—Pronto llegaremos a nuestro destino. ¿Queréis un poco de leche? La he pedido para vos en la posta. Debéis de tener apetito.
—¡Cuánta solicitud! ¿Habéis vertido dentro otra dosis de vuestra droga?
—No, es totalmente inocua. Espero, además, no necesitar más drogas. Tenéis que comprender que os conviene estar tranquila...
Ella no tenía hambre, pero sí mucha sed, y la leche le pareció aún más deliciosa porque le devolvió las fuerzas. Luego se instaló lo más cómodamente que pudo y guardó silencio. Necesitaba reflexionar y, por suerte, su odioso compañero respetó su meditación. Sin duda creía que ella empezaba a adentrarse por el camino de la resignación. Lo cual era un craso error: Sylvie sólo pensaba en encontrar lo más aprisa posible un modo de escapar.
Sus oportunidades eran muy escasas frente a un hombre que contaba con todo el poder del cardenal. A cualquier lugar del reino adonde se dirigiera, le bastaba sin duda invocar a su terrible amo para que los espinazos se doblaran y se le dieran todas las facilidades. ¡Tan grande es el poder del miedo! La pobre Sylvie, atrapada como una mosca en aquella aterradora telaraña, arrastrada lejos de París a un lugar ignorado, no veía de momento la menor vía de escape. En todo caso, en el camino no había ninguna: los jinetes seguían allí, vestidos de negro, tan siniestros como el carruaje y su dueño. «Lo mejor será esperar hasta que lleguemos a alguna parte —pensó—. A menos que me encierren en una fortaleza perdida en alguna provincia remota, tal vez conseguiré encontrar una manera de escurrirme. E incluso en el peor de los casos, será necesario intentarlo...»
Aquellos pensamientos amargos no contribuyeron a mejorar su moral. Ciertas imágenes desfilaban por su cabeza: la de Marie de Hautefort, su querida amazona. ¡La de François, sobre todo! ¡Necesitaba tanto la fuerza y el valor del «señor Ángel»! Pero no existía la menor probabilidad de que hubiera abandonado el garito de la Blondeau y a sus camaradas de placeres efímeros para representar el papel de caballero errante en unas tierras desconocidas.
De súbito, algo atrajo su mirada ausente, perdida en el paisaje cambiante que aparecía entre las cortinillas de cuero: techos azules, veletas doradas, la súbita abundancia de magníficas masas arbóreas... ¡Anet! No podía ser sino Anet, tal como aparece al llegar de París. El nombre vibró en su corazón, pero no asomó a sus labios. ¿Era allí donde la llevaban? Sería demasiada suerte, porque tanto en el castillo como en el pueblo conocía a mucha gente.
Ahogó aquella magnífica luz de esperanza. ¿Qué iría a hacer el secuaz del cardenal en una posesión de los Vendôme, sus peores enemigos? La carroza se adentró en un camino que rodeaba Anet y Sylvie no pudo retener un suspiro al que el odioso Laffemas dio su exacto significado.
—¡No, no vamos a casa de vuestros queridos protectores! ¡Acordaos de lo que os dije ayer! Os llevo a vuestra casa... Mademoiselle de Valaines.
Al precio de un esfuerzo sobrehumano, Sylvie consiguió conservar la calma.
—¿De qué habláis? Me llamo Sylvie de l'Isle.
—No. Y lo sabéis. No desde hace mucho tiempo, lo admito, pero de todos modos lo sabéis...
—¿Es el cardenal quien os lo ha dicho? ¡No ha perdido el tiempo en informaros!
Él la miraba con la sonrisa del gato que se dispone a zamparse un ratón.
—No ha sido él. Lo sospeché desde el día en que os encontré junto a la duquesa de Vendôme en la Croix-du-Trahoir. Vuestro rostro, por más que la semejanza fuera lejana, me recordó a otro que me era infinitamente querido y que nunca he olvidado. Ya veis, pequeña Sylvie, amé a vuestra madre ya antes de que la casaran con aquel bonachón de Valaines. El recuerdo de su belleza es de los que no se borran...
—Pero ella no os amaba. Habría sido sorprendente. ¡Incluso cuando teníais veinte años! Hay una fealdad, la del alma, a la que resulta imposible acostumbrarse. Y por desgracia para quienes la padecen, se refleja también en el rostro.
Los ojos amarillentos se estrecharon y la sonrisa se convirtió en una mueca, que Sylvie prefirió porque aquel rostro no estaba hecho para la alegría y la amabilidad.
