¿Quién iba a darse una ducha normal? Victoria se acercó más a la enorme bañera llena de burbujas. A un lado había una plataforma desde la que caía el agua en cascada. Aquello era el paraíso. Y estaba en medio del desierto.

– ¿Hay agua caliente? -preguntó.

– Sí. El agua de manantial que hay debajo del palacio se filtra y se calienta. Después se drena a través de las piedras y la arena y vuelve a la tierra.

Victoria casi no podía creerlo, además de ser perfecto, no dañaba el medio ambiente.

– Supongo que querrás refrescarle después del largo viaje -sugirió Yusra.

– Es posible que esté aquí varias horas.

La otra mujer le enseñó varias pilas de mullidas toallas, así como albornoces. Luego, ambas volvieron a la habitación principal.

– Es precioso -admitió Victoria. A pesar de que las circunstancias la pusieran nerviosa, no podía quejarse de las condiciones de trabajo.

Yusra le indicó dónde había un teléfono, encima de una mesita.

– Llama si necesitas algo. Dejan las comidas en la pequeña cocina que hay en la parte trasera. También hay fruta fresca y agua. Sólo tienes que pedir lo que quieras a la cocina principal y te lo traerán -miró un antiguo reloj de pared-. El príncipe te espera para cenar esta noche. Mandaré a alguien para que te acompañe a sus habitaciones dentro de dos horas.

En ese momento se le pasó el buen humor a Victoria. ¿Esa misma noche? ¿Tan pronto?

– Bienvenida al Palacio de Invierno -añadió Yusra de corazón-. El príncipe ha estado triste durante muchos años.

¿Triste? ¿Kateb? Ella no se había dado cuenta.

– Eres la primera mujer que ha traído en mucho tiempo -continuó Yusra-. Tal vez consigas hacer que vuelva a sonreír.

Cuando se quedó sola, Victoria volvió a su dormitorio y empezó a deshacer las maletas. Mientras lo hacía, intentó no pensar en lo que podía ocurrir esa noche.

– Debe de estar cansado -susurró-. Querrá acostarse pronto, ¿no?

Sacó varios posibles conjuntos para esa noche, sabiendo que había ido allí para ser la amante de Kateb y que tenía que cooperar con él lo máximo posible. Lo que significaba que tendría que ponerse alguno de los vestidos tradicionales que le habían dejado en el armario. Después de dudar unos momentos, y con el estómago hecho un nudo, fue a estudiar los vestidos.

Todos eran preciosos. Escogió uno de color morado y verde oscuro y luego se dio cuenta de que había capas al lado de los vestidos. Éstas llegaban al suelo y la taparían por completo.

Pensó que debían de ser para que nadie viese a las amantes de príncipe y aquello la asustó y la alivió al mismo tiempo. Así no tendría que pasearse medio desnuda delante del personal de palacio. Aunque ponerse uno de aquellos vestidos era… un acto de sumisión. Como si estuviese de acuerdo con lo que iba a pasar.

De hecho, estaba de acuerdo.

Tomó el vestido y lo llevó al baño. Iba a sacrificarse para salvar el honor de su familia, pero antes, iba a darse la mejor ducha de su vida e iba a chapotear un rato en la bañera.


Victoria estaba preparada a la hora. Había esperado al último momento para vestirse. El vestido era precioso, le acariciaba la piel y estaba frío y suave al mismo tiempo. Tal y como Yusra le había prometido, no dejaba al descubierto tanto como ella se había temido. No obstante, sí dejaba ver parte de su cuerpo e iba desnuda debajo. No estaba precisamente diseñado para tranquilizar a nadie.

Acababa de taparse con la capa cuando una mujer joven apareció en el pasillo. Hizo un gesto con la cabeza a Victoria.

– Si quiere acompañarme -le dijo.

Victoria la siguió. Salieron por la puerta principal y atravesaron el palacio. Por el camino, vio decenas de habitaciones llenas de sofás bajos y mesas, tres comedores, y una gran biblioteca. Entonces llegaron a una puerta tan grande como la del harén. Delante de ella había dos guardias.

Uno de ellos abrió la puerta. La muchacha retrocedió e hizo un gesto a Victoria para que entrase. Ella dudó sólo un momento antes de tomar aire y entrar en las habitaciones de Kateb.

Vio bonitos sofás y una pequeña mesa con dos cubiertos, al lado de la cual había un carrito con varios platos tapados. Debía de ser la cena, pero ella estaba tan nerviosa que no podía ni pensar en comida.

Enseguida vio a Kateb, que avanzaba hacia ella.

