– Entonces, en Tokio. Mándame a Kana Hanako.

– Quiero que ayudes a Raine.

La verdad era que Alec quería que Kiefer mantuviera a Raine alejada de Château Montcalm durante un par de días. Esa era la única forma de pasar un poco de tiempo a solas con Charlotte.

La estrategia era un poco ruin por su parte, pero ya había utilizado a Kiefer en misiones aún menos loables en el pasado.

Kiefer contrajo la expresión y golpeó la barandilla con fuerza.

– Bueno, ya puestos, ¿por qué no me echas? -dio media vuelta y entró en el despacho.

Alec sacudió la cabeza.

– ¿Qué? -se volvió hacia Kiefer.

– Adelante. Échame por negarme a cumplir una orden -le dijo, desafiándolo.

– Yo no… -Alec entró-. Escucha, ya sé que Raine no te vuelve precisamente loco, pero…

Kiefer se echó a reír.

– ¿Qué tiene tanta gracia? -preguntó Alec.

– ¿Que Raine no me vuelve precisamente loco? -Kiefer dio un paso adelante y sacudió la cabeza con gesto perplejo-. ¿Crees que me niego porque no soporto a Raine?

– ¿Y por qué si no?

Kiefer miró a su amigo fijamente.

– ¿Kiefer? -insistió Alec.

– Raine me vuelve loco.

Alec no comprendía lo que ocurría.

Kiefer volvió a soltar otra risotada fría y sarcástica y apretó los puños.

– Preferiría que me echaras por negarme a cumplir una orden que lo hicieras por acostarme con tu hermana.

– ¿Eh? -Alec se quedó sin palabras.

– Tu hermana es maravillosa, Alec. Es preciosa y…

– Pero si estáis discutiendo todo el tiempo…

– Eso es porque si dejamos de discutir… -Kiefer se detuvo.

Alec trató de organizar sus pensamientos.

– La conoces desde hace años. Seguro que no te será difícil mantener las manos lejos de ella durante un par de días más.

– Nunca hemos viajado juntos y solos.

– Eso es una tontería.

– Ella ha estado enamorada de mí desde que tenía dieciocho años -dijo Kiefer-. No soy estúpido. Trata de esconderlo, porque se odia a sí misma por ello…

– Entonces, te dirá que no -dijo Alec-. Y yo sé que tú respetarás su decisión. Si intentas algo, Raine te rechazará.

– No cuentes con ello.

Alec sintió una avalancha de rabia repentina. ¿Acaso le estaba diciendo que tenía pensado seducir a su hermana?

– Échame ahora -dijo Kiefer, levantando las manos con impotencia.

– Nadie va a echar a nadie.

– Entonces, olvídate del viaje.

– No puedo olvidarme del viaje.

– ¿Y por qué no? Sólo fue una caída minúscula. Si insistes, lo estudiaremos. Pero podemos llamar a la central. Ni siquiera merece la pena gastar el combustible del jet en… -Kiefer se detuvo, bajó la cabeza y entonces levantó la vista hacia Alec y sacudió la cabeza, indignado-. Necesitas que Raine esté alejada de la casa.

Alec no pudo mentirle, así que guardó silencio.

– Es por Charlotte, ¿no? Quieres que me ocupe de Raine para que puedas seducir a Charlotte -dijo Kiefer, golpeando la mesa con los nudillos-. Charlotte también tiene un hermano, ¿sabes?

– Jack no tiene nada que ver con esto. Charlotte es una mujer adulta.

– Sí. Y Raine también.

Alec no tuvo más remedio que asentir. La vida amorosa de su hermana no era de su incumbencia y, pasará lo que pasara entre Kiefer y ella, no era asunto suyo.

– Sí-respondió Alec finalmente-. Lo es.

Los dos hombres se miraron en silencio.

– ¿Todavía quieres que me la lleve de viaje por Europa?

– Si lo que dices es verdad -dijo Alec-, creo que ya es hora de que lo resolváis de alguna forma.

Kiefer asintió.

– ¿Puedo contar con tu respeto hacia ella? -añadió Alec.

– Por supuesto. Ella decide -dijo Kiefer.


– Algo que me suba la moral -dijo Charlotte, admirando el contenido del enorme armario de Raine.

– ¿Y qué te parece una chaqueta? -preguntó Raine, agarrando un par de perchas-. ¿Clásica? ¿Corta? -le enseñó las dos.

– ¿Tienes algo blanco? -le preguntó Charlotte-. Creo que el blanco es impactante.

– Sí, sobre todo si corres el riesgo de ensuciarte entre un montón de escombros humeantes.

