Sobre la cama había extendido un vestido, y Sylvie tuvo un sobresalto al reconocerlo. Era uno de los suyos, el más hermoso, el vestido blanco bordado de plata, regalo de Elisabeth de Vendôme, que llevaba la noche de Le Cid. ¿Cómo habían podido apoderarse de él sus raptores?
No se entretuvo en esa pregunta. Había muchas otras que se planteaba desde que había sido raptada en el patio de Rueil. Aquellos demonios parecían tener el poder de actuar a su antojo no sólo en la mansión del cardenal, su amo, sino también en el palacio de los reyes. Sin embargo, se le ocurrió que tal vez Richelieu no estaba involucrado en esta locura. ¿Por qué haberla confiado a Monsieur de Saint-Loup para hacer que un momento después su esbirro se la llevara? Aquello no era propio de él, pero ahora poco importaba que el cardenal estuviera de acuerdo o no. Lo pondrían ante los hechos consumados, y el odioso Laffemas era lo bastante retorcido para presentarle su conducta incalificable bajo una luz ventajosa para él.
En un gesto de cólera, la joven se apoderó del vestido, hizo una bola con él y lo arrojó a un rincón de la habitación; después se sentó en la cama con los brazos cruzados, con la intención de no moverse de allí. Gudrun, que había acabado sus preparativos, se volvió, la miró, y luego, sin conmoverse lo más mínimo, fue a llamar a su hermana. Entre las dos sujetaron a una Sylvie que intentó resistirse pero que hubo de confesarse vencida: la «gatita» no podía luchar contra las dos guardianas, a pesar de sus garras. En un abrir y cerrar de ojos se vio despojada de sus vestidos, lavada e introducida en el bonito vestido que de manera tan encantadora dejaba al descubierto sus frágiles hombros y sus senos redondos, aún menudos. Luego la peinaron y, envuelta en su capa, la llevaron a la capilla, cuyas vidrieras azules y rojas brillaban como dos ojos en el atardecer.
El castillo no era grande y tampoco lo era la capilla, pero las pocas personas que se encontraban allí le parecieron una muchedumbre agolpada ante un patíbulo en que La Ferrière, vestido de terciopelo púrpura, desempeñaba bastante apropiadamente el papel del verdugo.
Además, reinaba allí un frío húmedo que la hizo estremecer. A partir de ese momento la pobre joven, vencida por la fatiga y la desesperación, no vio nada de lo que sucedía ante sus ojos. Pensaba en todas las personas a las que amaba y que nunca volvería a ver. ¡Qué lejos estaban! Desaparecían en una bruma más espesa a cada momento, en un mar cada vez más profundo del que al final únicamente emergía Perceval, cuya suerte dependía en aquel momento de ella. Tenía que salvarlo, más del horror que de una muerte que, como le constaba a Sylvie, no temía. Después..., el camino parecía ya trazado.
La novia forzosa se interesaba tan poco por la ceremonia que no oyó al sacerdote preguntarle si consentía en casarse con Justin de La Ferrière. Siguió allí, erguida e inmóvil, como paralizada, mirando sin ver al hombre de la casulla bordada... Entonces, una mano de hierro sujetó por detrás su cabeza y la obligó a inclinarse, siguiendo el mismo método empleado años atrás por el rey Carlos IX, en el atrio de Notre-Dame, para arrancar el consentimiento más que reticente de su hermana Margot en el momento de casarse con el Bearnés. Y como en aquel lejano día, el oficiante se dio por satisfecho, recitó a toda prisa el resto del oficio y Sylvie se encontró fuera, del brazo de su marido, en marcha hacia la mansión iluminada —de manera bastante modesta para una boda—, donde se vio obligada a participar en un festín en el que apenas probó bocado y se limitó a beber un poco de aquel vino del Loira que tanto gustaba a François... Tuvo la idea de beber en exceso a fin de intentar olvidar la situación abominable en que se encontraba. Alrededor de ella, todos tragaban y bebían sin medida. El hombre que era ahora su esposo bebía más incluso que los demás, y en particular más que el «testigo», que curiosamente se mantenía sobrio. Sylvie pensó que era sin duda porque tenía que partir después de la cena: al volver de la capilla vio la carroza negra, que nadie había llevado a las cocheras. Habían cambiado los caballos, nada más. Sylvie se quedaría a solas con Justin, y ese pensamiento la asqueaba. Sólo la sostenía una débil esperanza, al advertir la cantidad de bebida que despachaba: que estuviese borracho perdido, y en consecuencia incapacitado para asaltarla. ¡Oh, si no podía tener acceso a ella esa noche, no lo tendría nunca más, porque el día siguiente no la encontraría viva!
