¿Era mucho pedir pasar unos minutos a solas con ella? A él no le importaba que pasara tiempo con su amiga en el spa y en las canchas de tenis, pero también quería tenerla un rato para él y, aunque desayunaran y cenaran juntos, Raine siempre estaba ahí, por no mencionar a Kiefer, a Jack y hasta al mismísimo Lars Hinckleman.

De repente se oyó otro terrible estruendo en el patio frontal.

Y después, los gritos y los alaridos de Lars. Alec se levantó, cruzó la habitación y cerró la ventana de su despacho.

Respiró aliviado y volvió a sentarse frente a su escritorio, dispuesto a revisar la estrategia de mercado que Kana Hanako proponía de cara al Tour de Francia.

Hasta ese momento, ninguna revista del corazón había establecido un vínculo entre Alec e Isabella, aunque ella ya llevaba dos días en la Provenza. Ridley Sinclair y ella habían escogido la villa moderna con el bosque de olivos como residencia temporal y la compartían con otros miembros del equipo.

El rugido de un motor taladró las sienes de Alec hasta sacudir los cimientos de la mansión.

Alec tiró el bolígrafo, se puso en pie y fue hacia la entrada principal a toda prisa, sorteando toda clase de obstáculos cinematográficos por el camino.

Una enorme grúa acababa de detenerse frente a la rotonda del camino de tierra que llevaba a la mansión. Los inmensos brazos hidráulicos chirriaban al golpear el suelo y así estabilizaba la máquina.

– ¿Qué demonios…? -exclamó Alec.

– Es para una toma aérea de la escena del balcón -le dijo un miembro del equipo.

Justo en ese momento la grúa se movió y uno de los brazos horadó el cemento haciendo un ruido ensordecedor. La tierra tembló bajo sus pies.

Algunas personas gritaron, pero sus chillidos terminaron en una risa nerviosa cuando se dieron cuenta de que no pasaba nada.

Sin embargo, Alec no se reía.

– ¿Dónde está Charlotte? -gritó enfurecido.

Ese era su trabajo. Ella le había prometido que no causarían daños en su casa.

Los que estaban más cerca se volvieron hacia él.

– Quiero hablar con Charlotte Hudson.

Uno de los miembros del equipo habló por el walkie-talkie.

– ¿Alec?

Era Raine.

Al darse la vuelta se encontró con las dos. Llevaban las compras en las manos y llamativos sombreros en la cabeza, por no hablar del ligero bronceado que lucían.

– ¿Dónde demonios estabais? -les preguntó, fulminando a Charlotte con la mirada.

Ella abrió los ojos y también la boca, pero las palabras no salieron.

– Este era tu trabajo -gritó, gesticulando a su alrededor-. Preferiría sufrir un terremoto. Los cimientos de la casa empiezan a sacudirse y el camino está hecho una ruina. Y ni siquiera consigo oír mis propios pensamientos.

– Yo…

– ¡Quiero esa grúa fuera de aquí! -gritó, furioso-. Y la quiero fuera ahora -vio a Jack por el rabillo del ojo.

– Y basta de visitas turísticas, sesiones de spa y compras compulsivas. No voy a tolerar tanto ruido y destrucción yo solo -le dijo, fuera de sí.

– Necesitan hacer esa toma -intentó decir Charlotte, que se había puesto pálida como la leche.

– Y quiero que mi casa siga en pie cuando todo esto termine.

Ella retrocedió un poco y entonces él arremetió contra Jack.

– ¿Y tú? ¿Qué demonios pasa contigo? Estoy aquí parado, gritándole a tu hermana.

Jack parpadeó varias veces, claramente confundido.

– ¿Por qué no me golpeas?

Alec masculló un juramento y volvió a entrar en la casa. La perspectiva de marcharse a Roma parecía cada vez más apetecible.


Charlotte se quedó mirando a su hermano, pero él apartó la vista de inmediato y se puso a revisar las anotaciones de uno de los asistentes de producción. Los decibelios descendieron hasta niveles normales para un rodaje y todo el mundo volvió al trabajo.

Raine miró a su amiga.

– Esto no es normal.

– Gracias a Dios -dijo Charlotte.

– No sé qué mosca le ha picado.

– Tiene razón -dijo Charlotte-. Le prometí que todo iría bien.

– Pero Alec nunca grita. El se va minando poco a poco y entonces empieza a maquinar. Podría llegar a arruinarte lentamente. Pero nunca pierde los estribos de esa forma.

– Entonces parece que le he llevado al límite.

