Al pie de la escalera tropezó con el joven Ranay, uno de los pajes de la mansión, que lo miró con asombro.

—¿Qué os ocurre, señor? Se diría que estáis llorando.

—¿Yo? ¡Jamás de los jamases! Sueñas, muchacho.

Pero antes de llamar a la puerta de Madame de Vendôme se secó los ojos en el puño de encaje.


2


Una memoria increíble


En pie delante de una ventana abierta a la noche templada, indiferente al vaivén de sus servidoras que arrastraban baúles de cuero o cargaban con pilas de ropa, Françoise de Vendôme intentaba dominar la angustia que se había apoderado de ella desde el instante en que había sabido a su esposo preso. ¡César encerrado, encadenado quizás! ¡Impensable!

La decisión de acudir en su ayuda se le había ocurrido de inmediato. Sin embargo, después de un rato empezó a preguntarse si su intervención no conduciría a otra cosa que a exponerla al fuego cruzado de la cólera del rey y el rencor de su ministro. Ahora bien, en ese momento era la única persona adulta de la familia —su turbulenta cuñada Catherine, duquesa d'Elbeuf, apenas merecía ese título— que disponía de libertad de movimientos. Si la arrestaban también a ella, sus hijos, tan jóvenes aún, quedarían sin más defensa que sus servidores. Criados fieles sin duda, oficiales de honor demostrado, pero pese a todo extraños de los que no podía saberse cómo reaccionarían ante las amenazas que seguramente pesarían sobre ellos. ¿Sabrían defender contra inconfesables codicias su fabuloso patrimonio: el Vendômois y la villa fortificada que le daba nombre; Anet, Chenonceau, Verneuil, Ancenis, La Ferté-Alais, el gran hôtel de Vendôme en París, y tantos otros bienes?

Después de sentarse en uno de los sillones tapizados de seda azul con galones de plata, la duquesa dejó reposar su cabeza fatigada en un almohadón y contempló las pinturas del techo, cuyo tema era la Noche; el personaje principal era la diosa Diana, a la que iban a despertar el genio de la caza y sus lebreles favoritos. La estancia había sido un nido de amor, como lo indicaban en distintos lugares del castillo las iniciales H y D[7]entrelazadas, casi confundidas, para recordar con orgullo que allí había reinado una mujer que a lo largo de su vida, y hasta la lanzada de Tournelles, tuvo cautivo a un amante regio veinte años más joven que ella. ¡Bien es cierto que era bellísima!

François e deseaba desde siempre un dormitorio distinto a aquel templo de caricias, pero era la habitación mejor decorada, la designada para la castellana, y César quería que fuera la de su mujer.

—¿Por qué no habrías de encontrarte a gusto aquí, amiga mía? —decía riendo—. ¡Tú también eres encantadora! ¡Un poco gazmoña quizá, pero mucho más joven!


¡César! ¡Cómo si no conociera el poder de su atractivo sobre la altiva princesa lorenesa que tanto le había costado desposar! Su matrimonio, decidido en la más estricta tradición de las uniones principescas, había acabado por convertirse en un problema tremendamente complicado. En 1598, Enrique IV había obtenido para su hijo César, de cuatro años de edad en aquel momento, la mano de Mademoiselle de Mercoeur-Lorraine que tenía seis. No fue fácil: el duque de Mercoeur se resistía tanto más a dar a su hija por cuanto le exigían por añadidura que revirtiera en su yerno el gobierno de Bretaña, que había desempeñado durante mucho tiempo. Pero el joven César había sido legitimado y reconocido como heredero, y ya se anunciaba que el rey Enrique iba a casarse con su madre, la deslumbrante Gabrielle d'Estrées, ennoblecida con el título de duquesa de Beaufort. No era tan mal negocio casar a su hija con un futuro rey... Pero, ay, pocos días antes de la boda y de la coronación, la bella Gabrielle murió debido a una crisis de eclampsia que más de uno juzgó providencial. Y César cayó desde su rango de heredero al de simple bastardo.

