La habitación parecía abandonada y polvorienta. Victoria se acercó a un baúl y lo abrió. En él había ropa doblada, cubierta de fotografías. Tomó una de ellas.
Kateb reía en la imagen. Ella nunca lo había visto tan distendido. Sus ojos oscuros irradiaban felicidad. Estaba al lado de una bella morena, con el brazo alrededor de su cintura. La mujer le sonreía. Parecían hechos el uno para el otro.
Algo llamó su atención. La mujer llevaba una alianza y él, otra igual.
Kateb había estado casado. Dejó la Fotografía y cerró la tapa. Había estado casado y enamorado de su esposa. ¿Quién era? ¿Qué le había pasado?
– Murió.
Victoria se dio la vuelta y vio a Yusra en la puerta.
– ¿Era su mujer?
– Sí. Se llamaba Cantara. Se conocían desde que él vino aquí por primera vez, con diez años. Crecieron juntos.
– Debió de quererla mucho -comentó ella, sorprendida por no haber oído nada de aquello hasta entonces.
– Lo era todo para él -comentó Yusra, abriendo otro baúl y sacando las fotos de boda.
Victoria las miró. Hacían una pareja verdaderamente perfecta.
– ¿Cómo murió?
– En un accidente de tráfico en Roma. Hace casi cinco años. Después Kateb desapareció en el desierto durante casi diez meses. Nadie lo vio ni tuvo noticias de él. Pensamos que había muerto, pero un día, volvió.
Victoria dejó la fotografía en el baúl y retrocedió.
– No lo sabía.
– No habla de ello. Nadie lo hace, pero todo el mundo está preocupado. Ha estado solo demasiado tiempo. Cuando te trajo aquí… -se encogió de hombros y cerró el baúl-. Teníamos la esperanza de que hubiese decidido volver a confiar en su corazón.
– Yo no estoy aquí por su corazón -respondió ella, sintiendo náuseas de repente. Salió corriendo de la habitación, del salón, y llegó al pasillo.
No sabía cómo volver a las escaleras, así que empezó a andar. Intentó alejarse de allí lo máximo posible.
En esos momentos entendía por qué Yusra y Rasha le habían hablado de su soledad. Todavía estaba dolido por la perdida. Eso explicaba que fuese tan distante y cínico.
Por fin encontró las escaleras y el feo jarrón. Volvió al harén y salió al jardín. Una vez allí, por fin pudo respirar de nuevo.
No sabía por qué aquello lo cambiaba todo, pero así era. Era como si su mundo hubiese pasado a otra dimensión. Se llevó la mano al estómago e intentó calmarse.
Hasta ese momento, no había considerado la posibilidad de estar embarazada. Si lo estaba, tendría que quedarse allí, atrapada con el fantasma de una mujer bella, con su risa… para siempre.
Capítulo 8
También podríamos intentar vender las joyas por televisión en Estados Unidos y Europa, pero me parece demasiado complicado para empezar por allí.
Kateb estudió la presentación de PowerPoint que tenía delante.
– Estás hablando de una distribución internacional.
– Suena más grandioso de lo que lo es en realidad. Podríamos probar el mercado en un par de tiendas de ciudades importantes. Si tenemos suerte, podríamos asistir a ferias. Eso cuesta muy poco dinero. Rasha tiene presupuesto para ello. ¿Hay en El Deharia alguna agencia de ayuda a las pequeñas empresas o algo parecido? No creo que quieran ir con sus maridos, aunque supongo que podrían hacerlo.
Kateb frunció el ceño.
– Haz cinco copias del documento y deja que lo estudie. Haré números y pediré a mis empleados que busquen distribuidores. Si las cosas son lo que parecen, yo les prestaré el dinero que les falte.
– ¿Tú?
El no dejó de mirar la pantalla del ordenador.
– Tal y como has dicho, la diversificación es algo bueno. Tal vez haya otras personas con ideas para crear pequeños negocios. Se correrá la voz. Bahjat era un buen líder, pero no creía que las mujeres tuviesen un lugar en los negocios.
– ¿Y tú sí? -replicó Victoria.
– Soy consciente de que ambos géneros pueden ser inteligentes.
– Tienes un harén.
– Ya te lo he explicado, venía con el palacio.
– Pues no te veo con prisa por convertirlo en una granja.
– Dudo que le gustase compartir el espacio con cabras y ovejas.
– Eso es cierto -Victoria cerró el archivo y el programa-. Me estás diciendo que las mujeres pueden ser líderes en los negocios. ¿Y en la política?
