—Si la situación les es favorable, señor, ¿por qué resucitar el tema de las cartas, que tal vez fueron destruidas en el saqueo de los aposentos de Leonora Galigai?

—El imbécil más obtuso no destruiría un arma semejante si hubiera caído en sus manos. Tienen que existir aún, en algún lugar, seguramente escondidas. En cuanto al hombre que vino a buscarlas aquí, puedes estar seguro de que conoce su valor y que querría utilizarlas. Contra la reina madre, sin duda; es una molestia para mucha gente, desde que vuelve a estar en el candelero... Para el cardenal, sin ir más lejos.

—¿El cardenal? Bromeáis, señor —balbuceó Corentin—. ¡Es completamente imposible!

—¿Por qué? ¿Por haber sido antes el favorito de la reina madre? Ya no se llevan tan bien, créeme. Incluso debe de haberse convertido en un estorbo para él desde que ha vuelto a su vieja manía de la alianza con España, tan contraria a sus objetivos políticos. Ahora bien, por implacable que sea, no le creo capaz de ordenar una matanza como ésta, y en estas condiciones. ¡A pesar de todo, es un hombre de Dios!

—¡Bah, un hombre de Dios, un hombre de Dios! Cuando se tiene el poder y se aspira a conservarlo...

—De todas maneras, fueran las que fueren las órdenes del asesino, suponiendo que las haya recibido, las excedió en mucho para llevar a cabo su propia venganza. Debió de amar a Chiara Albizzi y ella lo desdeñó para casarse con Valaines; y como él conocía la existencia de las cartas, mató dos pájaros de un tiro. Lo que más me llama la atención es que hayan esperado a la detención de los Vendôme, señores y protectores de los Valaines, para actuar.

—Es verdad. Y aquí estamos, discutiendo sin tener la menor idea de dónde buscar a los asesinos... ¿Y si volvemos a interrogar a los aldeanos? Tenemos que reclutar gente para limpiar la mansión antes de cerrarla, a la espera de que la señora duquesa tome una decisión... Vamos a dar una vuelta.


El tabaco de las pipas se había consumido. Salieron al patio y el calor les envolvió. Los rayos del sol en el cénit caían a plomo, generando un silencio poblado por el zumbido de moscas y avispas. Para no perturbar el sueño de Jeannette durante su corta ausencia, Perceval cerró la puerta de la mansión y se echó la llave al bolsillo. El pueblo, tan pequeño que apenas merecía ese nombre y disimulado en un pliegue del terreno, debía de dormir la siesta en ese momento anunciador ya de la canícula. Pero al cruzar el puente soñoliento, el caballero vio a tres hombres que rondaban por los alrededores y que intentaron esconderse entre los árboles cuando les llamó.

—¡Acercaos, vosotros! He venido en nombre de monseñor el duque de Vendôme y no tengo intención de comeros. ¡Vamos, venid aquí!

No obstante, los dos más jóvenes escaparon tan aprisa como lo permitieron sus piernas, cada uno en una dirección diferente. Sólo el tercero, un hombre anciano provisto de una barba gris y enmarañada, salió de su escondite y se acercó a paso lento a Perceval y su escudero, estrujando entre las manos el sombrero informe que acababa de quitarse de la cabeza.

—Y bien —le interpeló el caballero—, ¿por qué te escondes y por qué esos dos han puesto pies en polvorosa? ¿Queríais entrar en el castillo?

—¡No!... ¡Oh, no, gentilhombre! Sólo queríamos ver...

—¿Ver qué? No hay nadie más que la hija de la nodriza. ¿Es que venía de vuestra casa y aún le queda familia?

—No. Richarde era de Moussel. Su hombre ha muerto y la pequeña no tiene a nadie.

—Bueno, nos ocuparemos de ella, pero ahora necesitamos gente para hacer limpieza y dejar todo ordenado.

El anciano dio un respingo e hizo un gesto de rechazo con ambas manos.

—¿En el castillo? ¡Oh, no, señor! Dicho sea con todo respeto, no encontraréis a nadie. ¡Todos tenemos miedo!

—¿Miedo de qué? Los bandidos no volverán. No tienen nada que hacer aquí.

—Eso es fácil decirlo, gentilhombre, pero ¿quién nos lo asegura? Yo les vi marcharse, yo en persona; ahí, escondido detrás de esa roca. Uno de ellos dijo: «Ya que no hemos encontrado nada, ¿por qué no le prendemos fuego?» Otro contestó que ésas no eran las órdenes, y que de todas maneras podrían volver para seguir buscando...

