Francesca se sentó en el último sitio vacío, entre Brett y Cario que, a juzgar por sus serias expresiones, no iban a ser los compañeros de mesa más animados.

Suspiró. No entendía el mal humor de Cario, pero se sentía responsable del de Brett. Según le habían dicho, seguía muy afectado por la trágica desaparición de Patricia; su prometida. Tal vez haberle obligado a salir esa noche no había sido tan buena idea.

El prometido de Elise, David y Nicky estaban quejándose de la falta de camareros. Desde la otra mesa, Elise dirigía miraditas cómplices a Francesca y después indicaba con los ojos al grupo de hombres sentados de la barra.

«De acuerdo». Ella no estaba allí para preocuparse por Brett, sino para preocuparse por sí misma y por encontrar a un hombre con el que ganar la apuesta a finales de mes.

Elise había sugerido ir a esa cena para poner a Francesca en circulación. En caso de que se sintiera insegura llevando un vestido nuevo, maquillaje y tacones, tendría a sus hermanos y amigos como apoyo.

Francesca se inclinó para ver mejor al hombre que Elise le había señalado. Tenía la edad perfecta y no estaba bebido. Dos puntos muy importantes.

– ¿Te traigo algo para beber? -la voz de Brett la sobresaltó -. Hemos desistido de esperar al camarero.

– Sí, claro. Una copa de vino tinto -dijo Francesca buscando su monedero.

Brett sonrió.

– No te preocupes por el dinero. Paga Cario.

Ella le devolvió la sonrisa y los dos hombres se levantaron. Cario llevaba una lista escrita en una servilleta con lo que quería cada uno y Brett iba detrás mientras Francesca los seguía con la mirada.

Cario tenía el atractivo aspecto italiano que compartían todos los hermanos Milano. Un tipo de belleza muy conocida para Francesca, pero Brett era de una especie diferente. Era muy alto, esbelto y rubio. Llevaba vaqueros claros y una camiseta deportiva de manga corta de un color que hacía juego con sus ojos, de un azul escandinavo.

– ¿Te gusta alguno? -Elise se había deslizado hasta el sitio de Cario, ahora vacío-. ¿Quién?


– El peor candidato de todos -murmuró Francesca.

– ¿Cómo? -Elise se acercó más -. ¿Quién?

Francesca no se decidía a confesarse.

– No hay ninguno que me guste… por eso me quejo

La vuelta de Cario y Brett libró a Francesca de más preguntas. Tras decirle que se pusiera «manos a la obra», Elise volvió con su novio. Francesca asintió y trató de centrar su atención, obediente, en los hombres de las otras mesas.

La llevó más de media copa de vino darse cuenta de que eran dos mujeres y seis hombres, y además ella estaba colocada entre los dos más imponentes, y que los hombres no sentían muchos deseos de acercarse a ella.

Las sillas estaban colocadas alrededor de la mesa en frente de la banda. Cuando su hermano Nicky se levantó de su sitio para buscar otra cerveza, Francesca se pasó a su silla, que estaba en uno de los extremos del grupo. Ese sitio estaba más cerca de la pista de baile y no tenía a nadie a su izquierda.

Un par de mesas más lejos, un chico bastante guapo con pantalones color caqui la estaba mirando. Francesca sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Ella sonrió tímidamente y volvió la mirada, esperando que él se acercara para hablar con ella o para sacarla a bailar.

¡Tal vez eso de salir con alguien no fuera tan difícil al fin y al cabo!

Decidió centrar su atención en la copa de vino, pero con el rabillo del ojo seguía vigilando a «Caqui». Este se levantó lentamente de su silla y el corazón de Francesca empezó a palpitar con rapidez.

¿Tenía que mirar hacia él? ¿Sonreír, acaso? ¿Hacer como si no lo viera hasta que no estuviera delante de ella?

– Aquí tienes, Brett – Nicky acababa de volver con una cerveza en cada mano.

Brett se levantó para tomar la bebida y ella quedó rodeada por los dos hombres de pie, como dos rascacielos cubriendo el sol. Ante la visión de los dos hombres, Francesca presenció como «Caqui» se daba la vuelta y se alejaba.

Nicky se agachó y le dijo:

– Creo que te acabo de salvar de bailar con un niñato. Ese tío se dirigía hacia aquí.

Francesca lo miró.

– Creo que puedo decirles que no a los niñatos yo sólita, gracias.

– No mientras yo esté delante, hermanita -y Nicky le guiñó un ojo.

