Aunque a Brendan no le gustaba lo que Amy estaba diciendo, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de tenerla a su lado. Ya la haría cambiar de opinión después. Estarían más tiempo juntos y eso era lo que en realidad necesitaban para que la relación que tenían funcionara.
– Pero existe un problema.
– ¿Cuál?
– Mi pasaporte. Está en casa de mis padres. Cuando me fui, no se me ocurrió llevármelo. Tendré que llamarlos para que me lo envíen y decirles dónde voy. Pero ellos pueden negarse a mandármelo.
– ¿Tú crees? Amy asintió.
– Ya sabes que han contratado detectives para buscarme. Pero hay una manera de conseguirlo: llamar al ama de llaves, Hannah, y decirle que me lo mande.
– Y si no lo hace, te harás otro. Llamaré a mi abogado y le preguntaré lo que se necesita -la abrazó cariñosamente y la levantó en volandas-. Va a ser estupendo.
Amy colocó las manos en los hombros de él y lo miró a los ojos.
– Todavía no hemos hablado de mi sueldo.
– Lo discutiremos más tarde. Ahora que has decidido venir, tenemos que imprimir el manuscrito y enviarlo al editor. Luego tendremos que sacarte el visado y comprar algo de ropa cómoda. Necesitarás también unas botas.
Brendan la bajó al suelo, agarró su rostro entre las manos y la besó apasionadamente. Se sentía como si la hubiera rescatado de las fauces de la muerte. Estarían cuatro meses enteros juntos. Tendría cuatro meses más para convencerla de que lo suyo podía salir bien.
De repente, todos sus problemas parecieron evaporarse y la vida volvió a ser sencilla. Lo único que contaba era la relación entre ellos dos. Y así era como tenía que ser.
Capítulo 8
Amy tomó el móvil de Brendan y lo miró un rato antes de marcar, pensando en lo que iba a decir exactamente. Lo más probable era que su padre no estuviera, ya que solía marcharse a trabajar antes de las siete. En cuanto a su madre, esperaba que estuviera ocupada con alguna de las reuniones benéficas de los lunes. Así que, con un poco de suerte, podría hablar tranquilamente con Hannah.
Después de tres timbrazos, oyó su voz.
– Aquí la residencia de los Sloane.
– ¿Hannah?
– ¿Señorita Amelia?
A Amy se le saltaron las lágrimas al oír la voz de aquella mujer, que tanto la había cuidado de pequeña.
– Sí, soy yo, Hannah.
– Oh, cielos, señorita Amelia. Espere un momento y avisaré a su madre,
– No -gritó Amy, pero ya era tarde. Hannah estaba llamando a gritos a su madre. Amy estuvo a punto de colgar, pero poco después oyó la voz de su madre.
– ¿Amelia? Amelia, querida, ¿dónde estás? No cuelgues, solo quiero hablar contigo. Cariño, te echamos mucho de menos y estábamos muy preocupados. ¿Estás bien?
Amy sabía que no debía estar mucho rato al teléfono. Lo más probable era que el teléfono estuviera intervenido.
– Sí, estoy bien, mamá. Solo llamo para deciros que no os preocupéis por mí.
– Pues sí hemos estado preocupados. Especialmente Craig. Él…
– Mamá, no voy a casarme con Craig. No lo quiero. Ya sé que vosotros sí, pero yo no. Así que será mejor que os hagáis a la idea cuanto antes.
– Cariño, tienes que volver a casa -le rogó su madre-. Ya verás cómo lo arreglamos todo. No podemos pasar las navidades sin ti. Y tu abuela también necesita que estés a su lado. Está enferma y no sabemos si seguirá viva para la próxima navidad.
– ¿Está enferma? ¿Qué le pasa? -preguntó alarmada.
– Sufrió un colapso. Los médicos creen que es del corazón. Está bastante enferma y necesita verte, cariño.
Amy sabía que debía colgar cuanto antes.
– Yo… no lo sé. Volveré a llamarte -dijo, cortando la comunicación con dedos temblorosos.
Después de aquello, no podía pensar en irse a Turquía. No creía que sus padres estuvieran utilizando a su abuela como trampa para que volviera, pero solo había una forma de saberlo. Fue a su camarote y comenzó a hacer la maleta. Cuando entró en el camarote de Brendan para recoger algunas cosas, él estaba dormido. Entre las sábanas, aparecía su cadera desnuda y parte del torso.
