– No tanto -había miembros de su familia a los que veía una vez al año solamente.

– Y… -Charlotte soltó una carcajada-. No te dejaron abandonado.

Alec guardó silencio.

– Nadie os miró a Raine y a ti y dijo: «Bueno, creo que nos quedamos con Raine y nos deshacemos de Alec» -añadió en un tono herido.

– Seguro que no…

– Tengo un padre, una tía, un tío, dos abuelos, un hermano y cuatro primos en la parte Hudson de la familia, pero ninguno de ellos, ninguno, pensó en quedarse conmigo -cerró los ojos, sacudió la cabeza y bebió un sorbo de vino.

– Yo estaba equivocado -afirmó Alec al notar las intensas emociones que sacudían su rostro-. No sientes miedo, sino rabia -asintió para sí-. Eso tiene mucho más sentido. Y tienes todo el derecho del mundo a estar enfadada con ellos.

Charlotte levantó la copa para recalcar sus palabras.

– Mis abuelos me cuidaron muy bien.

– Sin embargo, siempre albergaste la esperanza de que Jack fuera a buscarte. Pero nunca lo hizo.

– El sólo era un niño pequeño.

– Pero las emociones no tienen nada que ver con la lógica -Alec se levantó de la silla, cruzó la cubierta y se agachó al lado de la silla de Charlotte-. Si pudieras controlar tus emociones con la lógica, ¿crees que estarías aquí?

Ella lo miró a los ojos con intensidad.

– Es un riesgo, tú y yo. Para ti es tu reputación, y para mí… -dejó escapar una ligera risa-. Bueno, las típicas razones de siempre. Además, eres amiga de Raine y ella me matará si te hago daño.

– Nadie va a hacerme daño.

– Desde luego -dijo Alec con sinceridad.

El podía ser muy narcisista y egoísta, pero nunca se proponía hacerle daño a nadie deliberadamente. Siempre trataba de escoger a mujeres independientes y seguras de sí mismas, pero, por desgracia, la mayoría de las veces resultaban ser cazafortunas sin escrúpulos a las que la ruptura financiera afectaba infinitamente más que la pérdida emocional.

En ese momento se acercó el camarero con el primer plato. Alec se puso en pie y volvió a su silla.

No sería fácil ahuyentar los fantasmas que la atormentaban, pero él estaba dispuesto a estrecharla entre sus brazos y calmar el dolor que la consumía.


El agua del jacuzzi burbujeaba alrededor del cuerpo desnudo de Charlotte. Las luces subacuáticas se reflejaban en las paredes azules e iluminaban su pálida tez, que a su vez contrastaba con la piel bronceada de Alec. El tenía los brazos alrededor de su cintura y la abrazaba con pasión.

¿Enfadada con los Hudson? Al principio había rechazado la teoría de Alec. Ella siempre había sido capaz de mantener las emociones bajo control, tal y como le habían enseñado sus abuelos, siempre comedidos y moderados en su forma de sentir. Ella siempre había sido una persona cabal y analítica, poco dada a los arrebatos de rabia.

Sin embargo, un pensamiento puntiagudo no había dejado de aguijonearla durante toda la cena. ¿Acaso Alec tenía razón? ¿Acaso se había pasado los últimos veintiún años reprimiendo su furia? ¿Era ése el motivo por el que se le agarrotaba el estómago al pensar en los Hudson?

Siempre se había sentido como una forastera en su presencia y en ocasiones sentía celos de la familiaridad con que se trataban sus primos y hermano, pero… ¿Acaso había algo más?

– Deja de pensar -le susurró Alec al oído al tiempo que le daba un beso en la frente y la abrazaba con más fuerza.


Estaba acurrucada en sus brazos, dentro del agua templada. El había pedido que no los molestaran, así que estaban solos en la cubierta, escondidos tras una mampara de cristal traslúcido. Las nubes llevaban más de una hora acumulándose y las luces de la ciudad se habían vuelto borrosas con las primeras gotas de lluvia, que ya empezaban a caer dentro de la bañera.

Charlotte se acurrucó un poco más contra el cuerpo de Alec. Entre sus brazos jamás se sentía como una forastera, sino que era el centro del universo; un universo donde sólo existían ellos dos.

La lluvia se hizo más intensa y unos enormes goterones empezaron a impactar sobre la bañera.

– ¿Quieres entrar? -le preguntó Alec.

– No, me gusta estar aquí-respondió ella, que no quería romper el hechizo.

– A mí también -la besó en el cuello y trazó una línea con los labios hasta su delicado hombro.

