Amy trazó una línea de besos en dirección a su ombligo, haciéndolo estremecerse de placer. Luego, le desabrochó los pantalones y se los bajó, haciendo a continuación lo mismo con la ropa interior.

Brendan sabía lo que iba a suceder a continuación, pero cuando sintió la boca de ella sobre su miembro erecto, le sacudió una descarga eléctrica tan intensa, que no supo si iba a poder soportarlo.

Lentamente, ella fue excitándolo más y más. Cuando pensaba que no iba a poder controlarse, la obligó a ponerse en pie y la besó apasionadamente.

– Te deseo tanto… -murmuró él.

– Pues soy toda tuya.

Brendan le quitó el jersey y los vaqueros. Ella lo condujo a continuación hacia un sofá y, cuando comenzó a acariciarlo, Brendan se sorprendió de la intensidad de su deseo. Aunque habían hecho el amor a menudo durante los últimos días, no disminuía lo más mínimo, sino al revés. Se deseaban cada vez de un modo más desesperado.

Y no era tanto por el alivio físico que les proporcionaba, sino por la íntima conexión que existía entre ambos, por el modo en que casi podía tocar su alma cuando estaba dentro de ella. Él siempre había pensado que el amor era algo muy complicado, pero con Amy todo era sencillo.

Al quedarse mirándola fijamente y ver su sonrisa, estuvo a punto de confesarle lo mucho que la amaba. Pero su instinto le aconsejó que esperase. Combinada con la fuerza del deseo, aquellas palabras podrían asustarla y hacerla marchar antes de darse cuenta de lo que sentía por él.

Porque no tenía duda de que podía conseguir que ella también se enamorase de él. Hacerla olvidar su pasado y ayudarla a comenzar una nueva vida junto a él. Pero antes de nada, tenía que asegurarse de que ella llegara a necesitarlo tanto como él la necesitaba a ella.

Le quitó la ropa interior de encaje y se quedó contemplando su suave piel, iluminada por las luces del árbol de navidad. Luego agachó la cabeza sobre ella y comenzó a lamerle un pezón hasta ponerlo duro.

Después, fue bajando por todo su cuerpo, besándolo y lamiéndolo, hasta llegar a su sexo. Al sentir su lengua, Amy se arqueó de placer mientras le agarraba la cabeza y repetía su nombre.

Cuando él se dio cuenta de lo excitada que estaba, se puso sobre ella y la penetró. No usó ninguna protección, ya que quería sentirla sin barreras. Sabía que no debería hacerlo, pero no pudo contenerse. Ella era suya, en ese momento y para siempre.

Ambos estaban tan excitados, que no aguantaron mucho más. Amy llegó la primera al climax, gritando de placer, y él no tardó en seguirla.

Luego se quedaron tumbados uno junto al otro en silencio, besándose y acariciándose. Brendan no se había dado cuenta hasta entonces de lo feliz que era con ella a su lado. En ese momento, entendió al fin lo que sus hermanos habían encontrado.

Y él también quería construir su futuro junto a aquella mujer. Arrimó el rostro al cuello de Amy y soltó un suspiro. Sí, estaba decidido a que ella no se marchara de su lado.


– Deberías haber terminado con las compras navideñas -le regañó Amy, colocando mejor un adorno del árbol de navidad-. Ya solo quedan dos semanas y tienes que comprar los regalos para toda tu familia.

– No voy a comprarles nada -dijo Brendan mientras extendía el periódico sobre la mesa-. Acuérdate de que no me gustan estas fiestas.

– Eso era antes. Ya me encargaré yo de que te gusten. Además, Meggie y Olivia seguramente sí van a comprarte algo a ti.

– ¿Por qué lo sabes?

– Bueno, porque me parecieron suficientemente atentas como para hacerle un regalo a su cuñado por navidad. Así que si no quieres sentirte mal cuando te den tu regalo, tendrás que comprarles tú también algo.

– Pues ve tú a comprar algo -le dijo Brendan-. Tú sabrás mejor que yo lo que les puede gustar. Y además, eres mi ayudante, ¿no?

– Pero si apenas las conozco.

– Pero eres una mujer, así que conocerás sus gustos mejor que yo.

Amy se acercó a él y lo agarró de la mano.

– Vamos, ya hemos trabajado mucho por hoy. ¿Por qué no nos damos un paseo y vemos si podemos encontrar algo? Quizá algo de joyería o de ropa. Si no vemos nada hoy, lo compraré yo mañana.