—¿Cuenta para algo la belleza en un hombre? Tan poco como la edad. Basta con ser rico y poderoso. Entonces las bellas se ven obligadas a doblegarse. Lo que puedan pensar carece de importancia, desde el momento en que han sido elegidas. Yo había elegido a Chiara Albizzi... ¡Pero María de Médicis, la gran puta florentina, la entregó a otro!
La súbita avalancha de odio abrió a Sylvie perspectivas terroríficas. Le surgió una idea abominable, que expresó con voz desmayada:
—¡Fuisteis vos quien la mató!
No era una pregunta sino una certeza, una constatación cargada de dolor y espanto. Laffemas ni siquiera intentó negarlo. Se sentía lo bastante fuerte para prescindir de la mentira.
—Sí. Con tanta más alegría por cuanto antes la hice mía...
La joven cerró los ojos. Comprendía ahora que estaba en poder de un demonio y que debía abandonar toda esperanza. Con vivo pesar se acordó del frasquito de veneno oculto en su habitación del Louvre. ¿Por qué no lo había traído? Por lo menos dispondría de una forma de escapar de la suerte que le estaba reservada, y que no era ciertamente envidiable... Ni siquiera se le ocurrió la idea de rezar. ¿Se piensa en Dios cuando las puertas del infierno están a punto de cerrarse detrás de uno?
No tuvo necesidad de preguntar el nombre del castillo al que llegaron poco después. Aunque nunca se hubiera acercado a él después de tantos años, sabía que se trataba de La Ferrière. Los recuerdos de su primera infancia despertaban y, junto al escenario, le devolvían a los personajes. Cuando pasaron por el puente levadizo, con su maquinaria ya fuera de uso, volvió a ver en un relámpago las criadas que se dirigían al lavadero cargadas con pesados cestos de ropa blanca, y a una bella dama, su madre, leyendo en el jardín o acudiendo a oír misa a la pequeña capilla. Volvió a ver a la Tata, grande y bonachona, llevándola de la mano a pasear y alzándola de repente para darle sonoros besos en las mejillas antes de instalarla cómodamente en sus sólidos brazos para que pudiera ver las cosas y las personas desde un punto más elevado. Junto al recuerdo volvió el cariño, tan sepultado en el fondo de su corazón que parecía haber acabado por desaparecer. Fue así como recordó a los dos niños mayores que ella, un hermano y una hermana, cuyas imágenes se habían fundido, andando el tiempo, con las de François y Elisabeth de Vendôme...
Tal como había anunciado, Laffemas la devolvía a su casa, o al menos a la que lo había sido en otro tiempo. De hecho mentía, puesto que habían dado el castillo al personaje que llevaba su nombre, como si se tratara de una devolución muy natural que viniera a restablecer un orden perdido en la noche de los tiempos, o una reparación. Pero no había nada de eso. Nunca ningún La Ferrière fue titular de aquella propiedad. Perceval lo afirmaba: el nombre procedía de otra parte.
Y por supuesto, cuando descendieron del coche, allí estaba tendiéndole la mano aquel Justin de La Ferrière que Sylvie detestaba. Ella se negó a darle la suya pero él no se molestó y se limitó a mirarla con una sonrisa socarrona. Y de súbito, ella explotó.
—¿Queréis explicarme qué estoy haciendo aquí? —gritó casi en las narices del teniente civil—. ¡Esta no es mi casa y lo sabéis muy bien!
—Sin duda, pero lo será muy pronto. A Su Eminencia le ha parecido que sería peligroso para él dejaros regresar a la corte, sobre todo bajo un nombre prestado.
—No es un nombre prestado. Me fue dado en la forma debida por monseñor el duque de Vendôme. Y no tengo nada que hacer en la casa de un extraño...
—Muy pronto seréis la castellana. Si os he traído aquí, es para casaros. Esta misma tarde contraeréis matrimonio con el barón de La Ferrière... ¡por orden del cardenal! —añadió para acallar sus protestas, pero era difícil hacer callar a Sylvie cuando algo la enfurecía.
—¡Mentís! El cardenal en persona me prometió que no se volvería a plantear la cuestión de un matrimonio que él sabe que no deseo.
—¿No podríamos tratar ese asunto dentro? —intervino el barón—. Hace bastante frío, e incluso parece que empieza a llover.