Mercoeur se hizo matar en la guerra contra los turcos bajo las banderas del emperador Rodolfo II, y Enrique IV pensó que la viuda del héroe, que se había instalado en París, donde construía una enorme mansión y, pegado a ella, un gran convento para capuchinas, estaría demasiado ocupada con sus rezos y obras de caridad para enfrentarse a él y oponerse al matrimonio. Era conocer muy mal a la luxemburguesa.[8] Madame de Mercoeur era una mujer de criterio, la más devota de Francia tal vez, pero también quizá la más rica, y su hija había de aportar una dote considerable que incluía, entre otros, el ducado de Penthièvre, es decir la sexta parte aproximadamente de Bretaña, sin contar los bienes que heredaría de su madre. De modo que la duquesa dio a entender que el matrimonio propuesto no le parecía deseable, y con mayor razón porque su hija prefería retirarse a las capuchinas antes que consentir en convertirse en Madame de Vendôme; e incluso propuso enviar al rey cien mil escudos como compensación.

Enrique IV consideró que la respuesta era una mala excusa, pero de hecho era la estricta verdad: Françoise se había sentido halagada por la perspectiva de ser reina de Francia pero no quería oír hablar de César de Vendôme, un chicuelo de catorce años (ella tenía dieciséis) que, según decían, era turbulento, brutal, y sobre todo más inclinado a la compañía de los muchachos que a la de las jóvenes. Esta etapa de sus relaciones le había resultado penosa por la simple razón de que el orgullo de Françoise había entrado en contradicción con su corazón. César le parecía encantador, con su cabello rubio, sus ojos azules y sus rasgos ya llenos de majestad. Prometía ser un hombre magnífico, y más de una mujer lo miraba con anhelo. Françoise había sentido su atractivo, pero también tenía justa conciencia de lo que ella misma era: una princesa perteneciente a una de las casas más nobles de Europa, sobrina de una reina de Francia,[9] bonita por añadidura, muy rica y sobre todo educada en los rigurosos principios que ya conocemos y que no tolerarían el vicio de Sodoma...

Tal vez se habría resignado, como la dulce y piadosa tía Louise había acabado por resignarse a los amiguitos de su esposo; pero la corona y el manto real transmiten mucho valor a la persona digna de llevarlos, y en cambio ya no existía ninguna posibilidad de que el hijo de Gabrielle ascendiese jamás al trono. Sin embargo, la rebelde fue obligada a someterse. No ante una orden del rey —Enrique IV sabía que no disponía de ningún medio para obligar a Mademoiselle de Mercoeur a casarse con su hijo bastardo—, sino ante la voluntad del duque de Lorena, el jefe de la familia. Este, Enrique II el Bueno, viudo en primeras nupcias de Catalina de Borbón, hermana de Enrique IV, quería guardar buenas relaciones con su cuñado. Dio a entender que el matrimonio le convenía, y las dos rebeldes, madre e hija, hubieron de someterse. Y fue una bonita boda, todo ha de decirse.

Al recordarla, François e no podía dejar de sonreír. Volvía a ver la capilla del castillo de Fontainebleau, perfumada por las flores, iluminada por los cirios y centelleante por los atuendos de los asistentes en aquella noche del 5 de julio de 1609. Veía de nuevo a César, ya más alto que ella, deslumbrante y magnífico en su casaca de raso blanco cuando a medianoche ocupó su lugar al lado de ella para jurarle amor y fidelidad. Le había sonreído al tomar su mano. Es cierto que ella también estaba hermosa, pero a través de ella estaba sonriendo a Bretaña, a la Bretaña que le habían presentado el año anterior y que había ocupado de inmediato una parte de su corazón. Aquella noche César era feliz, y François e también lo fue. Hubo un momento de pánico cuando instalaron a la joven pareja en el tálamo y el Bearnés, con una amplia sonrisa dibujada de oreja a oreja, tomó una silla y se sentó a la cabecera. ¿Pensaba de verdad quedarse ahí? La recién casada había dirigido a su llorosa madre una mirada espantada: ignoraba todo lo que había de ocurrir a continuación, porque Madame de Mercoeur se había limitado a aconsejarle que se sometiera a todo lo que le pidieran, por extraño que le pareciese. En cuanto al rey, reía a gusto.

—¡Secad esas lágrimas, prima! —dijo a la duquesa—. He hecho que instruyera a mi hijo una persona de confianza, y creo que nos dará total satisfacción.

También César se había echado a reír al volverse hacia su joven esposa, más muerta que viva:

—Vamos, señora, ¡hay que dar gusto al rey... y a nosotros mismos! —dijo alegremente. Y sin preocuparse más por el observador, la tomó entre sus brazos. Para su gran sorpresa, también François e se olvidó del indiscreto, que, por lo demás, se retiró de puntillas y corrió las cortinas del lecho...