– Sabes muy bien.

– Es por el agua de lluvia.

– No, no lo es.

Ella ladeó la cabeza para facilitarle las caricias y Alec deslizó las manos hacia sus pechos hasta abarcarlos del todo.

– Eres tan suave… -murmuró-. Tan suave…

Charlotte echó atrás la cabeza y él le dio un beso en los labios.

– ¿Ya has dejado de pensar? -le preguntó él.

– Creo que has obrado tu magia -respondió Charlotte.

Alec sonrió.

– Me gusta saber que hago magia.

Volvió a besarla, esa vez con más efusividad, y entonces la hizo darse la vuelta para que quedara de cara hacia él.

– ¿Quieres algo? -le preguntó, apretándola contra su propio cuerpo.

Ella le rodeaba la cintura con las piernas y el cuello con ambos brazos.

– ¿Parte de ti? -preguntó ella.

– ¿Café, brandy, el postre?

– ¿Vas a llamar al camarero? -le preguntó Charlotte, mirando sus cuerpos desnudos.

– Podemos hacer que nos lo sirvan en una de las habitaciones.

– Creía que pensabas hacer otra cosa en la habitación.

El le alisó el cabello con la mano.

– No tengo prisa… Tenemos toda la noche -le dijo con una expresión seria.

– ¿Y qué pasa con Rai…?

El puso el dedo índice sobre sus labios.

– Nadie ha llamado. Nadie va a llamar. Sólo estamos tú y yo -la miró de arriba abajo-. Eres increíblemente hermosa. Podría mirarte durante toda la noche.

– Eso es porque no puedes ver mi trasero flacucho.

– Date la vuelta.

– Creo que no.

– Ya empieza a gustarme tu trasero -metió una mano por detrás de ella y se lo apretó con fuerza-. Además, te comiste toda la pasta.

Charlotte hizo un esfuerzo para no rozarse contra sus manos suaves, pero apenas pudo resistir aquellas caricias vigorosas y sensuales.

– La pasta estaba deliciosa.

Alec le dio un beso en la boca, buscó aquel lugar sensible entre sus piernas con las puntas de los dedos y la hizo suspirar de placer.

– ¿Vamos dentro? -le preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

La ayudó a levantarse de la bañera, la envolvió en un grueso albornoz y la llevó en brazos a la habitación de matrimonio.

El dormitorio era enorme. La moqueta, de un color crema, era mullida y suave bajo los pies, y la cama, inmensa, estaba cubierta por un edredón en tonos pastel.

Extasiada, Charlotte miraba a su alrededor con la boca abierta.

Ocho almohadas, un banco acolchado a los pies de la cama, espejos en el techo, pinturas al óleo en las paredes, lámparas de porcelana… Todo el lujo que una chica como ella podía imaginar.

Alec la apoyó en el suelo un instante mientras retiraba la manta y descubría las impecables sábanas blancas. Echó a un lado la mayoría de las almohadas y entonces tiró del cinturón del albornoz de Charlotte.

– Maravillosa -susurró al quitarle la prenda, que se deslizó suavemente sobre los hombros de ella antes de caer al suelo, a sus pies.

Ella estiró la mano y le acarició con dulzura el pecho. Sintió su piel caliente bajo las yemas de los dedos.

El dio un paso adelante y, agarrándola de las caderas, la besó apasionadamente.

– No quiero que esta noche termine -le dijo.

– ¿Y si seguimos navegando? Por el Mediterráneo, hasta el Estrecho de Gibraltar, y nos adentramos en el Atlántico -preguntó ella.

– No me tientes.

– Probablemente enviarían a un equipo de búsqueda.

El arqueó una ceja.

– Pero me pregunto cuántas veces podríamos hacer el amor antes de que nos encontraran -añadió Charlotte.

– Bueno, eso sí que es un desafío -dijo Alec, acorralándola contra el borde la cama.

Charlotte lo hizo caer hacia delante y, por primera vez en mucho tiempo, dio rienda suelta al desenfreno que la consumía, besándolo con frenesí y deslizando las manos a lo largo de su espalda para masajear aquellos fornidos músculos.

Giró sobre sí misma y se sentó sobre él a horcajadas, y entonces ambos gimieron al sentir el contacto de sus sexos.

Era el momento. Alec la agarró de las caderas y entró en la flor de su feminidad con su potencia masculina, poderosa y grande, desencadenando así una lluvia de chispas que recorrió el cuerpo de Charlotte de la cabeza a los pies. La agarró de las manos y, arqueando la espalda, aceleró el ritmo de sus embestidas poco a poco.