– ¿Deseas gobernar? -le preguntó él, mirándola.
– Yo no, pero debe de haber mujeres que estén interesadas. ¿Les darías una oportunidad? ¿Crees que El Deharia está preparado para una reina Isabel?
– Todavía no -Kateb miró el ordenador-. Tu informe es excelente. Bien documentado, minucioso. Me han gustado los gráficos.
– Gracias. Pienso que las joyas que crean esas mujeres son increíbles. Necesitan un escaparate para su talento.
– Y tú se lo estás proporcionando.
– Sólo las estoy ayudando. El trabajo duro lo están haciendo ellas.
– ¿Me estás diciendo que si esto sale adelante no serás tú la que se ponga al frente?
– No. No es mi negocio. Rasha es más que capaz de llevar el negocio. Y seguro que cualquier adolescente puede ocuparse del sitio web. No quiero formar parte del espectáculo -puso los ojos en blanco-. Deja que lo adivine. No me crees. Te estoy engañando otra vez, ¿verdad?
– No, no me estás engañando. Y te creo.
– Eso espero.
Aquello pareció divertirlo.
– ¿O qué?
– Digamos que no te gustaría tenerme enfadada. Te asustaría.
– Sí, eso sí que me lo imagino.
Estaban en su despacho, y Victoria sabía que había personas esperando fuera. Su reunión no tardaría en terminar. A pesar de que vivían en el mismo palacio, casi no lo veía. Probablemente porque eso era lo que él quería. Esa noche tenía lugar la celebración de su elección y estaría con él, pero tenía la sensación de que no pasarían mucho tiempo a solas. Cerró el ordenador.
– Kateb, yo… -¿qué decir y qué callar?-. No sabía que habías estado casado. Lo siento.
El no se movió, pero Victoria sintió que se acercaba a ella, que la barrera que había entre ambos, caía.
– De eso hace mucho tiempo.
– Lo sé, pero todavía debes de estar dolido. Lo siento.
– No tienes por qué.
– Sé lo que es perder a un ser querido. El dolor pierde intensidad, pero no desaparece del todo. El asintió levemente.
Victoria se levantó para recoger el ordenador portátil.
– Por cierto, con respecto a la cena de esta noche. ¿Se supone que debo venir aquí a buscarte?
– Iré yo al harén.
– Yusra me ha dicho que va a traerme un vestido. Después de la última vez, estoy un poco preocupada.
– Hablaré con ella. Será algo apropiado.
– Gracias.
Victoria sabía que era el momento de marcharse, pero no quería hacerlo. Quería decir algo más, pero, ¿el qué? Eran sólo dos extraños que habían pasado una noche juntos. El ya le había entregado su corazón a otra mujer y ella no estaba interesada en amar. No estaban hechos el uno para el otro. ¿Por qué tenía la sensación de que lo echaría de menos cuando se fuese?
Kateb deseó que llegase aquella noche. No por la cena, sino por estar cerca de Victoria. Ella se interesaría por la celebración, le haría preguntas inteligentes y lo haría reír.
No era la persona que él había imaginado. Su plan de negocio lo había impresionado. Imaginó que había sido una excelente secretaria para Nadim y que él ni se habría dado cuenta. Seguro que tampoco había prestado atención a sus comentarios, ni se había fijado en cómo se contoneaba al andar.
Kateb se había fijado, y lo volvía loco. No podía estar cerca de ella sin desearla. Ése era el inconveniente de la cena.
– ¿Estás lista? -preguntó al entrar al harén.
– Supongo que sí. Lo que es seguro es que estoy tapada, aunque yo jamás habría elegido algo así.
Entró en la habitación y giró muy despacio.
– ¿Sí? ¿No? Tengo un traje de noche, si crees que iría mejor con él.
Yusra la había vestido de forma tradicional, con unos pantalones ajustados y una chaqueta larga. Ambos de color dorado y con un delicado bordado. La chaqueta le llegaba del cuello a los tobillos, pero sólo tenía tres botones, por lo que su vientre quedaba al descubierto.
La imagen de su piel pálida pilló a Kateb desprevenido, le resultó erótica. Deseó desabrocharle la chaqueta y quitársela, y desnudarla entera. Se excitó sólo de pensarlo.
No obstante, ignoró la reacción de su cuerpo y se fijó en cómo se había recogido el pelo. Tenía los ojos grandes, del color del cielo del desierto.
– No has dicho nada -comentó Victoria.
– Estás preciosa.
