Hasta entonces no tenía nada que hacer. Así que, para matar el aburrimiento, decidió ir a la habitación de Brendan y echar un vistazo. Sabía que sería invadir su intimidad, pero sentía demasiada curiosidad y procuraría que Brendan no se enterara.
Fue directamente al cajón de la mesilla que había junto a la cama. Lo primero que vio rué una armónica. La sopló suavemente, preguntándose si él la sabría tocar. Luego descubrió una caja de preservativos. Cuando la abrió y descubrió que faltaban tres, no pudo evitar un ataque de celos.
Después de comprobar que no había nada interesante, se levantó y echó un vistazo a la estantería que había en una de las paredes. Allí encontró un cuaderno que llamó su atención. Se sentó en la cama y, al abrirlo y ver su letra, imaginó que era una especie de diario. Lo cerró inmediatamente. Pero, al poco, le pudo la curiosidad. ¿Habría escrito algo de ella?
Volvió a abrirlo y poco después de comenzar a leer, descubrió que no era ningún diario. Se trataba de una serie de cuentos sobre unos héroes irlandeses, que se llamaban los Poderosos Quinn. Él había mencionado algo al respecto después de haber salido en su ayuda en el Longliner.
– Hola.
Al levantar la vista, vio a Brendan en la puerta del camarote, con copos de nieve sobre el pelo y los hombros. Se quedó helada al ver la mirada de él clavada en el cuaderno que ella estaba leyendo.
– ¿Qué estás haciendo en mi camarote? – preguntó él, arqueando las cejas.
Ella sonrió mientras sentía que comenzaban a arderle las mejillas.
– Lo siento. Estaba aburrida y me puse a buscar algo para leer. Entonces encontré este cuaderno. Por cierto, estos relatos son fantásticos.
– ¿Dónde has encontrado el cuaderno?
– Estaba entre las revistas que tienes en esa estantería. Algunos relatos son del ciclo de Fenian, ¿verdad?
– Sí, son relatos tradicionales irlandeses.
– Pero no recordaba que todos los personajes se apellidaran Quinn.
– Bueno, es una tradición familiar tomar prestadas algunas leyendas irlandesas y contarlas como si los héroes fueran antepasados nuestros.
Brendan fue hacia ella y le quitó el cuaderno. Luego se sentó en la cama y comenzó a hojearlo.
– De niño, papá solía contarnos estos cuentos, que hablaban siempre de la valentía y el sacrificio. Pero en cuanto el héroe se enamorara de alguna mujer, la historia acababa mal. Papá debía pensar que aquel era un buen modo de enseñarnos que no debíamos confiar en las mujeres.
– ¿Por qué os quería enseñar eso?
– Porque mi madre lo abandonó y él nunca pudo superarlo -luego señaló al cuaderno-. He ido apuntando los relatos y tenía pensado pasarlos a máquina para darles una copia a mis hermanos.
– ¿Sabes algo de tu madre? Brendan se encogió de hombros.
– Papá siempre cuenta que murió en un accidente de coche un año después de dejarnos. Pero Conor y Dylan nunca se lo creyeron. Yo era demasiado pequeño por aquel entonces y solo sé que un día mi madre desapareció.
– ¿Te acuerdas de cómo era?
– Sé que tenía el pelo negro y muy largo, pero no sé si es un recuerdo mío o si lo sé porque se lo he oído contar a Conor y a Dylan. No tenemos fotos de ella. Aunque sí me acuerdo de una cosa, de que ella solía llevar una cadena con un colgante.
Brendan se quedó pensativo unos instantes.
– Conor me contó cómo era el colgante -continuó diciendo-: dos manos entrelazadas, con una pequeña corona en medio.
– Un claddagh -dijo Amy-. Mi abuela también tenía un anillo así. Es un símbolo irlandés de amistad y amor.
– Eso es -asintió él con la mirada ausente-. Era un claddagh.
Amy se arrepintió inmediatamente de haber sacado aquel tema de conversación, que evidentemente era muy doloroso para él.
– ¿Sabes? Podría ayudarte a pasarlo a máquina -se ofreció.
– No te preocupes -dijo, dejando el cuaderno de vuelta en la estantería-, no creo que merezca la pena que malgastes tu tiempo en ello.
– ¿Por qué no me cuentas uno de los relatos?
Él se quedó un rato pensativo y finalmente asintió.
– Está bien -Brendan se reclinó en la cama y apoyó las manos detrás de la cabeza-. Te lo contaré con acento irlandés, porque así suena mejor.