Después de recoger algunas de sus pertenencias, volvió a su camarote. No sabía cuánto tiempo iba a estar fuera, pero metió cosas suficientes para unos cuantos días. Luego fue por la cartera con los ahorros que guardaba en un cajón de la mesilla. Tenía unos cien dólares, lo que debería ser suficiente para ir en tren hasta Boston y pasar la noche en algún motel barato.
Cuando acabó de recoger todo lo necesario, salió al camarote principal. Pero allí se encontró con Brendan, que la estaba observando con evidente curiosidad.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó, frotándose los soñolientos ojos. Tenía puesto solo un pantalón de chándal.
– Tengo que irme -aseguró ella.
– ¿Dónde?
– A Boston. Tengo algo que hacer allí.
– ¿El qué? ¿Vas a recoger tu pasaporte?
– No -Amy comenzó a buscar su bolso-. Es que mi abuela se ha puesto enferma y quiero verla.
Brendan frunció el ceño mientras consultaba la hora en el reloj de pared.
– Te acompañaré. Si me esperas unos minutos, te llevaré en mi coche.
– No -respondió ella, sacudiendo la cabeza-, prefiero ir yo sola.
– ¿Y cuándo volverás?
– No lo sé -dijo, agarrando el abrigo y el bolso.
– Pero vas a volver, ¿no?
Amy subió los escalones para salir a cubierta. Justo antes de atravesar la puerta, se volvió hacia él.
– No lo sé. No sabré nada hasta que la vea.
Brendan soltó una maldición antes de acercarse a ella y agarrar su rostro entre las palmas de las manos, obligándola a mirarlo a los ojos.
– No voy a dejarte marchar -se inclinó sobre ella y la besó-. No puedes irte así. ¿Qué sucederá si no vuelves?
– Tengo que irme.
– Pero, ¿por qué? ¿Quieres regresar a tu antigua vida? ¿No prefieres quedarte conmigo?
– Si a mi abuela le pasara algo y no pudiera hablar con ella más, nunca me lo perdonaría. La admiro mucho y quiero que sepa cómo me va. Necesito demostrarle que estoy bien.
Brendan se la quedó mirando largo rato y luego su expresión se suavizó.
– Deja que te lleve al menos a la estación. Te prometo que estaré listo en unos minutos.
Brendan fue a su camarote y Amy se quedó esperándolo en la puerta. Echó un vistazo a su alrededor para memorizar cada detalle. Tuvo la extraña sensación de que no volvería a ver aquel barco.
Brendan volvió enseguida y agarró su maleta. Salieron juntos a la cubierta y Brendan bajó el primero al muelle, ayudándola luego a bajar a ella. Mientras él la sujetaba todavía por la cintura, ella apoyó las palmas de las manos sobre su pecho. No se había ido todavía, y ya estaba empezando a echarlo de menos. Se le iba a hacer eterno el tiempo que estuviera fuera.
Brendan la tomó de la mano y echaron a andar por el muelle.
– ¿Estás segura de que no quieres que te lleve a Boston?
– Tienes que acabar el manuscrito – dijo-. Y todavía te quedan por hacer bastantes cosas antes de irte.
Él se detuvo y la miró a los ojos.
– Antes de que nos vayamos.
Ella asintió.
– Bueno, sí. Antes de que nos vayamos.
Cuando llegaron al coche, Brendan metió el equipaje en el asiento de atrás y luego fue a abrirle la puerta a Amy. Ella entró y cruzó las manos sobre el regazo, tratando de tranquilizarse. Le daba miedo volver, pero necesitaba ver a su abuela.
Pocos minutos después, llegaron a la estación. Justo en ese momento un tren se detenía. Corrieron a sacar un billete para el tren de Boston, que partía en cinco minutos. Luego fueron al andén y, una vez allí, Brendan dejó su maleta en el suelo.
– ¿Estás segura de que quieres ir sola?
Amy asintió.
– Con un poco de suerte, podré ver a mi abuela sin que mis padres se enteren. Tiene una casa en Beacon Hill. Solo espero que esté allí y no en el hospital.
El pitido del tren sobresaltó a Amy, quien se dispuso a recoger su maleta. Pero Brendan le agarró la mano antes de que lo hiciera y se la besó.
– Amy, tengo que decirte algo.
– ¿El qué?
– Que te amo -le aseguró, tomándola en sus brazos y besándola apasionadamente.
Luego, agarró la maleta y echó a andar hacia el tren.
Después de subir, Amy se quedó mirándolo, como si quisiera memorizar sus rasgos. Él estaba igual de guapo que cuando lo había conocido. Con una barba incipiente sombreando sus mejillas.
