– ¿Charlotte? -dijo una voz desde lejos.
Raine.
Alec soltó un gruñido de frustración y se apartó de ella, sabiendo que sólo disponían de unos segundos antes de que su hermana intentara abrir la puerta.
– ¿Charlotte?
– Déjame -susurró Charlotte.
Alec dio un paso atrás y trató de calmar su agitada respiración.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó a ella.
– Sí-Charlotte se alisó la falda y la blusa mientras él le arreglaba el peinado con la mano.
El picaporte tembló y Charlotte se sobresaltó.
– ¿Por qué estamos aquí? -susurró. Alec abrió la puerta.
– Raine -dijo, advirtiendo el interrogante que dominaba la expresión de su hermana-. Me alegro de que seas tú. Hay un fotógrafo abajo y Charlotte se asustó -le guiñó un ojo a Charlotte-. Le dije que no tenía nada de qué preocuparse. ¿Has visto a alguien con una cámara merodeando por aquí?
Raine miró a su amiga y después a su hermano.
– No.
– Bien -dijo él en un tono entusiasta-. Estaré en mi despacho. Kiefer viene dentro de una hora. Si ves a Henri, dile que lo mande arriba directamente -dijo y abandonó la habitación.
Sin embargo, tras avanzar unos cuantos pasos, tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo para recuperar el equilibrio.
«Sólo ha sido un beso. Nada más que un beso», se recordó.
– Entiendo que estés paranoica -comentó Raine cuando se fue su hermano.
– ¿Mmm? -dijo Charlotte, que todavía no había recuperado el habla. Aún sentía un intenso cosquilleo en la piel y las piernas le temblaban como si fueran de gelatina.
– Kiefer puede llegar a ser muy malo.
– Sí -dijo Charlotte.
– Le bastaría con una inocente instantánea en la que mantuvierais una simple conversación y ya tendría bastante para montarse su propia película. ¿Quieres que hable con él? -Raine hizo una pausa-. ¿Charlotte?
– ¿Qué?
– ¿Quieres que hable con Kiefer? O quizá lo mejor sea que te mantengas alejada de Alec. Por si acaso.
Charlotte respiró hondo y trató de recuperar el sentido común.
– Sí. Buena idea.
Mantenerse lejos de Alec era mucho mejor que la otra alternativa: llevárselo a la cama y perder la razón con sus besos.
– ¿Mademoiselle Charlotte? -dijo una voz desde el pasillo.
Era Henri.
Raine se volvió hacia la puerta.
– ¿Sí, Henri?
– Ha llegado un tal Jack Hudson.
– ¿Jack está aquí? -las palabras saltaron de la boca de Charlotte al tiempo que un nudo se le hacía en el estómago. Quería mucho a su hermano mayor, pero él podía llegar a ser muy complicado algunas veces.
En ese momento no pudo evitar recordar el efusivo abrazo que Alec y Raine se habían dado un rato antes. Ella llevaba más de veinte años sin abrazar a su propio hermano, pero aún recordaba muy bien la última vez.
Había sido en el aeropuerto, cuando tenía cuatro años, después de la muerte de su madre. Aquel día la habían arrancado de los brazos de su hermano y su padre se había desembarazado de ella sin más.
Pero hacía mucho tiempo de aquello y la próxima vez que habían vuelto a verse, ya eran unos extraños el uno para el otro.
Jack había dejado de ser el hermano fuerte y protector con el que ella soñaba en la niñez y, poco a poco, se habían distanciado.
Charlotte se puso erguida y se dirigió al pasillo. Después del primer saludo, las cosas se volvían más fáciles.
Raine fue tras ella.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí -dijo Charlotte.
– Estás pálida… Todo va a salir bien -añadió Raine, que intentaba consolarla. Ella sabía lo mucho que su amiga deseaba impresionar a los Hudson-. Incluso Lars Hinckleman parece contento.
Charlotte no pudo evitar sonreír. Todos sabían que el subdirector era muy temperamental.
– ¡He dicho dramático! ¡No patético! -gritó Lars desde abajo.
– Me temo que he hablado muy deprisa -dijo Raine al tiempo que Charlotte apretaba el paso rumbo a las escalinatas.
Tan corpulento e imponente como siempre, Hinckleman movía los brazos de un lado a otro. Tenía un puro sin encender en la boca y sus oscuros rizos le caían sobre la frente.
– Es un Stix, Baer & Fuller auténtico -se atrevió a decir la asistente de vestuario.
