No.

No podía ser.

Habían usado protección y las probabilidades eran más que escasas. Sin embargo…

Charlotte hizo un gesto de dolor y escondió el rostro bajo las palmas de las manos. Llevaba cinco días de retraso, y acababa de vomitar al oler el beicon.

Tenía que conseguir un test de embarazo.


Positivo.

Charlotte miró las líneas rojas paralelas que acababan de aparecer sobre la banda de plástico.

Estaba embarazada. Iba a tener un hijo de Alec Montcalm; un hijo que él rechazaría y que la desgraciaría para siempre a los ojos de su abuelo, el embajador. Seguro que Alec se enfadaba muchísimo.

¿Y qué pensarían los Hudson? Se darían cuenta de que había mantenido un romance bajo sus mismísimas narices y entonces perdería toda esperanza de ganarse el respeto de su hermano. Y de Lillian. Su abuela pertenecía a otro tiempo, a otra época. Ella apenas la conocía y, sin embargo, ésa sería casi la primera cosa que sabría sobre su nieta. Un escándalo más después de la inesperada y recién estrenada paternidad de Jack.

Charlotte se enjugó las lágrimas.

Estaba embarazada.

Tenía que ser fuerte.

Había…

Se miró el vientre y deslizó la mano con suavidad sobre la superficie, todavía plana. Había un bebé en su interior, un bebé que necesitaría todo el amor, el cariño y la protección del mundo, sin importar las circunstancias de su nacimiento.

Una niña pequeña, como la que ella había sido en una ocasión. O quizá un niño, como Jack, que contaba con ella, que la necesitaba.

Poco a poco Charlotte irguió los hombros y entonces supo lo que tenía que hacer.

Mantendría en secreto el embarazo, por lo menos hasta que terminara el rodaje. Los Hudson no tenían por qué saber lo que había ocurrido allí.

Y después dejaría el trabajo en la embajada y se marcharía muy lejos, a un lugar aislado, donde nadie la conociera, donde nada ni nadie pudiera hacerle daño a su hijo.

Al final tendría que decírselo a Alec.

Alec.

Una bola de miedo le agarrotó el estómago.

¿Cómo iba a ser capaz de volver a dormir con él? No podía hacerlo teniendo que ocultar una verdad tan grande.

Tendría que mirarle a los ojos y…

Charlotte dejó escapar un gemido de angustia.

– ¿Charlotte?

Era Raine.

Charlotte agarró la banda de plástico a toda prisa.

– Estoy… Un momento -se puso en pie.

– ¿Te encuentras bien?

– Dame…

Era demasiado tarde. La puerta del baño estaba abierta y Raine había cruzado el dormitorio hasta llegar a ella.

– Cece y yo estábamos… -Raine se detuvo en seco.

La esposa de Jack iba detrás de ella.

Charlotte sintió cómo la sangre abandonaba sus mejillas.

El paquete de cartón estaba sobre la mesa del lavabo y la banda de plástico seguía en sus manos.

Raine se la quitó de las manos y, confirmando lo que ya había visto, la estrechó entre sus brazos.

Charlotte se echó a llorar.

– No pasa nada.

– Es un desastre -murmuró Charlotte, sollozando.

Raine la agarró con firmeza de los hombros y le habló con claridad.

– No. No lo es. Los niños nunca son un desastre.

– Pero Alec no quiere complicaciones -dijo Charlotte con la voz entrecortada por el hipo-. Ni siquiera quiere tener una relación. Todo lo que quiere…

– Tú no lo conoces bien -la interrumpió Raine.

Pero ella no lo entendía. Alec era su hermano y ella lo tenía en un pedestal. El siempre la defendía y ella estaba orgullosa de ser su hermana.

Esos pensamientos hicieron brotar nuevas lágrimas y la vista se le nubló.

– Sé cómo te sientes -dijo Cece, poniéndole una mano en el hombro-. Yo me he sentido exactamente como tú te sientes ahora. Tienes miedo. Te sientes sola y tratas de recomponer tu vida.

Charlotte asintió.

– Bueno, esto es lo que vas a hacer -la acompañó a la cama, la hizo sentar en el borde y la tomó de la mano-. Se lo vas a decir a Alec inmediatamente.

Charlotte se encogió de miedo al pensar en esa conversación.

Raine dio unos pasos hacia ellas.

– Yo no me…

– No tienes elección -continuó Cece-. Tú lo sabes, y él también se merece saberlo.

Charlotte sacudió la cabeza. Era demasiado pronto.

– El no necesita…

– Cuanto más esperes, peor será. El querrá saber por qué esperaste tanto tiempo y no tendrás una buena explicación que darle.