– Exacto -Charlotte examinó las faldas de Raine-. Me gusta parecer seria y profesional. Raine bajó la voz.

– ¿Estás nerviosa?

Charlotte se encogió de hombros.

– Isabella y Ridley vienen hoy al rodaje. Y también vendrá David.

– Tu padre, David.

– Eso es. Mi padre, David. Y Devlin y Max, mis dos primos, no tardarán mucho en venir.

Raine se volvió y ladeó la cabeza.

– ¿Sabes una cosa, Charlotte? Eres una mujer increíblemente inteligente, muy hermosa y exitosa.

– Gracias.

– Lo digo de verdad. No tienes nada que demostrar y no deberías permitir que te hicieran esto.

Charlotte reparó en una falda blanca de tablas.

– Deberían ser ellos quienes se preocupen por causarte una buena impresión a ti. Charlotte se echó a reír.

– Ellos son los Hudson de Hollywood. Impresionan a la gente con sólo respirar. Alguien llamó a la puerta. -Adelante -dijo Raine. La puerta se abrió. Era Kiefer.

– ¿Estáis presentables? -preguntó, mirando hacia la ventana.

– No. Estoy desnuda -dijo Raine desde dentro del armario-. Por eso te invité a entrar -pasó por delante de Charlotte. Su actitud se había vuelto sarcástica enseguida.

Charlotte escondió la sonrisa. A veces Raine exageraba demasiado su desprecio para disimular la atracción que sentía por él.

– Sólo trataba de ser un caballero -dijo Kiefer, frunciendo el ceño.

– ¿Y cómo es que has empezado ahora? -preguntó Raine en su tono más incisivo.

Charlotte salió del armario.

– Tu hermano quiere que vayamos a Roma -dijo Kiefer.

Raine levantó las cejas.

– ¿Nosotros?

– Tú y yo. Y también a París y a Londres. Está preocupado por la caída de las ventas.

– Dile que ya me ocuparé de eso. Charlotte está aquí y no me voy a Roma.

– Alec insiste -dijo Kiefer-. Créeme cuando te digo que la idea me entusiasma aún menos que a ti.

– Lo dudo mucho -dijo Raine.

– Quiere que hablemos con los distribuidores de la revista y que elaboremos un plan de acción.

– ¿Y por qué ahora?

– Porque es precisamente ahora cuando los números caen.

Raine suspiró.

– Vamos -dijo Kiefer, mirando las tres chaquetas que sostenía sobre el brazo-. A lo mejor puedes ir de compras.

Raine sonrió de pronto.

– Qué gran idea -dijo con ironía, y se volvió hacia Charlotte-. Puedes venir con nosotros. Via Condotti. Via Frattina. Será muy divertido.

– No creo que… -empezó a decir Kiefer, pero Raine le hizo detenerse levantando abruptamente una mano.

– Está decidido -dijo-. Si vas a arrastrarme a Roma, entonces Charlotte vendrá conmigo.

A Charlotte no le pareció mal la idea. Definitivamente, necesitaba salir de allí unos días y despejarse un poco. Además, así podría librarse del clan Hudson casi al completo.

En ese momento Alec se detuvo en el umbral. Su expresión era impasible, pero había llamas refulgentes en su mirada.

– Buenas noticias-dijo Raine.

Alec se quedó perplejo.

– Charlotte va a venir con nosotros. Iremos de compras.

Alec fulminó a Kiefer con la mirada.

– Ha sido idea de Raine -dijo Kiefer, defendiéndose.

– Charlotte no puede ir contigo. Tiene que quedarse a supervisar el rodaje.

Raine sacudió una mano, restándole importancia a sus palabras.

– No está en una cárcel. Además, ¿acaso queda algo que volar por los aires?

– ¿Cómo puedes decir una cosa así? -dijo Kiefer, indignado.

– Necesito que Charlotte se quede aquí -afirmó Alec.

Charlotte no tardó en darse cuenta de que él iba a quedarse y bastó con un furtivo cruce de miradas entre Kiefer y él para hacerla entender lo que ocurría. Era una trampa. Kiefer tenía que quitar a Raine del medio para que no se interpusiera entre ellos.

No podía engañarse a sí misma. La idea de pasar tiempo con Alec la entusiasmaba mucho, pero tampoco podía obviar el hecho de que él parecía ser capaz de llegar a extremos insospechados para conseguir sus caprichosos propósitos.

– Creo que prefiero irme a Roma -dijo, lanzándole una mirada desafiante.

– ¿Lo ves? -dijo Raine-. La pobre tiene que renovar el armario.

– Sí -afirmó Charlotte-. Esta pobre necesita renovar su armario.

