No obstante, lo primero era calmarla, tranquilizarla.
Con paciencia, Raguenel esperó a que la tormenta pasara. Poco a poco los sollozos se espaciaron y los jadeos remitieron. Cuando todo quedó reducido a suspiros, palmeó con suavidad el hombro de la muchacha:
—Debes de tener hambre y sed. Vamos a la cocina. Algo encontraremos.
Era dar pruebas de mucho optimismo: los asesinos también se habían dedicado al robo y al pillaje. Lo que no habían consumido allí mismo, se lo habían llevado; no había pan en la artesa ni jamones colgando de las vigas, en las que únicamente habían dejado un par de tristes ristras de cebollas. Sin embargo Jeannette, hambrienta, rebuscaba por todas partes:
—Tenemos que preguntarle a mi madre —dijo por fin—. Es la que guarda la llave del armario de los dulces...
—¿Cuál es?
—Éste —dijo ella, señalando una especie de alacena colocada en un rincón oscuro, y que sin duda por esa causa estaba intacta—. Pero hemos de llamar a mi madre...
Él la tomó por los hombros y la hizo sentarse en un taburete:
—Pequeña, tengo que decirte una cosa terrible, espantosa: tú eres la única de toda la casa que todavía vive, aparte de la pequeña Sylvie, que pudo escapar. Más tarde podrás reunirte con ella, pero ahora...
Se interrumpió; Jeannette había roto a llorar de nuevo. En ese momento apareció Corentin Bellec, ocupado hasta entonces en el intento de encontrar algún indicio en la librería[10] del barón de Valaines, instalada en lo alto de una torre y saqueada por los asaltantes.
—¡Abre eso con tu cuchillo! —ordenó el caballero—. Seguramente dentro habrá algo que pueda comer esta pobre niña.
—¿De dónde la habéis sacado, señor, para que esté tan negra? ¿Del país de África? —preguntó Corentin mientras forzaba la alacena.
—De la chimenea de la habitación donde encontramos a Madame de Valaines. Hay un escondite que esta valiente chiquilla pudo utilizar. Estaba encerrada allí desde ayer, sin beber ni comer...
En la alacena había potes de confitura, bizcochos y frascos de jarabes de distintos tipos. Con la ayuda de un paño de cocina humedecido, Raguenel limpió un poco el tizne de Jeannette que, algo calmada por su solicitud y sobre todo más tranquila, comió con apetito, sin interrumpirse más que para beber grandes tragos de agua. Una vez satisfecha y lo bastante limpia para que pudiesen constatar que era rubia y de ojos azul añil, la chica se dedicó por fin a responder a las preguntas de su salvador, que, con mucha paciencia, llegó finalmente a reconstruir lo ocurrido en La Ferrière durante un bello día de verano.
Sentada en su habitación ante el pequeño secreter, Madame de Valaines escribía una carta mientras Jeannette acababa de disponer las flores en el gran cacharro de cobre cuando, precedidos por el estruendo de una numerosa cabalgata, se oyeron los primeros gritos. La baronesa corrió a la ventana.
—¡Nos atacan! —exclamó—. Pero ¿quién es esa gente? ¡Dios mío, mis hijos!
Se apresuró a bajar, pero Jeannette, después de mirar a su vez por la ventana y ver caer a las primeras víctimas, no la siguió. Conocía el escondite de la chimenea, que le habían enseñado un día, jugando, sus jóvenes amos. Impulsada por el pánico, no dudó y activó el mecanismo, se introdujo en el estrecho espacio ventilado gracias a un conducto derivado del cañón de la chimenea, se sentó allí, volvió a cerrar el acceso y se quedó inmóvil. Justo a tiempo. Unos segundos más tarde, oyó que entraban en la habitación uno o varios hombres arrastrando a la castellana, sin duda de forma muy brutal porque la oyó gemir. Hubo luego un ruido como si la arrojaran sobre la cama; y enseguida una voz dura, seca, metálica, dijo:
—¡Es inútil que os defendáis! Nadie vendrá en vuestra ayuda. Y sabed que no saldré de aquí hasta haber conseguido lo que busco.
—¿Y qué buscáis? ¿No será a mí, supongo? Ha pasado mucho tiempo...
El hombre se había echado a reír, pero no fue la suya una risa agradable. «El diablo debe de reírse así», precisó Jeannette.
—Para vos, tal vez. Para mí no, y estáis todavía más bella que antaño. Además sois viuda, y por tanto libre, como yo os quería. ¿Por qué no ibais a ser mía?