Brendan la sentó sobre su regazo y le dio un beso en la nuca. En el pasado, ir a comprar con una mujer había sido para él algo temible. Pero con Amy le resultaba divertido.

– Iremos de compras luego. Y ahora veremos a ver si podemos encontrar algo mejor que hacer.

– Si nos quedamos en el barco, nos pondremos a trabajar. Y el libro está casi terminado.

Brendan echó un vistazo distraído al periódico. Ella tenía razón, el libro estaba casi terminado. Y cuando lo acabara, no habría nada que la retuviera allí.

– He estado pensando que quizá deberíamos hacer una segunda corrección. Amy lo miró agradecido.

– Sé por qué lo dices.

– ¿Por qué?

– Estás posponiendo el fin para darme tiempo a que encuentre trabajo. Pero no te preocupes por mí. Ya encontraré algo. He estado pensando en tu oferta de hablar con tu editor.

– ¿En Nueva York?

– Sí, ¿por qué no? -Amy tomó la chaqueta de Brendan, que estaba sobre la cama y se la dio-. Luego hablaremos sobre ello. Ahora vámonos. Podemos ir a hacer las compras y luego me puedes llevar a comer a algún sitio.

Brendan tomó su chaqueta y luego la ayudó a que se pusiera ella la suya. Cuando salieron a cubierta, notaron el sol y el aire húmedo del puerto. Hacía un día estupendo. La nieve se derretía a los lados de la acera y de los tejados de los edificios seguían cayendo de vez en cuando gotas de agua que formaban charcos en el suelo. Llegaron al centro y se acercaron a una de las pequeñas tiendas de regalos para turistas.

Amy se detuvo en el escaparate.

– Esto me gusta -dijo, señalando la joyería.

– ¿Los pendientes?

– Todo. Es de un artista local y la joyería está hecha de cristal de mar.

– ¿Qué es el cristal de mar?

– Son formaciones cristalinas de agua de mar que la marea deja sobre la arena. Algunos son muy antiguos. Y las olas y la arena los pulen hasta que parecen joyas. Conozco a Olivia y a Meggie y seguro que les encantan.

– ¿Por qué lo sabes? Amy soltó una carcajada.

– Porque a mí también me encantaría tener algo así.

– De acuerdo. Espérame aquí. Ella lo agarró de la mano.

– Pero tengo que entrar para ayudarte a elegir.

– No. Lo puedo hacer yo solo. Espérame. Brendan entró en la tienda y fue hacia el mostrador que había en la pared del fondo, decidido a terminar cuanto antes. La vendedora sonrió y se apresuró a atenderlo, claramente contenta de tener a un cliente en aquella época del año.

– Me gustaría comprar algo de cristal de mar.

La mujer colocó sobre el mostrador un estuche, al que quitó una cubierta de terciopelo negro.

– Lo hace un artesano local. Y todos los…

– Me llevaré dos pares de pendientes -la interrumpió Brendan.

– ¿Cuáles?

Brendan frunció el ceño.

– Cualquiera. Los que sean más bonitos. Elíjalos usted y envuélvamelos.

La dependienta obedeció mientras Brendan esperaba impaciente y contemplaba los collares. Le llamó la atención uno plateado con una piedra de cristal de mar de color azul. Cuando la dependienta volvió con los pendientes, Brendan le señaló el collar.

– ¿Puedo verlo? Ella sacó la pieza.

– Es muy bonito. Ya sabe que el cristal de mar de color azul es muy raro.

Brendan miró hacia la calle y vio que Amy estaba de espaldas a ellos.

– ¿Cree que le gustaría a ella? La mujer miró a la calle y luego a Brendan.

– Creo que un regalo bonito de un hombre guapo le haría feliz a cualquier mujer.

Brendan tomó el collar. La piedra era del mismo color que los ojos de Amy. Él nunca había comprado antes un regalo para una mujer. El hecho en sí le parecía muy serio y nunca había querido ser malinterpretado… que creyeran que estaba enamorado. No recordaba el número exacto de mujeres que habían pasado por su vida. Pero siempre había sido lo mismo, pasaban unas cuantas semanas juntos y luego se decían adiós. Y nunca se le había ocurrido comprarles un collar.

– Me lo llevo. Pero no hace falta que me lo envuelva.

La dependiente puso el collar en una pequeña caja y Brendan se la metió en el bolsillo. Luego le dio su tarjeta de crédito. Cuando terminó, se volvió hacia la puerta y le dio las gracias. Amy estaba esperando fuera. Al ver que salía, fue hacia él y lo agarró del brazo.

– Enséñame lo que has comprado.

– ¿Por qué?