Hicieron el amor tres veces, con una alegría que daba al acto la apariencia de un juego. François e, entonces muy delgada y poco dotada en atributos femeninos, descubrió que su joven esposo no deseaba que fuera de otra manera. Detestaba a las mujeres exuberantes más aún que a las otras, y para gustarle era preferible tener un cuerpo ligeramente andrógino. De aquella noche de bodas, celebrada con varias semanas de fiestas y regocijo popular, salió una pareja unida por una complicidad, una estima y un afecto que nunca habían de cesar. François e, sostenida por una fe profunda, tuvo la prudencia de contentarse con eso. Descubrió que el corazón de su esposo nunca podría llegar a latir por otra mujer: César había amado demasiado a su madre, la deslumbrante Gabrielle, y ésta lo había dejado fascinado para siempre. En cuanto a los muchachos jóvenes de los que le complacía rodearse, no permitió que su mujer siquiera llegara a inquietarse por ellos. La amaba a su manera, y sobre todo adoraba a los tres espléndidos hijos que ella le había dado y que consolidaron una unión más feliz de lo que cabía esperar. La alegría de César, su gusto por el lujo, su bravura insensata, hacían de él un compañero tanto más atractivo por cuanto era capaz de apreciar el carácter más grave de una mujer a la que llamaba «mi querida Prudencia».


La idea de su arresto inquietaba a François. Él era un hombre de grandes espacios, de tempestades, de carreras contra el viento, también de batallas y de grandes reuniones de camaradería al regreso de la caza. Si amaba tanto Bretaña, es porque en ella había descubierto una tierra parecida a su propio corazón: salvaje, orgullosa y grandiosa. ¿Cómo imaginar a un hombre así entre las cuatro paredes de un calabozo, esperando Dios sabe qué juicio inspirado por el odio y la parcialidad? Porque César nunca —François lo habría jurado sobre la memoria de su madre— había ni siquiera contemplado la idea de atacar a su hermano el rey. El hombre al que odiaba era Richelieu, y Richelieu le devolvía ese sentimiento con usura. Por desgracia, el cardenal-ministro era el más fuerte de los dos.

—Tengo que librarle de este mal paso —se repetía la duquesa—. Pero ¿cómo? ¿Por qué medio?

Aunque no pensaba que el hombre de la sotana púrpura tuviese la audacia necesaria para pedir la cabeza de un príncipe de sangre, no estaba lejos de verse a sí misma, con sus hijos, vestidos todos de negro, yendo a arrodillarse al gabinete del ministro para implorar su clemencia. Una imagen contra la cual se rebelaban su conciencia de raza y su orgullo de mujer. Sabía, sin embargo, que para salvar a su César sería capaz de llegar hasta ese extremo.

La entrada de una de las criadas anunciando el regreso de su escudero la arrancó de un ensueño rayano en lo morboso y le devolvió la conciencia de sí. Ella también necesitaba acción...

—¿Y bien? —dijo cuando Raguenel, todavía sacudido por la emoción, se inclinó ante ella.

—¡Ah, señora! Es aún peor de lo que podíamos imaginar. Madame de Valaines, sus hijos y sus servidores han sido asesinados.

—¿Asesinados?

—Hay cadáveres y sangre por todos lados. Y no alcanzo a comprender gracias a qué milagro pudo la pequeña Sylvie escapar a los asesinos. Su nodriza, que intentaba huir con ella en brazos, fue acuchillada en medio del patio. Debió de caer sobre la niña y su cuerpo la ocultó. La pequeña consiguió seguramente desasirse más tarde.

—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa así? ¿Y por qué?

—Es lo que, con vuestro permiso, intentaré averiguar desde mañana mismo. Por el momento, convendría proceder a dar sepultura cristiana a todos esos infelices sin esperar a que las alimañas se encarguen de ello, o a que les ataque el calor del día...

—Cierto, cierto... y voy a proporcionaros los medios, pero recordad que mañana... ¡Oh!, Dios mío, estabais ya en camino cuando tomé mi decisión. Al amanecer debemos marchar a Blois con monseñor de Cospéan, en tanto Monsieur d'Estrades y el padre Gilíes se dirigirán con los niños a Vendôme, donde estarán seguros. Tendríamos que encargar a nuestro magistrado de Anet la investigación de esta terrible desgraciase interrumpió. Perceval acababa de doblar la rodilla ente ella.