—¡Nunca! Si el tiempo pasado no cuenta para vos en estas circunstancias, tampoco cuenta para mí. Me dabais miedo y horror. Nada ha cambiado...
Raguenel interrumpió por un momento el relato de Jeannette, estupefacto por su facilidad para reproducir un diálogo, a pesar del terror que debía de estar sintiendo:
—Caramba, se diría que no has olvidado una sola palabra.
—Tengo muy buena memoria, señor. Basta que me lean algo una sola vez para que lo recuerde y lo repita sin cambiar nada. Por difícil que sea y aunque no lo entienda...
Desde luego el fenómeno podía sorprender a primera vista, o mejor dicho a primera audición, tanto más porque Jeannette recitaba todas las frases de un tirón, sin entonación y casi sin respirar, como habría recitado sin duda una página de latín. Para estimularla, Perceval le ofreció otro vaso de jarabe rebajado con agua.
—El cielo te ha hecho un don precioso —le dijo—. Espero que lo conserves cuando seas mayor. Sigamos. Madame dijo a aquel hombre que le daba horror y que nada había cambiado.
—Él dijo entonces que ese asunto podía esperar, y que lo que buscaba eran las cartas. «¿Qué cartas?», dijo Madame.
Y Jeannette, con los ojos fijos en el techo como si las frases que iba a pronunciar estuvieran escritas allí, siguió su recitado:
—No simuléis que no entendéis lo que os digo. Quiero las cartas de la reina María de Médicis a la marquesa de Verneuil. Una correspondencia muy peligrosa para la madre de nuestro actual rey, porque expone toda la conspiración que condujo al asesinato de Enrique IV, una conspiración apoyada por la reina. Esas cartas fueron compradas por los Concini a precio de oro con el fin de reforzar su influencia sobre la Médicis en el caso de que ella flaqueara.
—¡Un momento! —interrumpió Perceval, asustado por lo que oía—. ¿Te das cuenta de lo que dices?
—No. He escuchado palabras, nombres, y los guardo en la cabeza para repetirlos tal como los oí...
—¿Sabes qué quiere decir influencia?
Los ojos azules dejaron de mirar el techo para contemplarle con aire de reproche:
—No lo sé... Ya os he dicho...
—No deberíais interrumpirla, señor —intervino Corentin—. Podría perder el hilo.
En efecto, a la joven criada le costó trabajo continuar. Aun así, Perceval acabó por saber que el día en que el joven Luis XIII hizo asesinar a Concini, la reina María había enviado a Chiara a registrar la casa de su mujer, Leonora, que guardaba las cartas en sus aposentos del Louvre. A partir de ese momento, el relato de Jeannette se hizo caótico. Madame de Valaines juraba a su verdugo que no las había encontrado, y éste se obstinaba en creerlas en posesión de ella. El desenlace fue terrible: desde el fondo de su escondite, Jeannette, muerta de miedo, oyó los gritos de su ama, torturada por aquel hombre para obtener lo que buscaba. Lo probó todo, y llegó incluso a matar a sus hijos delante de ella. La infeliz había exclamado:
—¿Creéis que permitiría que hicieran el menor daño a mis pequeños si tuviera esas malditas cartas? Perdonadles, por piedad.
No había servido de nada. Claire y Bertrand fueron asesinados allí mismo. Su madre se reunió con ellos en la muerte después de que el verdugo satisficiera en ella el monstruoso amor que pretendía sentir...
Cuando Jeannette acabó su relato, volvió a llorar, tanto por haber revivido su propio terror como por el martirio del que había sido testigo invisible. Después, como no sabía si los hombres seguían allí, había continuado inmóvil durante horas, sin atreverse a salir.
Los dos hombres la dejaron llorar a gusto, al comprender que necesitaba liberarse de todo lo que había sufrido. Cuando Corentin quiso hacerle una pregunta, Raguenel sé lo impidió con un gesto: había que intentar borrar de la increíble memoria de aquella pequeña campesina las imágenes y los sonidos, las palabras de las que ella no llegaba a entender ni la mitad, pero que representaban un peligro real. Era inútil, por tanto, continuar. Más tarde hablarían de eso.
Al cabo de unos momentos Jeannette se calmó y enseguida, apoyando los brazos y la cabeza sobre la mesa, en medio de los restos de su pequeño almuerzo, se durmió de golpe, vencida por la emoción y la fatiga de las últimas veinticuatro horas. El caballero la contempló dormir y acarició la cabecita rubia, todavía bastante sucia.
—Hay un sofá en el gran salón —dijo a su criado—. Ve a tenderla en él, y vuelve. Nos la llevaremos con nosotros cuando salgamos de aquí, pero después de dejarla instalada date una vuelta por el corral, para ver si las gallinas han puesto. Confieso que tengo hambre, ¿tú no?
