—Concededme la gracia de quedarme aquí, señora duquesa. Quisiera investigar yo mismo esta tragedia. El difunto barón de Valaines me honró con su amistad y...

—...Y más tarde fuisteis amigo de su viuda. ¡Nada más natural! —acabó la frase Madame de Vendôme con la franqueza a un tiempo abrupta e ingenua que formaba parte de su encanto, por más que en algunas ocasiones resultara difícil de soportar.

—Ejem... sí, señora.

—¡Pues bien, quedaos, amigo mío! —suspiró ella al tiempo que apoyaba ambas manos en los brazos del sillón para levantarse—. Después de todo, la carroza del querido obispo no es tan grande, y yo no necesito escudero para esta expedición. ¡Sobre todo ante la eventualidad de que también a mí me arrojen a la prisión! Haced lo que podáis, y marchad después a Vendôme. Si la desgracia real se abate sobre nosotros, como todo hace suponer, mis hijos necesitarán todos los defensores que les sea posible encontrar. En el peor de los casos, quizás encontrarían refugio en Lorena, pero pienso que nuestra villa fortificada de Vendôme sabrá cumplir con su deber...

—¿Y la pequeña Sylvie, señora duquesa? ¿Qué va a ser de ella?

—Lo ignoro, pero por descontado vamos a tenerla con nosotros. ¡Pobre niña! ¿Qué haría, tan pequeña, si la abandonáramos? Pensé primero en un convento, pero mi hija Elisabeth se ha encaprichado con ella y la ha tomado bajo su protección. Le parece tener una muñeca más, y está encantada.

—Eso está bien. En vuestra casa, no tendrá nada que temer, y en cambio, probablemente no ocurriría lo mismo en un convento...

Madame de Vendôme alzó las cejas:

—¿Qué podría ocurrirle? Es casi un bebé.

—Dignaos perdonarme, señora duquesa, pero creo que corre un gran peligro. Quienes asesinaron a todos los habitantes de La Ferrière tenían seguramente la orden de no dejar a nadie con vida, y todos fueron pasados a cuchillo... excepto ella.

—¿Qué podría tener que temer?

—Son los asesinos quienes pueden temer algo de ella. Es aún muy pequeña, porque no ha cumplido cuatro años, pero incluso a esa edad se tienen ojos y memoria, y Sylvie ya ha dado pruebas de una inteligencia despierta. Como su madre...

—¡Lástima que no sea tan bonita como ella! La pobre baronesa era preciosa. Es una lástima que la niña haya salido al padre, que lo era bastante menos... En fin, id ahora a la casa de los canónigos de nuestra capilla y rogad a los buenos padres que os ayuden en vuestra triste tarea.

Cuando él ya iba a salir, le llamó:

—¡Perceval!

—Sí, señora duquesa —dijo él, sorprendido de que le llamara por su nombre de pila; de lo cual dedujo que estaba muy conmovida.

—Hago votos para que volvamos a vernos muy pronto. ¡Rogad a Dios por mí y por el duque César!

—¿Y también por el Gran Prior?

—¡Oh, ése! Son sus locas ideas las que nos han metido en este aprieto... Sin embargo, tenéis razón: hay que rezar también por él. No en vano monseñor de Sales, nuestro querido obispo de Ginebra, ha escrito: «Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de preferir el más conforme a nuestro deber, y no el más conforme a nuestro gusto.» ¡Marchad, caballero! Yo voy a ver a mis hijos.

Mientras Perceval se dirigía a cumplir su piadoso deber, la duquesa entró en el aposento de su hija, donde le esperaba un curioso espectáculo: su hijo menor, sentado junto a la cama en la que, con no pocas dificultades, se había conseguido acostar a la pequeña superviviente, tenía en la suya una de las manos de la niña, en tanto que el pulgar de la otra estaba firmemente encajado en la boca. La niña, a la que habían bañado, cambiado de ropa y también alimentado con un tazón de leche y bizcochos, había perdido su aspecto de gatito salvaje y dormía, con la muñeca a su lado. A unos pasos, Elisabeth, sentada en un taburete, con los codos en las rodillas y el mentón apoyado en las manos, observaba el cuadro con una mirada perpleja. Madame de Vendôme intervino:

—Y bien, ¿qué estás haciendo a estas horas, François, en el dormitorio de tu hermana? No es tu sitio. Deja a la pequeña y vete a acostar. Ya ves que está dormida.

Por toda respuesta, el muchacho retiró con cuidado la mano, y de inmediato se abrieron a un mismo tiempo los ojos y la boca de Sylvie, que emitió un grito.