– Para asegurarme que está bien.

– ¿Y si no lo está?

– Entonces volveremos y lo cambiaremos por otra cosa.

– De eso nada.

– Bueno, enséñamelo -insistió.

– He comprado dos pares de pendientes. Y también esto.

Brendan se metió la mano en el bolsillo y sacó la cajita. Se la dio a ella. Amy la destapó y sacó el delicado collar plateado.

– Es precioso -exclamó, dando un suspiro.

– Es para ti.

Amy parpadeó sorprendida.

– ¿Para mí?

– Es un regalo. A lo mejor tenía que haber esperado a Navidad para dártelo, pero como no se me da muy bien guardar secretos, prefiero dártelo ya.

– Pero… ¿por qué?

– Porque sí -Brendan agarró el collar y abrió torpemente el cierre-. Date la vuelta.

Brendan le puso el collar alrededor del cuello y se lo abrochó. Amy, entonces, se dio la vuelta despacio, con una sonrisa en los labios.

– Gracias.

– Es azul -comentó Brendan-. Como tus ojos. ¿Te gusta?

Ella levantó la mirada y entonces él vio que tenía los ojos húmedos. Por un momento, Brendan pensó que se había equivocado, pero de pronto ella se echó en sus brazos y le dio un beso.

– Nada podía gustarme más.

Se quedaron abrazados un rato frente a la tienda. Brendan cerró los ojos y deseó que sus palabras se refirieran a él y no al collar.

– A mí tampoco.


Capítulo 7


Brendan estaba sentado en el café Sandpiper, cerca del muelle de Gloucester, mirando por la ventana. Aquel día flotaba una niebla espesa sobre el pueblo. Conor lo había llamado por la mañana temprano y le había pedido que se encontraran para desayunar. Brendan sospechaba que Conor había descubierto algo desagradable sobre Amy.

Se imaginaba que era una mala noticia. Seguro que Amy estaba casada y le había mentido, o tenía algo pendiente con la ley. O quizá fuera una timadora, como Conor había sospechado en un principio. Aunque mientras esperaba a su hermano, descubrió que no le importaba. Que nada, por muy malo que fuera, cambiaría lo que sentía por ella.

Lo que por otra parte era completamente estúpido. Hacía solo diez días que se conocían y ya estaba tan convencido de su inocencia, que estaba dispuesto a arriesgarlo todo por ella. Si alguien le hubiera dicho que se enamoraría tan rápidamente de una mujer, se habría reído en su cara. Pero parecía que cuando los hermanos Quinn se enamoraban, las cosas iban muy deprisa.

La camarera se acercó a su mesa, le sirvió otro café y le dio el menú. Brendan se sirvió azúcar y leche y lo removió despacio, mirando hacia la puerta. Segundos después, apareció Conor con un elegante traje. Se vestía mejor últimamente, ya que le habían ascendido al departamento de homicidios. Aunque, en realidad, Brendan sospechaba que era más cosa de Olivia que de sus superiores. ¡Caramba, si parecía una persona respetable!

Conor lo vio enseguida. Se sentó en la mesa y llamó a la camarera.

– ¿Qué has descubierto? -preguntó Brendan, echándose hacia delante y tratando de leer los pensamientos de su hermano.

– ¿Qué? ¿No te alegras de verme? ¿No me preguntas cómo está Olivia?

– Hola, ¿cómo estás? Tienes buen aspecto. ¿Cómo está Olivia? ¿Así te gusta más? Y ahora dime, ¿qué has descubierto?

La camarera se acercó y Brendan hizo un gesto de impaciencia, esperando a que se fuera. Cuando lo hizo, Conor se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y le dio a Brendan un sobre. Este lo miró y de repente tuvo miedo de abrirlo. Quizá era mejor continuar sin saber la verdad.

– ¿Tienes miedo? Porque si lo tienes, lo abriré yo.

– No, no tengo miedo. Es solo que…

– Estás enamorado de ella y seguro que quieres saber quién es -afirmó Conor-. Está bien, yo te lo diré. ¿Estás preparado? Es una rica heredera.

Brendan no estaba seguro de haber oído bien a su hermano. Estaba esperando oír que era una fugitiva de la justicia, o una delincuente…

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho. Su nombre verdadero es Amelia Aldrich Sloane. Su padre es Avery Aldrich Sloane, de Aldrich Industries. Su abuela es Adele Aldrich, de los Aldrich de Boston, a los que debe su nombre la galería de arte Aldrich, el Museo de Bellas Artes y el pabellón Aldrich del Symphony Hall.