Todos los miembros del equipo se callaron de repente y contuvieron la respiración, incluida Charlotte. Lars sólo llevaba tres días en la casa, pero era difícil ignorar su autoridad militar.
El subdirector se inclinó hacia la asistente de vestuario y entornó los ojos.
– Lillian Hudson no llevará un nido de pájaros en la cabeza.
– Entonces era Lillian Colbert.
El rostro de Lars se volvió del color de las uvas negras.
– Ya encontraremos otra cosa -dijo la diseñadora de vestuario rápidamente. Agarró del brazo a la joven asistente y se la llevó de allí a toda prisa.
– La quiero fuera de aquí -le dijo Lars a su asistente personal.
El empleado hizo una anotación en una libreta y habló por el walkie-talkie.
Charlotte deseó que aquella orden no fuera en serio y fue entonces cuando vio a Jack.
Estaba hablando con el director de fotografía, ajeno al revuelo.
– ¿Ese es tu hermano? -le preguntó Raine.
Charlotte asintió y fue a su encuentro.
– Te pareces a él.
Ella no estaba de acuerdo. Jack era mucho más moreno y serio.
– No, no creo.
– En la nariz, los ojos… -dijo Raine-. El azul intenso de los ojos. Es maravilloso.
Mientras avanzaba hacia él, Charlotte contempló a su hermano como si fuera la primera vez que lo veía. ¿Qué era lo que la gente percibía? ¿Acaso tenían otras cosas en común? Pensamientos, opiniones, emociones…
– Hola, Charlotte -le dijo él con una sonrisa abierta.
– Buenos días, Jack -como siempre, Charlotte sintió que debía hacer algo más. ¿Abrazarle tal vez? ¿Darle un beso en la mejilla? ¿Estrecharle la mano?
El miró alrededor.
– Buen trabajo -le dijo en un tono que parecía sincero.
– Esta es Raine Montcalm -le dijo, presentando a su amiga.
El director de fotografía se vio inmerso en otra conversación y se apartó de ellos.
Jack le estrechó la mano a Raine.
– En nombre de mi familia te doy las gracias por habernos abierto tu casa.
Una punzada de dolor se clavó en el pecho de Charlotte. Era evidente que Jack no la consideraba parte de la familia Hudson.
Ella ya le había expresado su agradecimiento a los Montcalm, pero eso no era suficiente para él.
– Alec Montcalm -la profunda voz de Alec sorprendió a Charlotte.
Se detuvo junto a ella y le estrechó la mano a Jack.
– Jack Hudson. Te doy las gracias en nombre de mi abuela.
Charlotte sintió el roce de los dedos de Alec al final de la espalda.
– Tu hermana resultó muy convincente.
Jack le sonrió a su hermana.
– Teníamos la esperanza de que la amistad entre Raine y ella fuera de ayuda.
Aunque nadie lo notara, Alec se había puesto tenso de repente.
– Sí. Bueno, espero que quedéis satisfechos con los resultados.
– También necesitaremos encontrar alojamiento para los VIPs y las estrellas. ¿Alguna sugerencia? -preguntó Jack.
– Puedo hacer un par de llamadas.
– No quiero causarte molestias.
– No es ninguna molestia -dijo Alec-. ¿Charlotte? -bajó la vista. La palma de su mano se calentaba sobre la espalda de ella-. A lo mejor podrías ayudarme.
Charlotte se preparó para lo que se le venía encima. ¿Pasar más tiempo con Alec? Eso era lo último que necesitaba.
Su mente gritaba que no y su corazón decía que sí, pero el empate no tardó en romperse.
Alec se despidió sin perder tiempo y la condujo al exterior.
– Pensaba que íbamos a hacer un par de llamadas -le dijo, yendo tras él rumbo al garaje.
– He traído el móvil.
– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.
Alec apretó el botón de un pequeño mando a distancia y una de las puertas del garaje se abrió suavemente, dejando al descubierto un flamante deportivo de color cobre.
– Muy bonito -dijo Charlotte, admirando la tapicería de cuero negro.
– Gracias -abrió la puerta del acompañante y la ayudó a subir.
– ¿Adonde vamos? -repitió Charlotte, pensando que era un alivio escapar por un rato de toda aquella vorágine, y también de la presión que suponía conseguir la aprobación de los Hudson.
Alec sonrió y señaló el cielo.
– ¿En un día como éste? ¿En el sur de Francia en un Lamborghini Murciélago? ¿A quién le importa?