Charlotte necesitaba aclarar las cosas. No podía dejar que aquello se quedara así.

Sin darse cuenta echó a andar hacia la puerta de entrada.

– Parece que sí -dijo Raine, mirándola y yendo tras ella-. Charlotte, ¿hay algo que quieras decirme?

– ¿Como qué? -Charlotte no quería mentirle, pero tampoco quería admitir que se sentía atraída por él.

No quería caer en el cliché, en el estereotipo de la mujer que sucumbía a sus encantos.

– Algo como que se te ha insinuado y le has rechazado. Alec no está acostumbrado a oír esas palabras.

– Supongo que no -dijo Charlotte, riendo.

– ¿Entonces lo hizo? -preguntó Raine, hablando en voz baja.

– ¿Insinuárseme?

Raine le dio un codazo en las costillas.

– ¿Estás evitando la cuestión?

– Ya lo creo.

– Entonces lo hizo -Raine la agarró del brazo y la condujo por el camino hasta llegar a una mesa de hierro pintada de blanco situada junto a una fuente-. ¿Y le dijiste que no? -le preguntó con una mirada picara.

– No exactamente -admitió Charlotte, dejando el bolso a un lado.

Raine abrió los ojos de par en par.

– ¿Le dijiste que sí?

– En realidad, no dije nada.

– Oh, Dios. Vosotros dos…

– ¡No! -Charlotte bajó la voz-. No. No lo hicimos.

– No entiendo.

– Nos besamos -Charlotte se recostó contra el respaldo de la silla-. Nos besamos, ¿de acuerdo?

– ¿Y entonces por qué está tan furioso contigo?

– Supongo que es porque la grúa ha destrozado el camino.

Raine empezó a juguetear con una pequeña hoja que el viento había depositado sobre la mesa.

– Pero Alec no se pone a gritar por un camino destrozado. ¿Y qué es eso de decirle a Jack que le golpee?

– Ahí me has pillado. ¿Alec le ha pegado a alguien que te haya gritado?

– Nadie me ha gritado nunca. Por lo menos, no delante de él -Raine hizo una pausa-. Y, en realidad, la gente no suele gritarme.

– Eso es porque eres dulce y amable -dijo Charlotte bromeando.

– Empiezo a pensar que es por el hermano que tengo.

Charlotte se echó a reír.

– ¿Tú crees que él los ahuyenta?

– A lo mejor. Pero volvamos al tema del beso. Cuéntamelo todo.

– No hay nada que contar -dijo Charlotte, mintiendo.

– ¿Dónde estabais? ¿Cómo pasó?

– Estábamos en uno de los balcones de las casas en alquiler.

– ¿Y te besó así sin más?

– Pensó que estaba llorando.

Raine frunció el ceño.

– Eso no suena bien.

– En realidad, me estaba riendo -dijo Charlotte, intentando alejar el recuerdo de su mente.

– Pero Alec no da besos por compasión.

– Y tú lo sabes todo sobre sus besos, ¿no?

– He oído alguna cosa que otra.

– Bueno, ahora no vas a oír nada más al respecto -Charlotte suspiró y se puso en pie-. Mejor será que regrese y vaya a ver qué está pasando. Alec tiene razón. Le dije que me ocuparía de todo -agarró el bolso-. Creo que se nos ha acabado la fiesta.

– De eso nada -Raine sacudió la cabeza con malicia-. Definitivamente, voy a hablar con él.

– Oh, no, no lo harás -dijo Charlotte.

– No tienes por qué vigilar cada paso que den -dijo Raine-. Y no voy a dejar que te tenga prisionera en esta casa durante semanas.

– Yo hablaré con él -dijo Charlotte-. Más tarde…

Capítulo 5

El rodaje se alargó hasta las ocho de la tarde y Alec, como no quería contagiar a nadie de su mal humor, pidió que le llevaran la cena al despacho. Prestar su casa como emplazamiento de rodaje había sido una decisión estúpida de la que siempre se arrepentiría, pero ya no había vuelta atrás.

Las cosas no habían salido exactamente como las había planeado, pero no había nada que pudiera hacer al respecto. A primera hora de la mañana saldría para Tokio y se dedicaría por completo a la nueva línea de bicicletas. No podía permitirse ni un fallo más.

Había una larga lista de eventos sociales a los que debía asistir. Quizá debía buscarse a una chica corriente y hacerse unas fotos, aunque sólo fuera para contentar a Kiefer.

Alguien llamó a la puerta.

– ¿Sí, Henri?

La puerta se abrió parcialmente.