– El no tiene por qué saber cuándo me enteré yo.

– Charlotte -dijo Cece, hablándole con paciencia-. Mírame.

Charlotte obedeció y Raine se sentó al otro lado de ella.

– Yo esperé dos años. Primero esperé una semana. Y después esperé dos más. Y después me fui a Europa, y nadie tenía por qué saberlo. Y después volví con un niño de dos años de edad. Me costó mucho explicárselo a su padre.

– Pero las cosas no serán así -dijo Charlotte, que sí tenía intención de decírselo a Alec.

– No será fácil -afirmó Cece-. A cada día que pase a partir de hoy, las cosas serán más difíciles.

– Podría tener razón -dijo Raine-. En cuanto salgamos por esa puerta tendremos que mentirle.

Cece asintió.

– ¿Podrás mentirle, Charlotte? -le preguntó.

Charlotte se encogió de hombros y sus ojos se aguaron de nuevo.

¿Podía mentirle a Alec? No quería hacerlo, pero tampoco quería decirle la verdad precipitadamente, porque si lo hacía, ése sería el final entre ellos.

Una semana. Un día más… O una sola noche incluso… Se conformaba con poco, pero no quería que todo terminara en ese momento.

Sin embargo, también sabía que no sería capaz de mentirle.

Cece tenía razón.

No podía engañarle.


– Tengo que serte sincero -dijo Kiefer mientras guardaban las bicicletas en el garaje de Alec-. Es peor de lo que pensaba.

Alec bebió un poco de agua y se secó el sudor de la frente.

– ¿Ya habéis vuelto a discutir?

Kiefer sacudió la cabeza. Se inclinó hacia atrás y apoyó los codos sobre una mesa de trabajo.

– No es eso -dijo.

– ¿Y entonces cuál es el problema?

– Lo de las discusiones…

– ¿Qué? -preguntó Alec, mirando el reloj. Tenía una videoconferencia con Japón en menos de una hora y tenía la esperanza de ver a Charlotte antes de irse a trabajar.

– Resulta que todo era un mero juego preliminar.

Alec guardó la botella de agua.

– En serio, Kiefer, demasiada información. Ella es mi hermana.

Kiefer se sacó un objeto metálico del bolsillo y se lo lanzó a Alec, que lo agarró al vuelo hábilmente.

Era una cajita plateada y en su interior había un enorme solitario.

Alec miró a Kiefer con asombro.

– No es que te esté pidiendo permiso o nada parecido, pero quería decírtelo. Le voy a pedir matrimonio a tu hermana.

– No es por el dinero, ¿verdad?

Kiefer frunció el ceño y Alec vio un relámpago de auténtica rabia en sus ojos.

– No puedo creer que hayas dicho eso.

– Es la historia de mi vida -dijo Alec.

– Pero no la de la mía. Y tú lo sabes bien -dijo Kiefer, fulminándolo con la mirada.

– Ya lo sé -admitió Alec, cerrando la cajita y devolviéndosela-. ¿Crees que dirá que sí? -le preguntó, sonriendo.

– Más le vale. O si no, mejor será que se haga monja, porque no voy a dejar que se vaya con otro.

Alec extendió la mano y le dio un apretón de manos efusivo y varonil.

– Entonces, enhorabuena, hermano. Ya hablaremos luego del organigrama de la empresa.

Kiefer levantó las palmas de las manos.

– Eh, no estoy buscando…

– Ya lo sé, pero créeme cuando te digo que ya te tocará compartir lo malo cuando termine la luna de miel.

Kiefer sonrió y Alec le devolvió la sonrisa. No había nadie mejor que él para el negocio y para su hermana.

Una puerta se abrió en el otro extremo del garaje.

Kiefer guardó el anillo.

– Voy a darme una ducha. Hoy tengo una cita importante.

– Buena suerte -dijo Alec-. ¿Vendréis a verme después?

– Por supuesto -dijo Kiefer, alejándose.

– ¿Alec?

Era Charlotte.

Alec fue a su encuentro, abriéndose camino entre los coches aparcados. La tomó de la mano y la estrechó entre sus brazos, contento y feliz con las buenas noticias.

Ella se aferró a él durante un eterno minuto, escondiendo el rostro sobre su hombro.

– ¿Qué sucede? -le preguntó él, notando la tensión en su cuerpo y en sus ojos, que parecían casi atemorizados-. ¿Es tu padre? ¿Jack?

Ella sacudió la cabeza, dio un paso atrás…

Y entonces él fue hacia ella, pero algo le hizo detenerse. Un horrible sentimiento se cernía sobre sus pensamientos.