Charlotte no pudo sino reconocer que tenía razón. Se encogió de hombros y dio la batalla por perdida. El mullido asiento la envolvía como un guante.
Precedido de su aroma embriagador. Alec se inclinó sobre ella, le puso el cinturón de seguridad, cerró la puerta y rodeó el capó. Se quitó la chaqueta y la corbata, se remangó la camisa y subió al vehículo.
– ¿Tiene todo lo que necesita, señor? -dijo Henri, que había aparecido de repente para llevarse la chaqueta.
Alec asintió y se puso unas gafas de sol.
– ¿Estás lista?
– No tengo el bolso.
– ¿Señor? -preguntó Henri.
– No lo va a necesitar -dijo Alec, arrancando el coche. El poderoso rugido del motor lo devolvió a la vida, haciendo vibrar los asientos.
Alec puso la primera y salió suavemente del garaje. Fuera se encontraron con varios camiones que contenían el material de rodaje, una sala de vestuario y también una cocina industrial completa.
– Pensé que querrías alejarte de todo este circo durante un rato -le dijo Alec, ganando velocidad por el camino pavimentado.
– Ese Lars me pone nerviosa.
– No sé por qué lo aguanta la gente.
– Supongo que está al mando de momento.
Tenían previsto rodar algunas escenas antes de que llegaran las estrellas y el director.
El coche se detuvo suavemente al final del camino y Alec giró en dirección a Castres.
– Pero estar al mando no le da derecho a ser un imbécil.
– Así es. No le da derecho -dijo Charlotte-. Pero sí le da un motivo para serlo.
– Nunca hay motivos para el abuso de poder -replicó Alec, aumentando las marchas y ganando velocidad a medida que la carretera se hacía más recta.
Charlotte le observó con disimulo un momento.
– ¿Qué? -le preguntó él.
– Tú tienes poder -dijo ella, preguntándose cómo sería él con sus empleados. Unos días antes había insistido mucho en que el rodaje no les supusiera más trabajo adicional.
– De momento -Alec le guiñó un ojo y cambió de marcha para cambiarse al carril contrario y adelantar a un camión-. Y también tengo velocidad.
El deportivo se adhería a la carretera como el pegamento, acelerando sin esfuerzo y adelantando a varios vehículos a la vez.
Charlotte asió con fuerza la manivela de la puerta.
– ¿Nerviosa?
– No exactamente.
Había algo en Alec que despedía confianza al volante y Charlotte se fiaba de él. Sabía que nunca rebasaría su propio límite ni tampoco el del coche.
– Nunca te haría daño -le dijo él en un tono serio-. El poder implica responsabilidad -añadió, volviendo al carril derecho-. Y yo nací con ambas cosas.
Puso el intermitente y abandonó la vía principal, adentrándose en una bonita calle. Los comercios se sucedían uno tras otro a lo largo de un bulevar arbolado.
– ¿Aquí? -preguntó ella al ver que se detenían frente a una inmobiliaria.
Durante un buen rato había llegado a creer que se dirigían a un hotel discreto para pasar una sórdida tarde de pasión en la cama.
Pero no. Alec Montcalm siempre lograba sorprenderla.
– Mi amigo Reinaldo nos dirá qué se alquila por aquí.
– Oh -Charlotte se sintió como una idiota-. Una agencia inmobiliaria.
Una llama de complicidad se encendió en las pupilas de Alec.
– ¿Y qué esperabas?
– Esto -dijo ella rápidamente, asintiendo con la cabeza.
El sonrió de oreja a oreja y Charlotte creyó que moriría consumida por la incandescente rojez que le abrasaba las mejillas.
Capítulo 4
Alec quería acostarse con Charlotte y ese deseo ya empezaba a convertirse en una obsesión. El beso que le había dado esa mañana le había dejado claro que juntos serían pura dinamita y la turbulenta mirada de ella no dejaba lugar a dudas: también lo había sentido.
Estaban solos. Tenían varias horas por delante para hacer lo que quisieran y en la ciudad había muchos lugares maravillosos en los que hacer el amor. Lo tenían todo.
Pero algo le impedía actuar y Alec no tenía ni idea de lo que era. Los hombres como él podían meter a una mujer en la cama en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, la mayoría de las veces no era él, sino su dinero, el que obraba el milagro.
A lo mejor se estaba haciendo viejo. O quizá sólo quería fingir que las cosas eran distintas con Charlotte, a diferencia de las demás mujeres que había conocido, que había algo más que sexo por su parte y manipulación por la de ella.
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