Mercoeur rectificó de inmediato:
—¡Lo sé, señor, dignaos perdonarme! Sólo pretendía decir que, dada la situación de peligro en que se encuentran nuestro padre y nuestro tío, no deberíamos ocuparnos encima de los problemas de otras personas. Me permitiréis que valore la salud de ambos por encima de cualquier otra preocupación —añadió Louis al tiempo que reprimía un sollozo que expresaba hasta qué punto estaba inquieto.
—Todos pensamos como vos, pero es en la desgracia cuando mayor mérito tiene el preocuparse por los demás.
Mientras tanto, llegaron al rescate Madame de Bure y Elisabeth. A pesar de la oferta de mazapanes y de pasas confitadas, Sylvie no cedió: había recuperado la mano de François y no estaba dispuesta a soltarla. Sin duda no comprendía por qué los hombres y las mujeres tenían que viajar en carruajes diferentes. Louis gruñó, impaciente:
—¿De verdad es preciso retrasar nuestra marcha hasta la tarde para atender el capricho de una mocosa testaruda? Tenemos prisa.
—Ya nos vamos —respondió François, sonriendo—. Lo mejor será que yo acompañe a las damas. A fin de cuentas, así tendrán un caballero para defenderlas.
Se llevó a la pequeña hasta la primera carroza y la sentó a su lado. Un instante más tarde, los pesados carruajes, seguidos por las carretas cargadas con los equipajes, cruzaban la verja de la entrada en el momento en que el gran ciervo de bronce resonaba siete veces y los campanarios de los alrededores daban el toque del ángelus.
Cuando el cortejo escoltado por servidores a caballo se dirigía a la carretera de Dreux, el carricoche del capellán apareció en la explanada con las gentes del magistrado de Anet y las que Raguenel se había llevado consigo. Todos parecían molidos de cansancio. Sus rostros mostraban las huellas de la terrible tarea que habían tenido que cumplir. Al verlos, D'Estrades detuvo los carruajes y descendió para saludar al prior con respeto:
—¿Monsieur de Raguenel no os acompaña, padre?
El anciano le dirigió una mirada algo extraviada.
—No. Cuando el señor magistrado y yo terminamos nuestra tarea, nos urgió a que volviéramos para tomarnos un pequeño respiro. Muy necesario, hijo mío, os lo aseguro. He visto muchas cosas en mi vida, pero pocos horrores comparables a éste...
—¿Se sabe quién ha podido hacer una cosa así?
—¿Quién podría decírnoslo? Las gentes de la aldea vecina están petrificadas de horror. Sólo han hablado de una tropa de hombres de armas, una docena de caballeros vestidos de negro que parecían demonios. El que mandaba el grupo llevaba máscara. El señor magistrado no ha podido averiguar nada más y, con franqueza, no veo qué otra cosa podrían decir, ya que únicamente atinaron a esconderse. Por lo que nos toca, podéis informar a la señora duquesa de que las pobres víctimas han sido piadosamente enterradas y bendecidas. Tal vez cuando regrese monseñor César consiga aclarar este misterio... pero no le será fácil.
—¿Por qué no ha regresado con vos el caballero?
El prior se encogió de hombros y alzó las manos al cielo.
—Porque es un hombre testarudo y se niega a aceptar la evidencia. Se ha quedado con su criado, para que le ayude a «interrogar al cielo y la tierra», según sus propias palabras. Los jóvenes no retroceden ante nada y creen siempre saber más que los viejos. En fin, ha dicho que él se encargaría de cerrar el castillo a la espera de que monseñor el duque tome las disposiciones necesarias. Permitidnos ahora que sigamos nuestro camino, hijo mío. Tenemos una gran necesidad de rezar.
El oficial retrocedió dos pasos y se inclinó hasta barrer el suelo con las plumas de su sombrero. Los religiosos continuaron su camino y, un instante más tarde, el cortejo reanudó su traqueteo. Madame de Bure, muy afectada ya por el calor —sus formas generosas y el tinte enrojecido de su tez, debidos a un apetito excesivamente ávido, le hacían temer las temperaturas elevadas—, se abanicaba con su pañuelo.
—¡Si nos paramos a cada momento, nunca llegaremos! —se quejó—. Además, debíamos habernos marchado antes. En plena noche, para aprovechar el fresco. La señora duquesa ha hecho muy bien tomando la delantera.