Francesca creyó ver un gesto de satisfacción en la cara de Brett mientras Joe asentía a Nicky.

No había pensado en que sus hermanos pudieran suponer un problema, pero no iba a dejar que le hicieran perder la apuesta. Francesca se levantó y se dirigió a la barra, donde estaba «Caqui». Una vez allí, pediría un refresco y esperaría su oportunidad para hablar con él.

Mientras andaba entre las mesas, apareció en el escenario el grupo principal de la noche, y el público enloqueció. El ritmo del rock invadió los pies de Francesca y le hizo tomar una determinación. Iba a bailar con ese chico.

El camarero le sirvió la bebida y ella se acercó a la pista de baile tomando pequeños sorbitos. Cuando miró hacia donde estaba Caqui, él la respondió con una sonrisa. Su corazón empezaba a latir más deprisa mientras él se acercaba. El volumen de la música estaba tan alto que tendrían que acercarse mucho para entablar una conversación.

Cuando estaban a un metro de distancia, Joe y Tony se levantaron de un salto. Joe tomó el vaso de Francesca y Tony la llevó hasta la esquina de la pista de baile más alejada de Caqui. Francesca se despidió con la mano del desconocido, pero él ya se había dado la vuelta.

Cuando el baile terminó, Tony la agarró por el brazo y la llevó hasta la mesa.

– No tengo quince años, Tony -le dijo entre dientes-, dame un respiro.

Tony ni se inmutó e hizo gala de sus mejores modales para retirarle una silla y sentarla a la mesa, de nuevo entre Cario y Brett.

Francesca tenía ganas de llorar, y lo hubiera hecho si eso no hubiera arruinado su máscara de pestañas. Finalmente decidió mirar apáticamente sus casi intactas bebidas. Con esas perspectivas, podía abandonar e irse a casa. Una vez fuera de aquel estrecho vestido, se pondría una camiseta cómoda y se haría unas palomitas en el microondas. Por supuesto, era la costumbre la que la había llevado hasta ese pensamiento.

Estaba muy irritada. Miró a sus guapos hermanos y por un momento pensó en gritarles a todos que la dejaran tranquila.

Pero, si realmente la escucharan, Joe no le hubiera regalado a su última novia una caja de herramientas para el coche y Tony no se haría un tatuaje con el nombre de cada mujer a la que amaba y después perdía. También estaba la posibilidad de pedirles ayuda… Suspiró. Seria un completo desastre. Aún recordaba la tarjeta de San Valentín que había recibido en tercero. Sus hermanos habían creído que alentar el romance consistía en perseguir al pobre Wesley Burdett durante dos meses, y tomarle el pelo a ella durante dos años.

El único que había sido capaz de callarlos había sido Brett. «Brett…»

Francesca lo miró y un plan se dibujó con claridad en su mente.

– Me apetece bailar -anunció en voz alta. Sus hermanos se miraron unos a otros con expresiones similares en sus rostros; obviamente estaban esperando a que alguno se propusiera voluntario para cumplir con el deber fraternal. Sólo Tony, que ya había hecho el esfuerzo anteriormente, pareció no inmutarse ante la petición.

– Quiero bailar country -añadió. Los cuatro Milano a coro empezaron a quejarse. Todos odiaban la música country. «Perfecto». Ella miró a Brett.

– ¿Bailarás «tú» conmigo? -intentaba que la satisfacción que sentía no se reflejara en su cara. No le quedaba más remedio que aceptar, mientras los cuatro hermanos suspiraban aliviados.

Francesca sonreía. Con Brett detrás de ella, se dirigió a otra pista más alejada, donde tocaba una banda de country y así podría seguir buscando hombres sin que sus hermanos la vigilaran.

Los remordimientos atacaron a Francesca mientras Brett la seguía entre la multitud. Probablemente no le apeteciera bailar y no había podido contarle su plan. Por supuesto no le contaría la humillante verdad, que había hecho una apuesta con su hermano para obligarse a salir de casa y encontrar un hombre, pero le dejaría claro que sólo necesitaba su ayuda para escapar de la vigilancia férrea de sus hermanos.


No esperaba que él la tomara entre sus brazos. Un escalofrío recorrió su cuerpo y ella atribuyó la reacción a la corriente de aire que entraba por la puerta abierta de la sala.

Una vez fuera, en la oscuridad, Francesca dudó al dirigirse al caminito iluminado que llevaba a la pista donde tocaba la banda de country.

Una pareja les adelantó.

– Me encanta esta canción, cariño -dijo ella-, ven a bailar conmigo. Abrázame.