—¡Ya lo veis! —suspiró Elisabeth—. Durante todo el tiempo en que nos hemos ocupado de ella, Sylvie sólo ha dejado de llamar a su madre para reclamar a mi hermano, al que llama «señor Ángel». Me ha costado un poco comprender que se refería a él, y por fin le he mandado llamar.

—De todas maneras, madre, había prometido venir a verla antes de irme a dormir.

—Todo esto es ridículo. Vuelve a tus aposentos y deja que llore. Acabará por parar.

—Sí, pero ¿cuándo? —preguntó su hija—. A mí también me gustaría dormir.

—Lo supongo. ¿Has dicho tus oraciones?

—Aún no. No hay modo de rezar con tantos gritos.

—Déjame a mí. Vamos a rezar todos juntos. Tú también, François, ya que estás aquí...

E, inclinándose hacia la cama, tomó en brazos a la pequeña, que seguía gritando, y fue con ella hasta el oratorio dispuesto en una esquina de la habitación. Allí, la hizo arrodillarse a su lado sobre un cojín de terciopelo azul dispuesto ante una imagen de la Virgen y la obligó a juntar las manitas. Sorprendida por este trato inesperado, Sylvie calló por fin, y levantó hacia aquella gran dama magnífica y severa en su vestido de tafetán morado una mirada inquieta e impregnada aún de miedo. Parecía ver en ella un poder que era necesario tener en cuenta, pero que, pese a todo, la sonreía al tiempo que la rodeaba con sus dos brazos para mantener juntos los dedos:

—Así está mejor. Y ahora, la señal de la cruz —añadió, guiando el gesto de la niña, antes de entonar la oración—: Ave María, gratia plena, Dominus tecum...

Resultaba claro que la pequeñina no había empezado aún a ejercitarse en el latín. Su nodriza o su madre debían de colocarla sobre sus rodillas para hacerla recitar una plegaria sencilla, apropiada para los niños. Sin embargo, aquel galimatías le pareció divertido y se lanzó a una improvisación chapurreada que puso a dura prueba la seriedad de Elisabeth, de François y de las camareras arrodilladas detrás de la duquesa.

Concluidos los rezos, Madame de Vendôme volvió a acostar a Sylvie, le puso su muñeca entre los brazos y la besó:

—Ahora tienes que dormir, pequeña. Mañana darás un bonito paseo en coche con... el señor Ángel.

Dócil, Sylvie se metió el pulgar en la boca, cerró los ojos y enseguida quedó profundamente dormida. La duquesa corrió las cortinas y se volvió hacia sus hijos:

—Partirá mañana por la mañana con vosotros a Vendôme. Esta pobre niña ya no tiene a nadie en el mundo.

Al menos que yo sepa. Sólo de milagro ha escapado a una matanza general y, según piensa el caballero de Raguenel, es posible que todavía se encuentre en peligro. Cuidaréis de ella hasta que volvamos a reunimos. ¡Ahora, despidámonos! Monseñor de Cospéan y yo salimos dentro de una hora. Vosotros, al amanecer. Volveremos a vernos si Dios quiere...

—Madre —repuso François alarmado—, si vais a correr grandes peligros, yo quiero ir con vos.

—No, porque yo me debo a mi señor vuestro padre, pero tú en cambio te debes al nombre que llevas. Acabamos de ver, esta noche, cómo puede extinguirse en unos instantes una familia entera. No debemos correr semejante peligro. Recordad que sois de la sangre de Francia... ¡y abrazadme para darme valor! —añadió entre súbitas lágrimas, saliéndose del personaje que se esforzaba por asumir desde la llegada del obispo para no ser sino una esposa y una madre torturada por la inquietud. Únicamente con aquellos dos podía ella abandonarse; Mercoeur, imbuido ya de su dignidad de primogénito, seguramente no la habría comprendido... o admitido.

Quedaron un instante abrazados los tres, llorando juntos, y después, con la misma brusquedad con que se había abandonado, François e se separó de ellos y salió al tiempo que ordenaba:

—Madame de Bure, ocúpese de dar un purgante a nuestra hija en cuanto llegue a Vendôme. Le encuentro la piel un poco manchada. Además, la primavera es la mejor temporada para clarificar...

El resto de sus palabras se perdió en las profundidades del castillo. La gobernanta no se preocupó lo más mínimo. Todo el mundo sabía que la duquesa era propensa a decir incongruencias. A veces de forma voluntaria; era la mejor manera de sobreponerse cuando la emoción podía llegar a paralizarla.