– Soy Charlotte.

Alec suspiró y se puso en pie.

– Entra.

Charlotte cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella. Estaba espectacular con un espléndido vestido dorado de finos tirantes.

– Van a reparar el camino de la entrada.

El rodeó el escritorio que los separaba y fue hacia ella.

– No se trataba del camino.

Ella asintió con la cabeza.

– De todos modos… Lo han roto y lo van a reparar.

– Por lo visto has estado haciendo tu trabajo esta tarde.

– Sí.

– Te lo agradezco.

– Era parte del trato.

– Estaba enfadado porque no aparecías por ninguna parte -le dijo él, acercándose un poco más.

A cada paso que daba ella se volvía cada vez más preciosa.

– He estado aquí todos los días.

– Con Raine siguiéndote a todas partes. ¿Dónde está, por cierto?

– Tenía que hacer algo con Kiefer.

– ¿En el despacho?

Charlotte asintió.

Alec se detuvo delante de ella.

– ¿Y Jack?

– En el hotel. Con el equipo.

Alec deslizó la punta del pulgar sobre el fino tejido de su vestido y en ese instante Tokio se esfumó de su mente. Todo aquel resplandor provenía de miles de cintas, cuentas y lentejuelas radiantes. Tenía doble costura en el bajo y era perfecto para bailar.

Sus hermosas y largas piernas lucían espléndidas, llevaba unas flamantes sandalias doradas y los aros de oro que llevaba en las orejas resaltaban su melena rubia.

– Ya sabes -le dijo suavemente-. Todos nos hemos equivocado.

Ella ladeó la cabeza como si quisiera entenderle.

– No deberías haberte ido así. Y yo no debería haberte gritado. Y Jack debería haberme parado los pies.

Charlotte sonrió.

– Jack cree que estás loco.

– Tiene que aprender a ser tu hermano.

– Sólo espero que eso no implique muchas peleas.

Alec la agarró de la cintura. La rugosa textura del traje le hizo cosquillas en las palmas de las manos.

– Te he echado de menos -admitió Alec.

Ella cerró los ojos un momento.

– ¿Ya estamos en el lado complicado de las cosas?

– Tal y como yo lo veo, es muy sencillo -Alec contempló sus inmaculados hombros, delicadamente adornados por los finos tirantes del vestido.

Era tan fácil deslizar uno de ellos sobre la deliciosa curva de su brazo y besar su aromática piel…

– Estás maravillosa -le dijo-. No puedo dejar de tocarte. Y ahora estamos solos.

Metió el dedo índice por debajo de uno de los tirantes y empezó a deslizarlo adelante y atrás.

– ¿Qué podría ser más sencillo que eso?

– Yo he venido a hablar de tus expectativas.

El sonrió.

– Espero que no te lleves una decepción.

– Quiero decir, mi trabajo. La película. No quiero volver a defraudarte.

– Olvídalo.

Ella intentó descifrar la expresión de su rostro.

– No sé qué quiere decir eso.

– Quiere decir que no me enfadé a causa de lo de la entrada, ni tampoco porque te lo pasaras bien con Raine. Me enfadé porque no estabas en mi cama. Y ésa no es razón para enfadarse.

Ella se quedó de piedra, conteniendo la respiración.

Alec apretó la mano que tenía sobre su espalda y tiró de ella. Inclinó la cabeza, entreabrió los labios y recibió los de Charlotte con fervor.

La última vez todo había ocurrido demasiado deprisa. El se había comportado como un adolescente y ni siquiera se había tomado el tiempo suficiente para saborearla, para conquistar su boca como lo hacía un francés de pura cepa.

Ella sabía al mejor de los vinos, a su propia cosecha. Sus labios eran carnosos y suaves, cálidos y elásticos.

Deslizó el brazo hasta el final de su espalda y apretó sus suaves curvas con pasión, rozándose contra ella.

Charlotte era una verdadera diosa, un regalo del cielo sólo para él; un ángel en la Tierra, sólo para él…

Charlotte le agarró de los hombros y empezó a emitir tímidos gemidos de pasión. El la besaba en el cuello y ella se arqueaba hacia atrás, más y más. Sus pezones, turgentes y firmes, se dibujaban bajo el tejido del vestido y su escote parecía a punto de desbordarse.

Alec puso una mano sobre uno de sus pechos y empezó a acariciárselo con el pulgar. Entonces la levantó en brazos y le subió el vestido al tiempo que la recostaba sobre el suelo. Sus muslos firmes tenían un tacto de seda bajo sus manos.