Vestía unos pantalones amplios de color blanco, y nada más. Su pecho desnudo, de color miel y musculado, brillaba bajo la luz de las lámparas. Llevaba una toalla encima de los hombros y se estaba secando el pelo con otra. Al principio, no la vio.

La primera reacción de Victoria fue pensar que parecía casi un hombre normal, con un físico perfecto.

La segunda, que no parecía tan intimidante ni poderoso. Tal vez fuese por la toalla, o por el pelo mojado. El caso era que, de pronto, Victoria ya no tenía tanto miedo.

Kateb dejó ambas toallas encima de una mesa, se pasó los dedos por el pelo y, entonces, la vio.

Arqueó una ceja.

– Interesante atuendo. Pareces Caperucita Roja.

– He dado por hecho que es una tradición que las chicas del harén vayan cubiertas. Para que sólo pueda verlas una persona.

– ¿Llevas algo más?

¿Estaba bromeado? ¿Sabía bromear?

– Un vestido.

– ¿Puedo verlo?

Nerviosa y preocupada. Victoria se desató la capa y dejó que ésta cayese al suelo.

Kateb abrió un poco más los ojos. Apretó la mandíbula. No se movió, pero Victoria deseó cubrirse. Y, tal vez, gritar. Como si eso fuese a protegerla.

– ¿Ha sido cosa de Yusra? -preguntó, dándose la vuelta y yendo hacia la mesa. En ella había una botella de vino. Sirvió dos copas y se puso una camisa que había encima de unos cojines.

– No es del estilo de la ropa que me compro yo -admitió ella-. Hay otros cuatro parecidos. Yusra me ha dicho que ella se ponía algo similar cuando era joven.

– Eso no hacía falta que me lo contaras -murmuró él, dando un trago a su copa. Le tendió la otra, pero ella negó con la cabeza-. ¿Tienes hambre?

¿Esperaba que comiesen antes de hacerlo? ¿O se suponía que debía quedarse allí, medio desnuda, entreteniéndolo toda la noche? Le dieron ganas de quitarse una de las sandalias doradas que llevaba puestas y tirársela.

– Está bien, mira -empezó Victoria-. Esto ya ha durado suficiente. Estoy cansada, tengo jet lag, o como se llame aquí en el desierto. Estoy en un lugar extraño y me está asustando. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué significa ser su amante? ¿Cuáles son las reglas básicas? ¿Sexo diario? ¿Semanal? ¿Debo acceder a cualquier postura que me sugiera? ¿Y qué tipo de sexo va a ser? ¿Quién va a colocarse encima? ¿Qué va a hacerme?

Tenía otras mil preguntas más, pero aquéllas le parecieron suficientes por el momento. Se cruzó de brazos e intentó que no se le saltasen las lágrimas.

Kateb la miró fijamente.

– No es mi intención asustarte.

– Pues lo ha hecho.

– Ya veo -Kateb tomó la segunda copa de vino y se la llevó-. Nunca he tenido una amante, así que tampoco tengo expectativas.

Ella tomó la copa sin mirarlo.

– Tiene un harén.

– Venía con la propiedad.

– ¿Cómo si fuese un garaje de tres plazas a pesar de tener sólo dos coches?

– Algo parecido -contestó él volviendo a la mesa y sentándose en unos cojines-. Yo también estoy cansado, Victoria. No te pediré que vengas a mi cama esta noche.

Otro aplazamiento. ¿Pero hasta cuándo?

– Ser mi amante es mucho más que simple sexo. Debes proporcionarme compañía, entretenerme.

– ¿Cómo un oso amaestrado? -preguntó ella frunciendo el ceño-. No sé hacer juegos malabares, y si está pensando en la danza de los siete velos, olvídelo.

El suspiró.

– Tal vez no seas la persona adecuada para ser una amante.

– ¿Eso piensa?

El sonrió de medio lado.

– Quizás podrías empezar sirviéndome la cena.

Ella se quedó donde estaba.

– ¿Quiere que le ponga la comida en el plato, o que se la lleve directamente a la boca?

– Con que la pongas en mi plato será suficiente.

– Y no habrá sexo esta noche. ¿Me lo promete?

– Tienes la palabra del príncipe Kateb de El Deharia.

– ¿Discutiremos de los detalles más tarde?

– Hablaremos todo lo que haga falta antes de que ocurra algo.

– Que no es lo mismo que acceder a charlar un rato después de la cena.

– Lo sé.

– Veo que quiere tener siempre la última palabra -protestó Victoria mientras se acercaba a la mesa-. Típico.