La buena señora habría seguido charlando con mucho gusto, pero sus jóvenes acompañantes no la escuchaban. Elisabeth había vuelto a dormirse apenas aposentada en la carroza, y François dejaba vagabundear su mente en torno al castillo de Sorel. No sólo se alejaba de él sin haber conseguido la menor información tranquilizadora acerca de la que tanto ocupaba sus pensamientos, sino que únicamente Dios podía saber cuándo volvería a verla, si es que lo lograba. En general le gustaba Vendôme, pero en esta ocasión tenía la impresión de partir para el destierro. Respecto a su padre, al que sin embargo amaba sinceramente, no llegaba a inquietarse de verdad: el duque César era una especie de fuerza de la naturaleza. Había en él algo indestructible de lo que nunca podrían llegar a apoderarse todos los Richelieu de la tierra.
Muy distintos eran los pensamientos de su nueva amiga. Sentada junto a él, Sylvie disfrutaba de un momento de felicidad pura. Era demasiado pequeña para darse cuenta cabal de la desgracia que se había abatido sobre ella. Únicamente sabía que le habían hecho daño, que había tenido miedo y que su mamá, tan dulce y siempre presente cuando la necesitaba, no había respondido cuando la llamó. Su mundo cálido y acogedor había estallado de repente. La Tata la había sacado de la cama y habían echado a correr, ¡deprisa, deprisa! Había sido bastante divertido, pero de repente había soltado un fuerte grito y se había caído encima de ella con tanta fuerza que Sylvie no recordaba bien lo que había pasado después, sólo que aquel peso la ahogaba hasta que con su instinto de cachorrillo había conseguido liberarse. La Tata no se movía y, como ni mamá ni nadie respondía a sus gritos, Sylvie había salido a buscarla en compañía de Madame Jolie, su muñeca, que al menos no la había abandonado. El camino era difícil. Había piedras que le lastimaban los pies, y espinas, y Sylvie había llorado de dolor y miedo, hasta que sonó aquel ruido horroroso; pero enseguida había aparecido el ángel sobre un caballo blanco. El caballo había desaparecido, Dios sabe por qué, pero el ángel se quedó a su lado y la llevó a una preciosa casa toda dorada y llena de colores, donde se habían ocupado de ella... Ahora iban de paseo juntos y el sol brillaba. ¡Olía tan bien el aire!
En conclusión, la niña soltó un suspiro y apoyó su cabecita en el brazo de su maravilloso salvador. El traqueteo era un poco molesto, pero de pronto sintió mucho sueño. François retiró entonces el brazo con cuidado, lo pasó alrededor de su cuerpo y la acomodó contra él. No entendió por qué Elisabeth se echaba a reír y le decía:
—Estoy segura, François, de que nunca se te ocurriría seguir la carrera de ama seca, pero en todo caso demuestras notables aptitudes...
—Hacía tiempo que no decías una tontería —gruñó el aludido—, ¡y seguramente lo echabas en falta!
—Vamos, no te enfades. También a mí me conmueve, la encuentro encantadora...
—¿A pesar de su mal carácter?
—No tiene mal carácter. Sabe lo que quiere, eso es todo. Y de momento, lo que quiere eres tú.
—Esperemos que se le pase pronto. —suspiró François, que deseaba por encima de todo recuperar el hilo de sus pensamientos.
Y así fue como Sylvie de Valaines partió hacia una nueva vida.
Mientras tanto, Perceval de Raguenel se esforzaba por reconstruir la tragedia que acababa de producirse en La Ferrière. La tarea resultaba difícil. Los asesinos eran la clase de personas que practican la técnica de la tierra quemada, y no dejan a su paso nada que permita su identificación. Salvo tal vez el sello de lacre rojo, hábilmente despegado por Corentin y que, guardado entre los dobleces de un pañuelo, reposaba ahora junto al pecho del joven. Pero de momento, tampoco el sello le decía nada.
Sentado junto al hogar apagado del dormitorio de Chiara, con sus largas piernas enfundadas en botas de marroquín negro extendidas ante él, contemplaba el lecho del que se habían llevado a la joven. Se encargó él mismo de preparar el cadáver: había colocado un pañuelo de encaje sobre la quemadura de la frente y envuelto el cuerpo, después de vestirlo de nuevo lo mejor que pudo, en la colcha de damasco púrpura con galones de plata; después la había tomado en brazos, por primera y última vez, a fin de depositarla en las parihuelas en que la habían transportado a la capilla. Allí habían abierto tres tumbas en el suelo enlosado. Con la ayuda de Corentin se había ocupado de los niños, que reposaban ahora junto a su madre, reunidos los tres con Jean de Valaines para la eternidad. Los cuerpos de las restantes víctimas habían sido enterrados en un jardín previamente bendecido por los curas. Y ahora no quedaba allí nadie, salvo Corentin, él mismo y los caballos cuyos cascos resonaban de tanto en tanto contra el pavimento del patio.