Mientras tanto, Laffemas se impacientaba. El tiempo se le hacía largo, y fue él quien se levantó y declaró que ya estaba bien, incluso para tratarse de un festín de bodas, y que era hora de llevar a la novia al tálamo nupcial. Luego, sin esperar la respuesta de La Ferrière, que había intentado, no sin trabajo, ponerse de pie, fue a tomar a Sylvie de la mano.
—¡Venid! Vuestras criadas os esperan. ¡No tengo toda la noche a mi disposición!
—¿Por qué queréis impedir a este digno gentilhombre celebrar su hazaña? ¿Tenéis que volver a París? Muy bien, ¡marchaos! Ya me habéis hecho todo el daño que podíais...
Él se contentó con mirarla sin responder, mordiéndose el labio.
—¡No partiré sin dejaros antes en el lecho! ¡Llamad a las mujeres! ¡Que vengan a atender a su ama! —dijo a un criado—. Veréis, querida, os sería demasiado fácil, una vez que yo hubiera marchado, escapar a vuestra noche de bodas, dado el estado de vuestro esposo. Pero cuando yo hago una cosa, la hago bien... y hasta el final.
Con la muerte en el alma, Sylvie se dejó conducir por sus dos guardianas. ¿Qué otro nombre dar a aquellas criaturas de rostros de esfinge, sin el menor parecido con la risueña Jeannette? Sin embargo, conocían su oficio. La recién casada fue despojada de sus vestidos, perfumada y envuelta en un largo camisón de seda adornado con pesados encajes. Soltaron las cintas de sus bucles, deshicieron el moño de su nuca y Sylvie quedó cubierta por la masa sedosa de sus cabellos, cuyo color castaño claro adquiría bellos reflejos a la luz de las velas. El espejo ante el que estaba sentada le devolvía una hermosa imagen. En ese momento no fue en François en quien pensó sino en Jean d'Autancourt, ¡y para añorarlo! ¿Por qué no le había escuchado? A estas horas estaría sin duda casada, pero con un hombre joven, cariñoso, delicado, que habría sabido tratar con cuidado a la niña que ella era aún. ¡Nada parecido cabía esperar del bruto que iba a venir!
Sentada en el gran lecho con columnas, cuya lamparilla encendida en la cabecera revivía los personajes estampados en las tapicerías de las cortinas, Sylvie, helada hasta el alma a pesar del gran fuego encendido en la chimenea, esperó. Las dos alemanas se habían retirado, llevándose con ellas sus vestidos e incluso sus zapatos, lo que le pareció extraño, por más que otra mala sorpresa careciese ya de importancia.
Con el oído alerta, esperaba oír los cascos de los caballos y el rodar del coche que se llevaría finalmente a Laffemas a París, dejándola sola en manos de aquel bruto borracho. Pero nada se oía...
Lo que oyó finalmente fue el ligero crujido de la puerta que se abría despacio, despacio. Había llegado el terrible momento, al que esperaba aún que el vino le permitiría escapar por esa noche. Pero la silueta que quedó encuadrada bajo el dintel esculpido era la de Laffemas.
Una oleada de cólera ahogó el miedo de Sylvie:
—¿Qué venís a hacer aquí? Ya me han acostado, como veis, para esperar a vuestro amigo. ¡Ahora podéis marcharos! Vuestra repugnante misión ha terminado.
—No del todo...
En efecto, en lugar de marcharse se acercó al lecho. Había en sus ojos amarillentos una luz turbia, y se relamía como un gato gordo. Espantada por lo que leyó en aquel rostro diabólico, Sylvie retrocedió hasta que la cabecera de roble la detuvo. Quiso aferrarse a ella.
—¡Fuera!... ¡Fuera! —gritó—. ¡Voy a llamar!
—¿A quién, preciosa? ¿A tu esposo? Duerme la borrachera, y aunque no fuera así, no vendría. Era algo convenido entre nosotros desde hace mucho tiempo, que si yo conseguía entregarte a él, podría ejercer el derecho del señor... ¡Gozar de tus primicias, preciosa! ¡Qué momento delicioso vamos a vivir juntos! Hace meses que sueño con esto... ¡Vamos, sal de esa cama!
Ella se aferró con más fuerza. Entonces, él se inclinó y la arrancó de allí con una fuerza de la que ella no le habría creído capaz. Cayó sobre la alfombra, pero él la levantaba ya y se apoderaba de sus manos, que le sujetó a la espalda con una sola de las suyas, al tiempo que con la otra desanudaba el lazo del camisón, lo hacía deslizarse hasta las muñecas magulladas, y empezaba a acariciarla.