– Muy bien -dijo ella, tumbándose boca abajo junto a él.
– Voy a contarte la historia de Tadleigh Quinn, un chico con mucha imaginación al que le gustaba contar a los demás que había visto gnomos o hadas en el bosque. A pesar de que la gente no le creía, él cada vez contaba historias más fantásticas.
Brendan hizo una pausa y sonrió a Amy.
– Un día, paseando por el bosque, pasó al lado de un roble, de cuya rama más alta colgaba una jaula de oro con una princesa dentro.
– Oh, me encantan este tipo de cuentos -aseguró Amy entusiasmada-. Se parecen al de La Bella Durmiente o Blancanieves. Me encanta cuando el príncipe aparece para rescatar a la doncella.
– Tadleigh se subió a lo más alto del árbol y se sentó junto a la jaula, tratando de imaginarse lo que le dirían sus amigos cuando les contara que había rescatado a una princesa y ella, como recompensa, le había dado una bolsa de monedas de oro. Eso era lo que le había prometido. Tadleigh trató desesperadamente de liberar a la princesa, pero el candado era muy grande y los barrotes de hierro.
Amy lo estaba mirando con los ojos muy abiertos.
– Cuando Tadleigh le dijo a la princesa que tenía que irse al pueblo en busca de ayuda, ella le advirtió que no debía hacerlo. Una poderosa hechicera había hecho un sortilegio por el cual, si alguien fuera del bosque se enteraba de su situación, ella se convertiría en un cuervo y quedaría atrapada en la jaula para siempre.
– ¿Y qué pasó entonces? -preguntó Amy, impaciente.
– Que él se marchó después de prometerle que no se lo contaría a nadie. Al principio consiguió cumplir su promesa, pero finalmente no pudo más y se lo contó al molinero. El molinero a su vez se lo contó al zapatero y este al herrero; de manera que poco después un grupo de personas se adentró en el bosque para rescatar a la princesa.
– ¿Y la rescataron?
– No exactamente. Después de abrir la cerradura de la jaula con un hacha y de sacarla, la muchacha se convirtió en una bruja con una nariz ganchuda como la de un cuervo. Luego se echó a reír, diciendo que desde el principio sabía que Tadleigh no iba a poder callarse. Finalmente, lanzó a todos los del pueblo un sortilegio, y quedaron convertidos en cuervos.
– ¿Y qué le pasó a Tadleigh?
– La bruja se volvió a él y le dijo que la belleza no era siempre lo que parecía. Luego desapareció en el bosque y no volvió a saberse de ella. Tadleigh volvió al pueblo muy triste y no volvió a contar sus historias a nadie, salvo a los cuervos que le escuchaban desde los árboles.
– Así que la moraleja es que uno debe saber mantener la boca cerrada.
Él se quedó mirándola fijamente y le sonrió.
– No, la moraleja es que las princesas no son siempre lo que parecen y que la belleza puede esconder al mal en su interior.
Y después de decir aquello, se levantó de la cama y salió del camarote. Ella se quedó pensativa. Luego, abrió el cuaderno y buscó el relato de Tadleigh y la princesa, pero no lo encontró. Brendan se acababa de inventar el relato.
Desde luego, ella no era quien aparentaba ser. No era la princesa que Brendan había rescatado del Longliner. Pero si le dijera la verdad, ¿seguiría siendo su princesa? ¿O sus mentiras la convertirían en la bruja que había abandonado a Tadleigh a su suerte?
– ¿Has pasado ya a limpio esas notas? – preguntó Brendan mientras buscaba una hoja entre sus papeles.
Amy y él habían pasado todo el día trabajando.
– Te dije que las necesitaba para esta noche.
Amy levantó la vista del ordenador y suspiró con impaciencia.
– Estoy tratando de descifrar tu letra. Deberías haberlo grabado en una cinta.
– A algunas personas no les gusta que se las grabe mientras hablan -comentó Brendan-. ¿Cuándo crees que lo puedes tener terminado? Me gustaría acabar este capítulo esta misma noche.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
– ¿Por qué no te vas a dar un paseo?
– No tengo ganas de darme ningún paseo -dijo él, enfadado.
Brendan cada vez estaba más irritado porque no podía sacarse a Amy de la cabeza. Y eso no le dejaba concentrarse en su libro. Por si fuera poco, aquel día iba vestida de un modo especialmente provocativo, con una falda corta, un jersey ajustado y unas medias que le llegaban por la rodilla. Parecía una colegiala.