—¡Oh, sí! ¡Y ni a vos ni a mí nos gustan las golosinas!
Poco después los dos hombres se sentaban a la mesa, ante una gruesa tortilla con tocino preparada por Perceval en persona. Había descubierto un saladero intacto y, en la bodega, un tonel que contenía un clarete joven que no era precisamente un néctar, pero cuya frescura contribuyó a calmarles los ánimos. Comieron en silencio; luego el caballero apartó la escudilla, sacó de su jubón una pipa que cargó con petun masle, e hizo seña a Corentin de que le imitase, acercándole el saquito del tabaco.
Amo y criado fumaron un momento en silencio. Esa escena intimista, que habría chocado a más de un gran señor, era natural entre el gentilhombre desprovisto de fortuna y el fiel compañero que compartía con él desde hacía una decena de años los buenos y los malos momentos de la vida cotidiana. Solía ser hacia el final del día cuando encendían las pipas y pasaban revista a los acontecimientos de la jornada. Raguenel apreciaba el ingenio, la inteligencia y la lealtad de aquel paisano tres años mayor que él, y Corentin no habría cambiado un amo que lo estimaba por el más rico y poderoso de los príncipes.
Como solía ocurrir, fue Perceval quien abrió el fuego:
—Ahora sabemos por qué y cómo fue asesinada Madame de Valaines, pero seguimos ignorando por quién. Desde el fondo de la chimenea, Jeannette escuchó pero no vio.
—De todas maneras, si el hombre estaba enmascarado, no habríamos progresado gran cosa...
—Enmascarado o no, la desdichada Chiara sabía quién estaba frente a ella. Lástima que no pronunciara ni una sola vez su nombre. Tendremos que investigar la época en que fue doncella de honor de María de Médicis, e intentar saber quién la rondaba en aquellos días, quién estaba enamorado de ella además de Valaines.
—Vos habéis venido a menudo aquí, señor, y erais amigo suyo. ¿Nunca os hizo ninguna confidencia que pueda darnos una pista?
—Nunca, salvo que la casó en el Louvre el capellán de la reina madre, dos días después de la muerte de Concini, y que su esposo se la llevó de allí de inmediato. Hasta hoy no había entendido las razones de tanta prisa, pero la historia de esas cartas arroja una nueva luz: Valaines pretendía proteger a su amada.
—¿Proteger de qué, si ella no tenía las cartas? ¿De la cólera de la reina, tal vez?
—Fue ella quien la casó —repuso Raguenel—. Yo pienso que se trató sobre todo de una medida de prudencia. Recapitulemos. El 24 de abril de 1617, Luis XIII hace asesinar a Concini, el favorito de su madre, de varios disparos de pistola, delante del Louvre. La mujer del aventurero, Leonora, es detenida en su apartamento y conducida a la Bastilla, de la que únicamente saldrá en dirección al cadalso. Desde ese momento, Luis XIII es verdaderamente rey, y su madre, gracias a la cual los dos florentinos habían podido usurpar el poder, se encuentra en situación insegura. Más o menos prisionera en sus aposentos, puede temer el exilio o tal vez incluso la prisión, si son descubiertas las cartas que acreditan su complicidad en el asesinato del difunto rey. Por tanto, envía a Chiara a registrar las habitaciones de Leonora. Pero Chiara no encuentra nada, y podemos creerla: ¿qué no habría hecho para salvar la vida de sus hijos?
—Sabemos también por Jeannette que su verdugo había registrado asimismo la casa de la Galigai. ¿No estaba demasiada gente al corriente de la existencia de una correspondencia tan peligrosa?
—A la vista de la pandilla de truhanes y aventureros que formaban parte del séquito de los Concini, no es tan sorprendente. Pero volvamos a la reina madre. No recuperó las cartas pero, por poco inteligente que haya sido, debía de conocer a Chiara lo bastante para otorgarle toda su confianza y no imaginar que podía haberse guardado para sí las cartas sin decirle nada. Sin embargo, la joven tenía que ser apartada de la corte: sabía demasiado. De ahí la boda expeditiva con Valaines y la rápida marcha a la provincia. Conocemos lo que ocurrió a continuación: María de Médicis cayó más o menos en desgracia y lo mismo le sucedió a Richelieu, entonces obispo de Lyon y su consejero más íntimo. Y detestado por el rey. Hoy las cosas han cambiado: Richelieu es ministro y la reina madre parece haber recuperado toda su influencia.
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