Entonces el tren empezó a moverse.
– Te quiero -gritó ella entonces-, te quiero Brendan Quinn.
Poco a poco, el tren se fue alejando y, cuando ya no pudo verlo, se sintió muy sola. Más que nunca en toda su vida. Se tocó el pecho y trató de contener las lágrimas. Brendan Quinn le había dicho que la amaba.
Brendan estaba frente al pub Quinn's, contemplando la fachada mientras caía una suave nevada. El letrero, con dos jarras de cerveza, se reflejaba sobre las cristaleras y, cada vez que se abría la puerta, se oía el sonido de una banda de música celta. Era jueves por la noche y probablemente estaba lleno. Dos de sus hermanos estaban trabajando dentro y seguramente habría más miembros de su familia, disfrutando de una pinta de Guinness.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó su móvil para comprobar que tenía batería. Últimamente, el teléfono se había convertido en una especie de salvavidas.
Había esperado una llamada de Amy la primera noche para que le contara cómo iba todo. Y como tampoco lo había llamado al día siguiente, estaba empezando a preocuparse. Se preguntaba si no debería telefonear él.
Aquella noche, había decidido salir a despejarse y se había acercado al pub de su padre. Por si acaso ella volvía, le había dejado una nota en el barco, avisándola que le telefoneara cuanto antes.
De camino al pub, había pensado en la posibilidad de acercarse a Boston. No le sería difícil dar con la mansión de los Aldrich. Pero tenía miedo de que ella hubiera decidido no regresar. El hecho de que no lo hubiera llamado podía significar que había decidido cortar toda relación con él.
La mañana en que se había marchado, ambos se habían confesado su amor, pero si ella lo amaba de verdad, ¿por qué no le había telefoneado? Solo faltaban cuatro días para el vuelo a Turquía.
– Dale otro día -se dijo Brendan-. Y si no vuelve, mañana irás a buscarla.
Brendan cruzó la calle y entró al pub. Normalmente, el ambiente le resultaba agradable, pero aquella noche le parecía un lugar demasiado ruidoso. Fue a sentarse a un taburete frente a la barra.
Pocos segundos después, se acercó Conor.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Qué pasa? ¿No puedo acercarme a tomar una cerveza o qué? -bromeó Brendan.
– ¿Dónde está Amy? -le preguntó Conor-. ¿La has dejado sola?
Brendan sacudió la cabeza y Conor intuyó que algo no marchaba bien.
– ¿Qué sucede?
– Nada -respondió Brendan, mirando a su alrededor mientras pensaba en cómo cambiar de tema.
De pronto, se fijó en una chica morena que estaba en la zona de camareros. Le pareció que la conocía de algo.
– ¿Es una camarera nueva? -le preguntó a Conor.
Su hermano se la quedó mirando mientras Liam le llenaba la bandeja de bebidas.
– Se llama Keely Smith -dijo finalmente Conor-. Liam la contrató.
– Me suena haberla visto antes -dijo Brendan-. ¿Es del barrio?
– No creo. Pero solía venir al pub y, cuando vio el cartel de que se necesitaba una camarera, solicitó el puesto -Conor le dio un golpe cariñoso en el hombro-. Pero no me digas que has venido a ver a las camareras…
– No. Ponme una pinta de Guinness. Conor fue a servirle un vaso.
– ¿Sabes? Los camareros tenemos un don especial para solucionar los problemas de los clientes -le dijo a Brendan cuando volvió con su Guinness-. Y estoy seguro de que a ti te pasa algo.
Brendan bebió un buen trago de cerveza y luego se relamió el labio superior.
– Se ha ido -confesó.
– ¿Amy? Brendan asintió.
– Se fue anteayer para ir a ver a su abuela, que se había puesto enferma. Pero no me ha llamado y estoy empezando a pensar que no va a volver. Se suponía que nos íbamos a marchar juntos a Turquía dentro de cuatro días.
– ¿Vas a ir a Turquía a pasar las navidades?
– Voy a hacer un trabajo allí. Conor sacudió la cabeza.
– Pensaba que pasarías el día de Navidad con nosotros. Olivia y Meggie están planeando celebrarlo por todo lo alto. Querían que estuviéramos todos.
Brendan se encogió de hombros y luego sacó los regalos que había ido a comprar con Amy.
– Toma. Ponlos debajo del árbol.
– ¿Le has comprado un regalo a Olivia?
– Y también a Meggie -dijo Brendan-. Son unos pendientes hechos de cristal de mar. Amy me ayudó a elegirlos.
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