Dejó su copa encima de la mesa, empezó a levantar las tapas de los platos de comida y descubrió que había carne asada, un plato de patatas que ya había probado en el palacio y que estaba delicioso, ensalada y verduras.

Miró por encima de su hombro.

– Muy occidental. ¿Siempre come así?

– Me gusta la variedad.

¿También le gustaba la variedad de mujeres?

Victoria se sorprendió a sí misma haciéndose aquella pregunta, pero no la formuló en voz alta. No quería saberlo. En otras circunstancias, tal vez le hubiese gustado Kateb. Tal vez, demasiado.

Sirvió la comida en un plato y se lo dio. Luego sirvió mucho menos en otro para ella. Todavía estaba muy nerviosa y no sabía si sería capaz de comer.

Cenar sentada en cojines parecía mucho más romántico de lo que lo era en realidad, pensó mientras intentaba encontrar una postula cómoda, algo complicado con aquel estúpido vestido.

– Así que nunca ha tenido amante, pero, ¿ha tenido otras mujeres en el harén?

– Yo no. Bahjat tenía unas quince mujeres -sonrió-. Según iban envejeciendo, no las reemplazaba. Tal vez por cariño, o porque pensaba que no merecía la pena el esfuerzo. En cualquier caso, cuando llegó a los setenta años, ellas eran poco más jóvenes que él.

Victoria rió a pesar de la tensión.

– ¿Un harén geriátrico? ¿En serio?

– Sí. Era increíble ir a cenar a él y ser servido por mujeres de sesenta años medio en cueros.

– No me lo puedo ni imaginar. ¿Se supone que yo deberé servir cenas?

– No.

– ¿Cuáles son las normas con respecto a mi derecho a moverme? -preguntó-. ¿Puedo pasear por el palacio? ¿Por los jardines? ¿Por el pueblo? ¿Qué se supone que debo hacer durante el día? Estoy acostumbrada a trabajar. El sexo puede durar seis, ocho minutos, pero deja mucho tiempo libre.

– ¿Cómo te atreves a insultarme así? -preguntó Kateb.

– ¿Qué? -dijo ella, confundida-. Ah, ¿por lo del tiempo? No pretendía insultar.

– Estoy seguro de que las consecuencias serán impresionantes cuando lo hagas.

Ella tomó su copa de vino.

– Estoy segura de que el sexo podría durar horas, pero después, seguiría teniendo mucho tiempo libre.

El pensó que le gustaba su compañía cuando no estaba atemorizada. Le recordaba un poco a Cantara, que la había conocido prácticamente de toda la vida. Aunque entre ellos siempre había habido algo que los había separado: que ella era consciente de que era un príncipe, de que nunca serían iguales. Victoria había crecido en occidente, donde hombres y mujeres eran más parecidos que diferentes.

– Puedes moverte con libertad por el palacio y por el pueblo. Nadie te molestará, pero no puedes ir más allá de los campos.

– ¿Cómo sabrá si lo hago? -preguntó ella-. ¿Me vigilarán? ¿Me pondrán un cascabel?

– Si te alejas de la seguridad del pueblo, morirás -se limitó a contestar él sabiendo que era verdad-. Te perderás y morirás. Eso, si tienes suerte. Si no, caerás en manos de algún grupo de bandidos que no te tratará nada bien.

Ella dejó el tenedor en el plato, se estremeció.

– Entendido -murmuró-. He oído hablar de ellos. ¿Suelen atacar el pueblo?

– No. Somos demasiadas personas y estamos demasiado bien protegidos, pero se aprovechan de las personas que deciden viajar por el desierto a su antojo. O de aquéllos que son demasiado pequeños para protegerse.

Ella clavó la mirada en su mejilla.

– He oído que fue secuestrado cuando era más joven.

El asintió.

– Tenía quince años y salí a caballo con mis amigos. Estaban esperándonos y sólo me llevaron a mí. Le pidieron dinero a mi padre.

– ¿Y el rey pagó?

– Me escapé antes de que empezasen las negociaciones -«y maté a un hombre», pensó con tristeza. No se sentía orgulloso de ello, pero no había tenido elección.

– Al menos sacó una cicatriz de la experiencia. Eso atrae mucho a las mujeres.

– Yo no necesito ninguna cicatriz.

– Pero ayuda.

Victoria sonrió y Kateb se fijó en su boca. Le gustaba que bromease con él, tal vez porque era la única que lo hacía.

Cuando hubieron terminado de cenar, ella preguntó:

– ¿Se supone que debo recoger la mesa?

– Por supuesto.

– La próxima vez me gustaría representar el papel del guapo príncipe -gruño-. Usted podría ser la camarera.