– ¿Charlotte?

Ella rehuyó su mirada y se volvió hacia las pequeñas ventanas que estaban en lo alto de las puertas del acceso al garaje.

– Yo… -cerró los ojos.

– Me estás asustando -le dijo él con sinceridad.

Ella asintió con la cabeza, tragó en seco y se atrevió a sostenerle la mirada.

– Lo siento mucho, Alec.

– ¿Qué? -él dio un paso adelante, pero ella retrocedió aún más-. Suéltalo ya, Charlotte.

– Estoy… -respiró hondo-. Estoy embarazada.

Alec se sintió como si acabaran de darle un golpe mortal en la base del estómago.

– ¿De quién? -le preguntó sin siquiera pensar lo que decía.

Ella abrió mucho los ojos.

– ¿Cómo que «de quién»?

– ¿Quién es el padre?

Charlotte intentó esconder el dolor que contraía la expresión de su rostro.

– ¿Cómo puedes siquiera preguntármelo?

– ¿Crees que no es asunto mío?

– Idiota. Eres un idiota. ¡Tú eres el padre!

Alec dio un paso atrás, conmocionado.

– ¿Cómo…?

– Es obvio, ¿no? -Charlotte cerró los puños.

– Pero si sólo han sido…

– Llevamos tres semanas. Casi tres semanas.

– ¿Fue la primera vez? -le preguntó, creyéndolo improbable.

– Eso creo -dijo ella en un tono cortante.

– Pero usamos protección.

– Sí.

Un zumbido ensordecedor no le dejaba pensar con claridad, pero una cosa sí estaba clara: ella no tenía por qué mentirle. Los test de ADN no eran difíciles de llevar a cabo.

Se había quedado embarazada a propósito y él le había dado su inestimable ayuda para llevar a término el plan.

¿Cómo había llegado a pensar que ella era distinta? ¿Cómo había podido creerla sincera?

– ¿Qué? -le dijo en un tono corrosivo-. ¿Acaso le hiciste agujeros?

Charlotte se puso pálida, incapaz de creer lo que acababa de oír.

Las mujeres habían intentado engañarle de muchas formas distintas, pero había bajado la guardia con Charlotte.

Un error, un gran error…

– ¿Cómo explicas tú todo esto? -le preguntó nuevamente en un tono desafiante.

Charlotte no sabía qué decir y entonces rompió a llorar.

– ¿No tienes ninguna explicación? -añadió él, pensando que sólo eran lágrimas de cocodrilo como las que tantas veces había visto en el pasado.

Lo próximo serían las súplicas y las declaraciones de inocencia, por no hablar de las dramatizaciones dignas de un Oscar.

Sin embargo, lo que más le dolía era el engaño, la traición.

– Fue un accidente -dijo ella, conteniendo los sollozos-. No quería…

– Sí, claro. Un embarazo accidental. El truco más viejo del mundo.

Ella sacudió la cabeza.

– Creo que nos veremos en los tribunales -hizo un leve gesto con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.

– Alec… -dijo ella, desde lo más profundo de su alma.

Pero él no miró atrás.


Charlotte se apoyó en el maletero de un coche para no caerse al suelo. Las piernas ya no la sostenían.

Tenía que salir de allí, escapar… Había cientos de personas trabajando en el jardín, pero, de alguna manera, tenía que mantener la cabeza bien alta y llegar a su habitación.

Una vez allí, haría las maletas, llamaría a un taxi, tomaría un avión y desaparecería para siempre.

No estaba dispuesta a enfrentarse a él ni en los tribunales ni en ninguna otra parte. De pronto oyó un ruido a sus espaldas. Eran Cece y Raine.

– Oh, Dios -dijo Cece, corriendo a su lado.

– ¿Ha ido mal? -le preguntó Raine, abrazándola.

Charlotte asintió, intentando contener las lágrimas.

– Tengo que volver a mi habitación. Cree que me he quedado embarazada a propósito.

Las dos mujeres se quedaron sin aliento.

– ¡Maldita sea! Voy a… -gritó Raine.

– ¡No! -Charlotte la agarró del brazo con fuerza-. ¡Por favor, no le digas nada! Sólo deja que me vaya. Sólo quiero irme a casa.

Raine la miró a los ojos durante unos momentos y entonces asintió con la cabeza.

– Debes irte a casa. Cuídate bien. Ya tendré tiempo de ajustar cuentas con mi hermano más tarde.


Alec golpeó el escritorio con violencia.

No podía sacarse la imagen de Charlotte de la cabeza. Sus lágrimas, su confusión, su inocencia fingida…