Francesca se quedó petrificada.

– ¿Estás bien? -dijo Brett tras ella.

Acababa de recordar su sueño de adolescencia. Si Brett bailaba con ella, si la estrechaba entre sus brazos, sólo con tocarla… su respiración se detendría.

Sólo el imaginárselo la atemorizaba. Era como si hubiese estado ocultándolo en el fondo de su mente desde que lo vio en casa de su padre.

No podía arriesgarse a bailar con él en ese momento.

Con el ruido de sus tacones de fondo, corrió en dirección contraria al patio abierto donde estaba el escenario, hasta llegar a un pequeño jardincito rodeado de rosales y árboles decorados con bombillitas blancas. Se detuvo en el centro, al lado de un pedestal que en realidad era un reloj de sol de un metro y algo de alto.

La voz de Brett, que la había seguido, sonó extrañada:

– ¿Franny?

Ella se volvió para mirarlo, y la brisa cargada de una dulce esencia de rosas hizo flotar su vestido alrededor de sus piernas.

No tuvo tiempo de darle una excusa para no bailar con él o de decir algo gracioso sobre su escaso sentido del ritmo, Brett tenía la mirada clavada en sus piernas.

Una mirada muy masculina que fue subiendo por todo su cuerpo.

Francesca sintió una oleada de calor.

De entre sus dientes salió un suave silbido mientras movía la cabeza lentamente.

– Franny, no, Francesca… ¿Qué te ha pasado? Ella no sabía qué decir.

Brett se acercó y ella retrocedió hasta que su espalda se encontró con el pedestal.

– He pensado en ti estos años -dijo él-. La niña traviesa de ojos oscuros y gesto decidido -volvió a menear la cabeza-. ¿Cómo has podido cambiar tanto?

La brisa jugaba con el vestido de Francesca y lo ajustaba más a su cuerpo.

– Te fuiste hace mucho tiempo, Brett -no podía deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– ¿Tanto tiempo?

Ella volvió a tragar saliva.

– He tenido tiempo suficiente para crecer.

Se quedó callado un momento y después soltó una sonora carcajada.

– ¡No parece que tus hermanos lo hayan aceptado! -No -dijo ella.

– ¿Y por qué tendría que hacerlo yo?

Francesca bajó la mirada. «Porque quiero que me veas como a una mujer». Se mordió la lengua y no le dio a conocer sus sueños de adolescente.

– Francesca…

Brett se estaba acercando de nuevo y ella intentó separarse, pero uno de sus tacones se enganchó en la base del pedestal y perdió el equilibrio. El intentó sujetarla, pero Francesca, para evitar que la tocara, apoyó la mano en el pedestal.

– ¡Ay! -se había clavado la punta metálica de la aguja del reloj de sol.

– ¿Qué te ha pasado? -Brett intentó tomarle la mano, pero ella se apartó justo a tiempo.

– No es nada, sólo un pequeño corte -«y una gran vergüenza», pensó. ¿Cómo iba a considerarla una mujer si se portaba como un payaso?

– Vamos a desinfectarte esa herida.

– ¡Ni hablar! -Francesca se apartó de él y echó a andar hacia el camino principal- Escuece muchísimo. Voy al servicio a lavarme con agua.

Él la seguía de nuevo mientras ella evitaba mirarlo y caminaba apresuradamente para seguir delante.

Su voz la detuvo frente a la puerta del servicio de mujeres.

– Francesca -dijo él.

– ¿Sí? -ella se dio la vuelta lentamente.

Allí también había árboles decorados con bombillitas, que rodeaban con su luz a Brett mientras la sonreía.

– Te has convertido en una mujer preciosa -dijo el.

Francesca creyó que las piernas iban a fallarle y sintió su corazón palpitar a mil por hora. También se dio cuenta de que no era necesario que Brett la tocara para hacerla subir hasta el séptimo cielo.

En el amplio patio donde tocaba la banda, Brett miraba a Francesca desde una mesa casi oculta entre la exuberante vegetación. Con una cerveza en la mano, no le quitaba ojo mientras ella bailaba en la pista.

Ella se equivocó en un paso, se rió, se apartó el brillante pelo de la cara. En la penumbra de la pista, su vestido resplandecía.

Tal y como él lo había imaginado la tarde anterior, aquel vestido mostraba su cuerpo como no lo hacían los vaqueros y las camisetas. Las curvas de Francesca eran perfectas, y su constitución recordaba a la de una gimnasta: músculos tonificados y pechos firmes.