Perceval agradecía ese silencio. Esperaba de él una idea, el descubrimiento de un detalle, pero no se le ocurría nada. En el exterior habían quemado las sábanas, las mantas y el colchón empapados con la sangre de Madame de Valaines. El colchón también había sido acuchillado por los asesinos y la crin del relleno asomaba por varias aberturas. La misma búsqueda brutal y destructora había alcanzado a la cabecera, al baldaquín que sostenía las cortinas del lecho y también a los soportes que, en las cuatro esquinas, sujetaban otros tantos penachos de plumas rojas y blancas.
—Si pudiera averiguar lo que buscaban esos miserables... —murmuró el caballero al tiempo que se levantaba para dar un nuevo repaso a la habitación.
Pero como no podía derribar las paredes con el fin de comprobar si ocultaban algún escondite, no encontró nada que no hubiera ya examinado antes con todo detalle. Sin embargo, al agacharse para mirar una vez más debajo de la cama, vio un bulto de ropa blanca, olvidado tal vez por una criada negligente; extendió el brazo para alcanzarlo, no llegó, se sirvió de su espada para llegar más lejos, y finalmente extrajo una camisa que debía de llevar bastante tiempo allí, porque estaba bastante polvorienta.
Dudó un momento sobre qué hacer, de rodillas sobre el entarimado. No necesitaba una reliquia suplementaria: le bastaba el sello de lacre rojo. Se puso en pie, miró hacia el patio por la ventana y vio que ya se había apagado el fuego encendido allí.
Se volvió entonces hacia la chimenea, donde una mano femenina había sustituido las provisiones de leña por un ramito de retama, retiró el cacharro de cobre donde estaban las flores, encontró algunos leños colocados al fondo a la espera del regreso del frío, y buscó con qué hacer fuego. En un rincón todavía quedaban algunos libros desgarrados. Tomó un montón de hojas, y vio sobre el manto de la chimenea un jarrón de porcelana con tallos de juncos secos untados de azufre, y la piedra destinada a hacerlos arder. Un momento después se alzaban las llamas. La leña estaba seca, pero cuando echó la camisa se formó un humo espeso.
Permaneció allí unos instantes atizando el fuego, y de pronto oyó una tos. No una tosecilla para aclarar la garganta, sino la tos frenética de alguien que se ahoga. Buscó de dónde podía venir, y oyó una voz débil:
—¡Por favor... apagad!... Me... me estoy quemando...
Al mismo tiempo, la placa metálica de la chimenea cayó sobre los leños y Perceval, al comprender que había alguien allí detrás, se apresuró a esparcir el fuego a puntapiés y a verter encima el agua de las flores. Un instante más tarde, una forma indistinta salió a gatas del fondo de la chimenea, tosiendo penosamente. La ayudó a incorporarse y vio que se trataba de una muchacha de trece o catorce años, sin duda una criada joven, a juzgar por su vestido, ahora tostado por las llamas y negro de hollín. Ni siquiera era posible distinguir el color de su cabello. Ella cayó de rodillas y le suplicó que le perdonara la vida. De nuevo, Raguenel la puso de pie.
—No soy un bandido, sino el escudero de la señora duquesa de Vendôme. Y tú, ¿quién eres? ¿Has entendido lo que te he dicho?
—Sí... sí, monseñor.
—No me llames monseñor, basta con señor. ¿Quién eres?
—Jeannette, señor, Jeannette Déan. Mi madre es Richarde, la nodriza de las señoritas. Me habían dado como señorita de compañía a Mademoiselle Claire, y luego...
Rompió en sollozos convulsivos, sin duda por el recuerdo de lo que había vivido, unido al alivio de verse milagrosamente a salvo. Y en verdad, milagro era la palabra adecuada. Encerrada en su escondite —uno de los practicados en el castillo el siglo anterior, en los momentos más críticos de la guerra de religión, escondites que, en función del lugar en que se encontraran, utilizaban los católicos o los protestantes para escapar de los sicarios del partido opuesto—, Jeannette no podía haber visto nada, pero seguramente había oído muchas cosas.
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