—¡Qué precioso cuerpecito! ¡Bonita!... Voy a decirte una cosa, pequeña, ¡me gustas más que tu madre! ¡Oh, ella era hermosa... muy hermosa! ¡Pero tú eres exquisita! ¡Una cervatilla asustada! ¡Y además eres virgen! ¡Una flor recién brotada! ¡Un capullo de rosa que yo voy a abrir!
Lo que luego sucedió fue abominable. Después de imponer a la infeliz un beso que le causó repugnancia, le arañó el vientre y le mordió los senos, con mayor frenesí aún al oírla gritar. Luego la arrojó sobre el lecho y la penetró con tanta brutalidad que ella lanzó un aullido. El dolor fue tan violento que Sylvie acabó por perder el conocimiento. Él ni siquiera se dio cuenta y prosiguió su infernal proceder, vomitando torrentes de injurias en las que la mezclaba a ella con su madre y con todas las infelices a las que había degollado a orillas del Sena. Este último horror, al menos, le fue ahorrado a su nueva víctima...
Cuando ella recuperó el conocimiento, él recomponía sus ropas, de pie en medio de la estancia. La vuelta a la conciencia le arrancó un gemido. Entonces él se volvió hacia ella, soltó una risotada y dijo:
—Ha estado bien, ¿sabes? ¡Volveremos a vernos, mi tortolita! ¡Puedes estar tranquila que volveré... y más de una vez! ¡Ahora eres mía!
Aquélla fue su despedida. Un instante más tarde dejaba el escenario de su infamia, y unos minutos después Sylvie oyó por fin el ruido del coche y los cascos de los caballos que tanto había esperado. Luego, nada. Un silencio tan absoluto que habría podido creerse que el castillo estaba desierto. Sylvie, entonces, se movió poco a poco. Le dolía todo el cuerpo. Era como si la hubiesen encerrado en un baúl con gatos salvajes. En las sábanas, manchas de sangre testimoniaban el trato bárbaro que le habían infligido. Pero poco a poco, su juventud y su profunda vitalidad se impusieron. Vio el camisón en el suelo y se arrastró hasta él, con la impresión de que si cubría el cuerpo magullado sufriría menos.
Una vez puesta en pie y vestida, comprobó que la cabeza no le daba vueltas, que podía caminar. Vio entonces sobre un cofre una bandeja en la que habían colocado dos vasos y un frasco de vino. Uno de los vasos había sido usado. Tomó el otro y se sirvió un poco de vino que se bebió de un trago; como aquello le proporcionó algún bienestar, se sirvió más.
El castillo seguía en silencio. Pensó que era preciso salir de allí cuanto antes. No para buscar una ayuda que no podía esperar de nadie, puesto que estaba casada con el inmundo La Ferrière, sino para buscar la muerte. El río no estaba lejos, pero se le ocurrió que su fin sería más dulce si iba a encontrarlo al estanque de Anet, allí donde nadaban los bellos cisnes que a ella le gustaba contemplar de niña. Y además, al menos en Anet cuando encontraran su cuerpo le darían una sepultura digna. Su estado era tan deplorable que nadie imaginaría que se había suicidado...
Sylvie se sintió reconfortada. La idea de su próxima muerte no sólo no la asustaba, sino que le resultaba grata porque era el único medio de reunirse con François, al que no haría, a fin de cuentas, más que preceder por poco tiempo. No tenía ninguna duda sobre la suerte que reservaba el cardenal para el amante de la reina: él regresaría a los campos de batalla que tanto añoraba, y algún día, a la conclusión de alguna batalla, recogerían su cuerpo, herido por el enemigo o por una mano invisible surgida de sus propias filas...
Pero para salir de la vida, antes era necesario salir del castillo. Todo el mundo debía de estar durmiendo, los borrachos a causa del vino, los criados del cansancio. Empezó por buscar alguna ropa de abrigo pero no encontró nada, a excepción de las sábanas. Se habían llevado todo. Además, la puerta estaba cerrada. Fue entonces a la ventana con la idea de anudar las sábanas y descolgarse en la mejor tradición de las grandes evasiones. Como el dormitorio se encontraba en el primer piso, su longitud sería suficiente. Pero encontró algo mejor: una espesa capa de hiedra trepaba en ese lugar por los muros de la casa, y ella sabía desde su infancia lo fácil que era escalar utilizando aquella planta tan firme. Bajar también debía de ser fácil. ¡Incluso en camisón y con los pies descalzos!
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