Y entonces ella se dejó llevar por la cadencia hasta que por fin el mundo se esfumó en un cataclismo de color que la hizo gritar su nombre una y otra vez.


Horas más tarde, yacía el uno al lado del otro, él boca arriba y ella boca abajo. Sus cuerpos, pesados y adormilados, no parecían querer moverse nunca más.

Como a través de una nebulosa, Charlotte le vio sacar una rosa de largo tallo del florero que estaba junto a la cama.

– He cambiado de idea… -dijo él, deslizando los pétalos por la suave curva de su cuerpo hasta el trasero-. Tienes un trasero perfecto.

Ella no pudo esconder la sonrisa.

– Tú sí que sabes hacer que una chica lo pase bien.

– Lo intento.

– No tenías por qué hacer todo esto -dijo ella-. El yate, el jacuzzi, la cena… Habría vuelto a acostarme contigo de todos modos.

– ¿Quieres decir que podría haber pedido habitación en el Plaza Della Famiglia por treinta euros y que habría podido hacer contigo lo que quisiera?

Ella sonrió.

– Sí -respondió con sinceridad.

Alec miró al techo fijamente durante unos segundos y, cuando volvió a hablar, había un extraño matiz en su voz.

– Eso significa mucho para mí-hizo una pausa-. Saber que lo dices en serio.

Se apoyó en el codo y la miró intensamente.

– Pero también significa algo para mí saber que no lo hice -añadió.

Ella asintió, conmovida por su sinceridad.

– De todas las mujeres… -se detuvo durante un largo minuto, le apartó un mechón de pelo de la cara y la besó con ardor, haciéndola despertar de ese letargo de inmediato.

Mientras sus cuerpos se enredaban y bailaban al son del placer, la lluvia golpeaba incansable el cristal de la ventana, los relámpagos acuchillaban el firmamento nocturno y el yate viraba, rumbo al lugar de donde venían.


Llegaron al aeropuerto justo a tiempo para reunirse con Raine y Kiefer y subirse en el jet que los llevaría a Londres. El avión de la empresa Montcalm tenía dos áreas de descanso: una de ellas con cuatro butacones, situada en la parte anterior de la cabina, y la otra con un sofá, dos butacones y una mesa; situada en la cola.

En cuanto subieron al avión Raine se fue a sentar a la parte de atrás, en el sofá de cuero blanco. Parecía algo inquieta. Charlotte fue tras ella, preguntándose si la había ofendido quedándose fuera toda la noche. Raine y ella compartían la suite del hotel, así que ella tenía que saber muy bien que había pasado la noche con Alec.

Kiefer y él se sentaron en la segunda fila de asientos, en lados opuestos del pasillo y de cara al frente.

Mientras el capitán hablaba con Alec un camarero les ofreció bebidas. Charlotte pidió un cóctel de champán y zumo de naranja.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó a Raine al tiempo que el avión se preparaba para el despegue.

Alec y Kiefer estaban absortos en una discusión de negocios.

– Sí -Raine asintió sin siquiera mirarla a la cara.

– ¿Es por lo de la reunión? ¿Fue bien?

Raine volvió a asentir.

Los motores rugieron con estrépito y el jet ganó velocidad antes de elevarse de la pista.

Cuando el ruido remitió Charlotte se atrevió a hablar de nuevo.

– Raine, tengo que…

– Probablemente -la interrumpió Raine- te estarás preguntando por qué no aparecí anoche por el hotel -miró a los dos hombres durante una fracción de segundo-. Yo… estuve con Kiefer.

Charlotte se llevó las manos a los labios para esconder una sonrisa.

– ¿Pasaste la noche con Kiefer?

Raine asintió.

– No iba a… -se retorció las manos y aferró con fuerza su bolso de mano-. Ya sé que dije que no…

– Yo dormí con Alec -admitió Charlotte, haciendo un esfuerzo por hacer sentir mejor a su amiga.

Raine se echó hacia atrás.

– ¿En serio?

– Yo tampoco volví a la suite del hotel.

– ¿Te acostaste con Alec?

– Shhh -Charlotte comprobó que no las hubieran oído-. Sí.

– ¿Entonces ni siquiera sabías que no había dormido en la habitación?

– No tenía ni idea.

– ¿Entonces podría haberme salido con la mía?

Charlotte asintió.

– ¿Pero te acostaste con Kiefer? ¿Qué pasó?