– ¿Estás seguro? Me siento rara con estos pantalones.
– Tal vez esto te ayude -dijo él acercándose-. Aunque son sólo prestados.
Se sacó unos pendientes de zafiros del bolsillo de la chaqueta. Victoria los miró.
– ¿Son… de verdad?
– Sí.
– ¿Y los diamantes también?
– Por supuesto.
– Entonces, prefiero no llevarlos. Si los pierdo, tendré que lavar muchos platos para pagártelos.
Kateb había imaginado que saltaría de alegría al ver semejante joya.
– Soy el príncipe Kateb de El Deharia.
– Ya lo sé.
– Y tú eres mi amante.
– Eso dicen también.
– ¿Estás intentando hacerte la dura?
Ella sonrió y retrocedió.
– Gracias, pero no necesito que me prestes joyas.
– No son mías.
– Ya imagino que no te las pones por la noche -comentó ella riendo-, cuando estás solo en tu habitación, pero ya sabes lo que quiero decir. Prefiero las mías.
De repente. Kateb sintió la necesidad de verla con los zafiros puestos.
– Victoria, te estoy diciendo que te pongas los pendientes.
– Y yo te estoy diciendo a ti que no.
– ¿Porque son prestados? ¿Y si fueran un regalo, te los pondrías?
– No. Estaría preocupada por llevar algo de tanto valor.
– También te he traído una tiara -le dijo él, sacándosela del bolsillo.
– ¿Una tiara? ¿Como si fuera una princesa? Mi madre me hizo una cubierta de purpurina cuando era pequeña. De verdad, no puedo…
– Al menos pruébatela-le pidió él.
Victoria contuvo la respiración. Tomó la tiara, se giró hacia el espejo y se la puso.
Los diamantes brillaron sobre su pelo rubio. Sonrió, estaba guapa, majestuosa.
– Merece la pena llevarla, aunque tenga que pasarme el resto de la vida lavando platos -susurró antes de mirarlo a los ojos a través del espejo-. Gracias.
– ¿Y los pendientes?
– Mejor no.
El sacudió la cabeza.
– No hay quien te entienda.
– Lo sé. ¿A qué es por eso por lo que te apetece darme un abrazo? -se rió-. Venga. Estoy lista. Vamos a celebrar tu designación.
Kateb la miró como si estuviese loca. Ella pensó que tal vez lo estuviese. Lo cierto era que los pendientes no la habrían hecho sentir como la tiara, como una princesa. Y, eso, de algún modo, la hacía conectar con su madre.
– Como desees -contestó él, ofreciéndole el brazo.
Salieron del harén y fueron hacia la entrada principal.
Una vez allí, vieron a muchas personas charlando. Todo el mundo guardó silencio al ver acercarse a Kateb, entonces, aplaudieron. Victoria, que no estaba segura de deber participar en ese momento tan especial, se apartó y aplaudió también. Kateb se giró a mirarla, pero no dejó de andar. Ella entró al salón detrás de él, con el resto de los invitados.
Los ancianos estaban en fila. Kateb los saludó. Ellos lo abrazaron de uno en uno, complacidos con la elección. Victoria no supo qué hacer. Estaría sentada al lado de Kateb, en la mesa principal, pero hasta que eso ocurriera, imaginó que sería mejor quedarse en un segundo plano.
De repente, la gente la empujó hacia delante y, sin saber cómo, acabó delante del primero de los ancianos, Zayd.
Era mayor y muy menudo, pero sus ojos brillaban de sabiduría.
– Así que tú eres la amante de Kateb.
Victoria no supo qué decir, así que sonrió y esperó que eso fuera suficiente.
– Necesita a alguien que lo haga feliz. ¿Estás dispuesta a cumplir con la tarea?
– Haré todo lo posible -murmuró ella, pensando que Kateb estaba deseando saber si estaba embarazada o no para que se fuese de allí.
– Tendrás que hacer todavía más -le dijo el anciano-. Debes reclamarlo con entusiasmo y energía. Eso es lo que quiere un hombre.
– Dicho así, cualquiera diría que Kateb es el último nacho del plato -comentó sin pensarlo-. A Kateb le gusta ser él quien domine, más que al contrario.
Justo en ese momento, la sala se quedó en silencio y sólo se la oyó a ella.
El anciano la miró fijamente. Y ella se quedó allí, incapaz de moverse, sin saber dónde estaba Kateb ni si la habría oído.
Entonces el anciano empezó a reír y reír. Las lágrimas corrieron por su rostro y todo el mundo volvió a hablar.
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