina está dedicada por completo a su embarazo y no intentará buscaros. Además, ya sabrán qué contarle...

—¿Qué?

—¡Eso no os interesa! ¡Ah! ¿Bostezáis? ¿Os ha entrado sueño? No intentéis resistiros. El opiáceo que habéis bebido es una droga eficaz... Y yo podré descansar un poco en vuestra amable compañía.

A pesar de sus esfuerzos, a Sylvie cada vez le costaba más mantener abiertos los ojos. Resistió unos segundos aún, pero al final se quedó dormida. Incluso durmió tan bien que no se dio cuenta del accidente que tuvo inmovilizada durante varias horas la carroza, que había perdido una rueda, en el taller de un carretero de pueblo; y tampoco oyó las blasfemias de Laffemas.

Al despertar no se sintió bien: la droga, al disiparse, le había dejado la cabeza pesada y la boca pastosa. Estaban en pleno día; un día, a decir verdad, poco gratificante. El cielo de un gris uniforme parecía una tapadera colocada sobre la tierra en que empezaba a renacer la hierba, estimulada por las torrenciales lluvias de febrero. El primer movimiento de Sylvie consistió en apartar la cortinilla de cuero para mirar al exterior, pero aquel paisaje llano le era desconocido.

—¿Dónde estamos? —preguntó sin mirar a su acompañante, que le inspiraba horror.