Era cierto, y en efecto más valía entrar. La ojeada circular que Sylvie echó al lugar le mostró que sería imposible escapar de aquella trampa. Pensó por un instante en la niña pequeña que había escapado un atardecer corriendo torpemente sobre sus pies descalzos hacia un destino incierto, y se dijo que había tenido suerte. Hoy no tenía la menor oportunidad: además de Laffemas y del señor del castillo, había criados de rostro inescrutable, dos corpulentas comadres que probablemente servían de camareras y finalmente los jinetes de la escolta, todavía montados, inmóviles e indiferentes como estatuas ecuestres. Con un suspiro, ella volvió a entrar en la casa de sus padres y se dejó conducir a una gran sala, donde estaban disponiendo la mesa. De las cocinas llegaban olores de pan caliente y carne asada.
—Preparan el festín de nuestra boda —rió La Ferrière—. Ya veis que se os esperaba.
—Podéis ahorraros el festín. Nunca me casaré con vos. Nunca, ¿lo entendéis?
—Claro que sí, querida, vais a casaros con él y yo tendré la gran alegría de ser vuestro testigo. ¿Ha llegado el cura?
—Está descansando un poco mientras acaban de preparar la capilla.
—La capilla, notadlo bien, joven dama, en la que reposan vuestros padres. Esa circunstancia debería ser de buen augurio para vos. Ya veis, Su Eminencia piensa que sabéis demasiadas cosas en este momento, y que conviene poneros en manos de un esposo que no sólo sepa guardaros a su lado, sino además impedir que volváis a entrometeros en lo que no os concierne.
La joven se encogió de hombros con una mueca de desprecio.
—En ese caso me matará, porque nunca consentiré en...
—Si os ponéis demasiado insoportable, tal vez será preciso llegar hasta ahí, pero de momento os ofrecemos una oportunidad de seguir viviendo... de forma muy agradable, en compañía de un amante esposo que nunca os abandonará.
—¿Por qué? ¿Ya no forma parte de la guardia del cardenal?
—No. No por el momento. Un joven esposo se debe a su mujer.
—¡Basta de comedia! Podéis arrastrarme a la capilla, pero no me obligaréis a decir sí. ¡De modo que encerradme, o mejor aún, matadme, y no hablemos más!
—¿Es verdaderamente necesario renunciar a convenceros? —siseó Laffemas con una sonrisa relamida.
—¿Es verdaderamente necesario repetíroslo? No pienso decir ni una palabra más.
—Yo creo que sí... Por lo menos la que esperamos de vos, y estoy seguro de que vais a reconsiderar vuestra postura muy pronto.
Esta vez sólo le contestó un encogimiento de hombros. Sylvie estaba decidida a no abrir más la boca, pero él añadió:
—Hablando de interrogatorios, Raguenel todavía no ha sufrido ninguno en serio. Aún no. Ciertos interrogatorios son terribles, ¿sabéis? El verdugo dispone de un arsenal completo, capaz de soltar las lenguas más obstinadas...
Sylvie sintió que su corazón temblaba, pero, fiel a la línea de conducta que se había trazado, volvió la espalda al miserable y acercó sus manos heladas al fuego de la chimenea. Sin embargo, el teniente civil la siguió.
—Están las cuñas que rompen los huesos de las piernas, el agua que hincha el cuerpo hasta lo insoportable, las tenazas al rojo... ¡Incluso los más duros ceden... o mueren! Es muy posible morir bajo la tortura.
Hizo una pausa, mientras Sylvie apartaba las manos del calor para que él no viera cómo le temblaban, y se las frotaba.
—Si se lleva más allá de ciertos límites —murmuró Laffemas—, sobreviene la muerte, pero... también sucede que se tome su tiempo, se haga esperar... y desear. ¡Oh, sí! Y cómo se la desea cuando el cuerpo no es más que una llaga, cuando se han arrancado las uñas, los ojos...
—¡Basta! —estalló Sylvie, incapaz de soportar más aquello porque, mientras él hablaba, ella veía a su padrino sufrir aquellos horrores—. ¡No quiero seguir oyéndoos!
Y tapándose los oídos con las manos, corrió hacia la puerta pero allí tropezó con una de las dos maritornes que había visto al llegar. El teniente civil continuó:
—¡Ya os he dicho bastante! ¡Seguid a Gudrun! Ella os llevará a vuestra habitación, y allí os prepararéis para la ceremonia... ¡Ah, no intentéis hablarle, sólo entiende el alemán! Como su hermana Hilda.
La mujer, cuyo rostro era aproximadamente tan expresivo como el de una gárgola de piedra, la tomó del brazo sin demasiados miramientos y la guió hasta la escalera, que le hizo subir. En el piso superior, la cautiva se encontró en la habitación que había sido de su madre, donde Chiara había vivido su martirio. Echó una mirada a la chimenea en la que se había ocultado Jeannette. En esta ocasión no habría allí acurrucado ningún testigo que pudiera algún día relatar su propio calvario.
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