Mientras la huérfana pasaba su primera noche lejos de una casa que no había de volver a ver hasta pasado mucho tiempo, empezó el baile de las sucesivas partidas. El primero fue Perceval de Raguenel, escoltando el carricoche en que iban el prior del capítulo de la iglesia principesca y un acólito; después, una hora más tarde, la carroza de Philippe de Cospéan, que llevaba a Madame de Vendôme y a Mademoiselle de Lichecourt, la acompañante preferida de la duquesa por su buen sentido, su calma imperturbable y su profunda piedad. Finalmente, al amanecer se pusieron en marcha las carrozas que habían de trasladar a los hijos de César al resguardo de las murallas de la que no sólo era la capital de sus dominios, sino también su lugar de residencia preferido.

La pequeña Sylvie, para la que había trabajado una camarera durante toda la noche con el fin de ajustar a su talla vestidos antiguos de Elisabeth, parecía haber olvidado sus penas y observó con ojos como platos los últimos preparativos cuando salió del castillo a la luz del alba, bien acomodada entre los brazos de Madame de Bure, conmovida por la fragilidad de la pequeña y su expresión de gatito desamparado. El aire era cristalino. La tormenta de la víspera y el chaparrón consiguiente habían limpiado los tejados de pizarra, los mármoles del castillo que la aurora teñía de color rosado y todo el paisaje circundante. El bosque vecino despedía la fragancia de las hojas recién lavadas, la hierba nueva y la tierra mojada. En manos de los cocheros, los caballos piafaban de impaciencia, prestos a galopar hacia un destino al que evidentemente no llegarían en el día mismo, porque entre Anet y Vendôme la distancia era de unas treinta y tres leguas.

La gobernanta tendió su carga a un lacayo con el fin de disponer de mayor libertad de movimientos para subir al coche; pero Sylvie empezó a patalear y retorcerse con tanta fuerza que las manos del hombre resbalaron sobre el vestido de gro de Nápoles de color violeta oscuro —lo más parecido al luto que habían podido encontrar— y dejaron caer a la niña, que afortunadamente no se hizo daño. Apenas puesta en pie, echó a correr tan aprisa como lo permitían sus enaguas blancas y sus piernecitas, dando gritos de alegría: acababa de ver al «señor Ángel» que salía a su vez del castillo en compañía de su hermano Louis y del ayo y preceptor de ambos, el padre Jacques Gilíes, al servicio de los jóvenes príncipes por encargo del capítulo de la iglesia de Saint-Georges, anexa al castillo de Vendôme. Era un personaje majestuoso, muy amigo de la buena mesa, que, temeroso de las corrientes de aire, caminaba con pasos cautos envuelto en una especie de sobretodo acolchado de terciopelo negro. Aparte del latín, que dominaba como un virtuoso, no sabía gran cosa, pero cantaba los oficios religiosos con una magnífica voz de bajo. Las enseñanzas que impartía no corrían el riesgo de sobrecargar en exceso el espíritu de sus alumnos, pero ésa no era una cuestión que preocupara al duque ni a la duquesa: sus hijos estaban destinados a convertirse ante todo en soldados y buenos cristianos.

El digno eclesiástico consiguió evitar por poco a Sylvie, que pasó por su lado a la carrera y fue a aterrizar entre las piernas de François lanzando gritos de alegría. El muchacho se agachó para ayudarla a levantarse, y de inmediato ella enlazó los bracitos alrededor de su cuello y le plantó en la mejilla un gran beso un poco húmedo.

—¡Por todos los diablos! —se burló Louis—. Se diría que habéis hecho una conquista. Esta jovencita os adora.

—Ez bueno y lo quiero —declaró con firmeza la pequeña, a la que François, con toda naturalidad, había tomado en sus brazos para devolverle el beso—. ¡Tú erez malo!

—¡Vamos, vaya unos modales! Esta niña es una maleducada, y ni siquiera bonita...

—¡Un poco de indulgencia, hermano! —dijo François con una sonrisa—. Pensad en la pesadilla de la que acaba de escapar.

—¡Precisamente! Nuestra madre haría mejor dejándola en un convento. Lo que ocurrió en La Ferrière indica que su familia incurrió probablemente en la cólera de algún gran personaje. Del rey, tal vez...

—Sabed, señor, que el rey no asesina —interrumpió con tono severo Monsieur d'Estrades—. Y aún menos ordena matanzas. Cuenta con suficientes jueces y soldados a su servicio para no necesitar recurrir a tales métodos para administrar justicia.