—¿Dijeron eso? ¿Volver después de lo que han hecho? Tienen que saber que el duque César pondrá como mínimo una guardia en el castillo. Y además, ¿volver de dónde? A menos que se trate de una banda de esos bribones que infestan el bosque de Dreux...

—¿Bribones con buenas monturas, bien equipados, todos vestidos de negro y con pluma en el sombrero? —ironizó Corentin—. ¡Esa clase de alimañas no vive en chozas hechas con ramas ni en cuevas!

—Tienes razón —asintió Raguenel—, pero eso no nos dice de dónde venían.

—Eso quizá pueda decíroslo yo. Habían bebido mucho, vaya que sí, estaban alegres y hablaban muy fuerte. Oí decir a uno que Limours no está tan lejos.

Perceval se estremeció:

—¿Limours? ¿Estás seguro?

—Más o menos... Eso me pareció oír.

—En ese caso, no lo repitas a nadie si aprecias tu vida. ¡En cuanto al castillo, olvídate de él!

—¡Oh, no se preocupe por eso! —suspiró el hombre, y se persignó—. ¡Hay demasiada sangre ahí dentro! ¡Eso trae desgracia!

Perceval ya había oído bastante. Dio media vuelta y regresó al castillo, con Corentin siguiéndole; pero en esta ocasión se dirigió a la antigua torre donde Jean de Valaines tenía su gabinete.

—Tenemos que encontrar al menos el cartulario de los Valaines, con los documentos que den fe de los derechos de la pequeña Sylvie. Y luego ordenar un poco los libros. ¡El barón sentía tanto amor por ellos!

No faltaba trabajo en aquella amplia estancia circular. Habían volcado en el suelo el contenido de los grandes armarios, algunos de los cuales se alzaban hasta tocar las vigas del techo, pintadas y decoradas con divisas. Un montón de libros estaba esparcido sobre el suelo, y la gran mesa cuadrada de patas retorcidas aparecía desbordada de papeles. También habían destripado el viejo sillón de cuero gastado, y, en un rincón, el cartulario vomitaba rollos de pergamino cuyos sellos pendían de cintas desteñidas. El olor a polvo removido se pegaba a la garganta.

Pusieron manos a la obra. Corentin iba recogiendo los volúmenes del suelo y colocándolos en los estantes, mientras su amo se ocupaba de los papeles. Trabajaba con una especie de rabia fría que le hacía temblar y volvía inseguros y torpes sus gestos. Corentin, que lo observaba de reojo, acabó por preguntarle:

—Desde que hemos subido aquí os noto muy agitado. Y otra cosa, ¿por qué habéis dicho a ese viejo que mantuviese la boca cerrada si quería vivir?

—Porque si oyó bien el lugar de donde venían esos demonios, todos corremos peligro.

—¿Qué es Limours?

—Un castillo que pertenece al cardenal, y me consta que está residiendo allí estos días. Sin embargo, sigue costándome creer que haya podido ordenar una cosa así.

Pero todo concordaba. Nada más normal que el ministro hubiera querido recuperar una correspondencia que afectaba a su antigua protectora, convertida ahora casi en una enemiga. La voluminosa florentina, en efecto, le reprochaba haber retomado la política de Enrique IV, más beneficiosa para el reino, en lugar de ayudarla a imponer su propia política al rey. Vengativa y de escasas luces, se había convertido en un estorbo cada vez mayor, pero las cartas otorgarían al cardenal un arma terrible ante la cual ella se vería obligada a ceder. Al mismo tiempo, él procedía a la eliminación de sus enemigos más encarnizados. Desde esas premisas, todo era posible, incluso que el jefe de los asesinos se apartara de una misión que habría podido, y debido, limitarse a un simple registro de La Ferrière y a intimidar a la baronesa y su gente, y aprovechara la ocasión para consumar una venganza personal sin informar de ello al ministro...

—Hemos de buscar en el entorno del cardenal —concluyó—. Tengo ganas de ver qué está pasando en Limours.

—¿Está lejos?

—No. A una docena de leguas.

—Perfecto. Terminamos el trabajo, cerramos y nos vamos.

—No tan deprisa. Olvidas a la muchacha. Vamos a llevarla a Anet para que pase allí la noche, y mañana por la mañana tú la llevarás a Vendôme a reunirse con su pequeña ama. Sólo tienes que llevársela a la señorita Elisabeth y explicarle dónde la hemos encontrado.

—¡Vaya! Me veo convertido en nodriza —gruñó Corentin, poco satisfecho con su misión—. ¿Y qué hago después?

—Nada. Esperarme. Cuando volvamos a Anet, prepárame el maletín de viaje y haz que ensillen un caballo fresco. Tengo intención de ir a ver qué pasa por allá abajo.