Alec la taladró con la mirada, pero ella se mantuvo firme. No estaba dispuesta a ser parte de sus maquinaciones.

– Muy bien -dijo él finalmente-. Yo también voy.

Charlotte se llevó una gran sorpresa y, a juzgar por las expresiones de sus rostros, Kiefer y Raine también.

– Eso es una tonte… -la mirada de Alec no dejó que Kiefer terminara la frase-. Una idea buenísima -dijo el vicepresidente, en cambio-. Los cuatro, de compras en Roma. ¿Qué podría ser más divertido?

Charlotte no lo tenía tan claro, pero ya no había quién echara atrás los planes.


Decidió no darle ni un respiro a Alec y, mientras Kiefer y Raine se entrevistaban con el distribuidor de la revista en Roma, se lo llevó de compras a la zona comercial. Juntos recorrieron las boutiques más exclusivas y compraron todo lo que ella necesitaba: vaqueros, chaquetas, vestidos de cóctel, un traje formal para sus compromisos como asistente en la embajada y también un nuevo bolso de mano y algunas piezas de joyería.

– ¿Lencería? -le preguntó Alec, mirando con ojos escépticos el discreto cartel situado sobre la puerta de cristal de la entrada de un comercio.

Había tenido mucha paciencia hasta ese momento, pero ella no parecía dispuesta a dar su brazo a torcer; ni siquiera le había dejado pagar las compras.

– Una chica necesita prendas íntimas, ¿no? -le dijo ella.

– ¿Crees que tiene gracia?

En realidad Charlotte creía que sí.

– ¿Te sientes intimidado? -le preguntó en un tono provocador.

– ¿Por la ropa interior de mujer? Vamos… -empujó la puerta y se apartó para dejarla entrar primero.

Mientras Charlotte escogía las prendas, Alec encontró un asiento en una pequeña zona de descanso y se sentó a leer una revista. Uno de los dependientes le ofreció un café y él lo aceptó con gusto, dispuesto a levantar la taza en honor de Charlotte.

Primero eligió una elegante bata de satén hasta los pies, pero a él no pareció convencerle demasiado, así que Charlotte señaló un horroroso sostén rosa con ribetes de piel blanca y, como era de esperar ante una prenda tan vulgar, él levantó la vista al cielo.

Y entonces encontró un camisón corto de seda morada con encaje por delante y tirantes muy finos; una prenda distinguida y discreta a la que Alec le dio su aprobación levantando el dedo pulgar.

Sin embargo, él quería tomarse la revancha por lo del sostén rosa, así que le señaló un camisón de encaje negro con un escote escandaloso y un tanga a juego.

Charlotte fue hacia el conjunto con gesto desafiante, quitó la percha de un tirón y se fue a buscar otras prendas más prácticas para el día a día, dejándolo con una sabrosa sonrisa en los labios.

– Ni hablar -le dijo al volver. El la esperaba junto a la caja registradora con la tarjeta de crédito en la mano.

– Me toca.

– No me vas a comprar la ropa.

El dependiente los miraba con perplejidad.

– Yo la voy a disfrutar tanto como tú.

– No si sigues con esto -dijo ella. El empleado apenas pudo esconder la sonrisa.

Alec titubeó y Charlotte aprovechó para poner su propia tarjeta en la palma del dependiente.

– He ganado -le dijo.

Pero entonces él reparó en el camisón negro con el tanga a juego, que estaba sobre el mostrador.

– No necesariamente -dijo.

Tal y como habían hecho con las otras compras, pidieron que se las enviaran al hotel.

– ¿Hemos terminado? -le preguntó él al salir de la tienda.

Charlotte fingió considerarlo un momento.

– Creo que tendré bastante para unos días.

– Todavía nos quedan Londres y París -le recordó él.

– Entonces, he terminado por ahora -dijo ella con decisión.

– Gracias a Dios -respondió Alec, llevándola hacia el lado sur de la calle.

– Si no te gusta ir de compras, ¿por qué has venido?

– Porque tú no quisiste quedarte en casa conmigo -le dijo él.

Ella parpadeó, sorprendida.

– ¿Se supone que tenía que quedarme en casa?

– ¿Tienes idea de lo difícil que me resultó convencer a Kiefer para que quitara a Raine de en medio?

– No creo que haya sido tan difícil. Está loco por ella.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Charlotte reprimió una risotada.

– Es evidente. Bueno, para todo el mundo excepto para Raine. A ella también le gusta él, ¿sabes?

– Eso he oído.

– Vaya. ¿Estás haciendo de casamentero? -preguntó ella.

– Quiero estar contigo a solas. Lo que ellos hagan me trae sin cuidado.