– Pues échate una siesta, tómate una cerveza, o ponte a hacer punto. Pero deja de molestarme.
– Te recuerdo que soy tu jefe.
– Sí, pero hasta un jefe tiene que descansar -dijo ella, apagando el ordenador-. Ya está bien por esta noche.
– Eso lo tendré que decidir yo.
– De eso nada -respondió ella-, he decidido hacer huelga.
– Pues, si haces huelga, te despediré.
– Con lo que me pagas, no puedes despedirme. Más bien, soy yo la que presento mi renuncia -dijo, yendo por una botella de vino que tenían refrescándose-. Así que, ¿por qué no nos tomamos una copa de vino? Después de eso, podrás rogarme que vuelva a trabajar para ti. Aunque quizá deberías subirme el sueldo.
– ¿Y por qué crees que voy a pedirte que vuelvas? -dijo él, todavía enfadado, a pesar del intento de calmarlo de ella.
– Porque soy la mejor ayudante que has tenido nunca.
– De hecho, eres la única ayudante que he tenido. Y me las arreglaba muy bien sin ti.
– Conque sí, ¿eh? -Amy fue hacia el portátil-. ¿Y qué te parecería si lo tirara al mar con todas las notas que te he pasado a limpio?
Brendan se acercó hasta donde estaba ella.
– Si yo fuera tú, no lo haría.
– Ah, ¿no? Pues discúlpate ahora mismo por no reconocer que te estoy ayudando.
– No te debo ninguna disculpa. Has sido tú la que has empezado.
– Muy bien. Veo que no aprecias mi trabajo, así que me voy -dijo ella, agarrando su chaqueta y dirigiéndose a la puerta que daba a la cubierta.
Brendan, al ver que estaba hablando en serio, echó a correr y la alcanzó ya en la cubierta. La agarró por la muñeca.
– Está bien, lo siento. Sí que te estoy agradecido.
Ella se volvió hacia él, arqueando una ceja.
– ¿Qué has dicho? No te he oído bien.
– Que te estoy agradecido -afirmó, tirando de ella y besándola.
De inmediato, Brendan se sintió mucho mejor y se dio cuenta de que había estado aplazando lo que era inevitable. Amy y él estaban destinados, desde el principio, a tener una aventura.
Brendan le agarró el rostro entre las manos y comenzó a besarla en la barbilla. Luego, bajó por el cuello y continuó hacia la oreja. Ella no intentó resistirse y, cuando él se apartó, vio que estaba sonriendo.
– Creo que deberíamos volver dentro – aseguró él.
– No, tengo calor -murmuró, metiendo la mano en el interior de la chaqueta de él-. Y tú también. Así que, ¿por qué no nos quedamos aquí?
Brendan metió las manos bajo el jersey de ella y acarició su piel desnuda. Mientras tanto, Amy comenzó a desabrocharle los botones de la camisa. Luego acercó la cabeza y comenzó a lamerle los pezones.
Brendan siempre había sido bastante imaginativo en sus encuentros amorosos, pero lo cierto era que nunca se le hubiera ocurrido hacer el amor al aire libre en una noche de invierno. Aunque tampoco debería sorprenderle, ya que desde el principio Amy le había parecido una chica poco convencional. En ese momento, ella bajó la cabeza hasta su ombligo y comenzó a lamérselo. Él le agarró la cabeza y soltó un gemido.
Amy comenzó a subir poco a poco hasta su cuello y él volvió a besarla en la boca. Luego, metió las manos de nuevo bajo el jersey y le acarició los senos por encima del sujetador. Al jugar con sus pezones estos se pusieron duros.
– Tienes frío -murmuró él.
– No -dijo ella, desabrochándole el botón de los vaqueros-, estoy muy caliente.
Brendan le desabrochó el sujetador y comenzó a acariciar sus senos desnudos. El hecho de no poder ver su cuerpo y tener que imaginárselo le pareció de repente increíblemente excitante.
Como estaban apoyados en la pared exterior del camarote principal, la luz de este iluminaba la mitad del rostro de ella, dejando la otra mitad en sombra.
– Eres preciosa -murmuró él.
Entonces, se inclinó hacia delante y metió las manos bajo la falda. Las curvas de Amy se amoldaban perfectamente a sus manos. Cuando las metió en sus braguitas, Amy soltó un gemido.
Al mismo tiempo, ella bajó las manos hasta su miembro erecto. En ese momento él agradeció el frío, ya que estaba tan excitado que, en caso contrario, difícilmente podría haberse controlado. Se moría de ganas de hacerla suya.
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