—¿Y atacaréis a la guardia del cardenal vos solo?

—No digas tonterías. Voy corno... observador, y desde allí marcharé a Vendôme. Tengo que estar en situación de dar un informe muy completo a la señora duquesa, cuando regrese.

—Si regresáis...

Cuando la librería recuperó un asomo de orden, Perceval reunió algunos pergaminos que le parecieron importantes, relativos a los títulos de nobleza de los Valaines y a sus derechos de propiedad sobre las tierras. Luego, fue a arrodillarse una última vez a la pequeña capilla donde reposaban los restos de Chiara y sus hijos. Después, ayudado por Corentin, cerró puertas y postigos y colocó las llaves en un pesado manojo que sujetó al arzón de su silla de montar. Finalmente, después de haber instalado a una Jeannette todavía soñolienta a la grupa de Corentin, bien sujeta al jinete por una cuerda, todos partieron de La Ferrière al trote corto. Perceval volvió continuamente la cabeza para contemplar el maltrecho castillo tanto tiempo como pudo. Y cuando los techos azules desaparecieron entre los árboles y ya no le quedó nada por ver, puso su caballo al galope.


3


¡Una torre tan alta!


Al contemplar el castillo de Limours, uno podía preguntarse por qué razón había comprado el cardenal, tres años antes, la amplia construcción medio en ruinas que había pertenecido a la duquesa d'Étampes, favorita de Francisco I, cuando por esas fechas su fortuna era más bien escasa y todavía no había superado la aversión que le tenía el rey Luis XIII. Se decía que para adquirir Limours se había visto obligado a desprenderse de las tierras de su familia en Aussac y vender su cargo de limosnero de la reina madre. El cardenal había explicado que deseaba poder recibirla un día en un marco digno de ella, pero el aspecto del castillo arrojaba dudas sobre sus verdaderas intenciones. No era una residencia agradable, propia para seducir a una dama. En cambio, ofrecía un refugio seguro.

En efecto, una vez pasados el primer recinto amurallado y el antepatio, uno se encontraba ante una imponente construcción que conservaba aún muchas características de una fortaleza medieval: cuatro alas flanqueadas por gruesas torres circulares formaban un sólido cuadrilátero en torno a un patio central cuadrado; el conjunto quedaba aislado por medio de profundos fosos llenos de agua y sólo podían cruzarse por un puente ligero, fácil de inutilizar. En resumen, una construcción más poderosa que graciosa...

—... Y que podría constituir un retiro seguro para un porvenir incierto —suspiró Perceval, a quien le gustaba expresar sus pensamientos en voz alta cuando estaba solo—. Bien es verdad que después se ha regalado a sí mismo el precioso castillo de Rueil y la bonita mansión de Fleury.

A lomos de su caballo, parado en la ladera del valle por cuyo fondo se extendía Limours, examinaba el castillo del cardenal al tiempo que se preguntaba qué había venido a hacer aquí. Arrastrado por el dolor y la pena, había seguido su instinto sin saber qué debía buscar en concreto, porque, al no haber visto a los asesinos, no tenía ninguna oportunidad de reconocerlos. Además corría el riesgo de crearse problemas que no tardarían en extenderse a los Vendôme, que en modo alguno necesitaban ver aumentados los que ya pesaban sobre sus espaldas. Sin embargo, nada en su persona dejaba adivinar su pertenencia a aquella ilustre casa: su jubón de ante sin adornos, sus botas y su sombrero adornado con una pluma, todo era de un gris neutro y práctico. Sería un gentilhombre de viaje, y punto.

—Ya que estamos aquí, empecemos por buscar alojamiento, para descansar un poco y respirar el ambiente. Quizá la suerte nos sonría...

Una vez decidido el paso siguiente, puso el caballo al trote corto, bajó la pendiente de la loma y llegó a las primeras casas, en medio de las cuales brillaba, entre la iglesia y el castillo, la enseña de la Salamandre d'Or, indicadora de la existencia de un albergue. Entró en él después de haber dejado su montura en manos de un mozo de cuadra, y pidió habitación y comida. Le asignaron la primera y le prometieron la segunda para una hora más tarde. De modo que, después de refrescarse y de quitarse el polvo del camino con un gran barreño de agua fría, fue a instalarse, mientras esperaba la cena, en el jardín, en el que había varias mesas dispuestas bajo un emparrado; allí se hizo servir una jarra de vino de Longjumeau. En la sala, donde un marmitón sofocado estaba asando al fuego un cuarto de ternera, hacía demasiado calor.