Pero lo cierto era que, mientras se hacía un café para ponerse a trabajar, no podía olvidarse de ella. A cada momento, volvía a ver su sonrisa inteligente y aquel brillo travieso en sus ojos. Recordaba el aire misterioso que parecía envolverla y el modo en que se sintió al tocarla, como si hubiera entre ellos una conexión extraña y magnética.

Movió la cabeza y trató de concentrarse en su trabajo. La muchacha se había ido y aquello era sin duda lo mejor. Aunque Conor y Dylan habían encontrado un amor sincero y duradero, Brendan era lo suficientemente pragmático como para saber que a él no le sucedería lo mismo. Su trabajo exigía libertad de movimientos y tenía que proteger esa libertad a toda costa.

Aunque eso significara alejarse de la mujer más intrigante que había conocido en su vida.

– ¡No puedes despedirme! No ha sido culpa mía.

Amelia Aldrich Sloane estaba en la puerta del Longliner, mirando hacia el segundo piso. El propietario del bar estaba en la ventana de su pequeña habitación y le tiró una bolsa con sus cosas, que cayó a sus pies con un ruido sordo.

– Te lo advertí la última vez -aseguró el hombre-. Una pelea más y a la calle. ¿Sabes el daño que eso nos causa?

– No es culpa mía.

– ¿Cómo que no?

– ¿Qué he hecho yo?

– Ser demasiado guapa -contestó él, disponiéndose a tirar su maleta por la ventana-. Eres como un bombón para esa panda de brutos. Los hombres no pueden contenerse cuando te ven y así empiezan las peleas. Y las peleas me cuestan mucho dinero, cariño. Mucho más de lo que vales como camarera.

– Pero necesito el trabajo -gritó Amy, corriendo por su maleta, que se abrió al golpear el suelo.

– He oído que hace falta gente en La Casa del Cangrejo.

Dicho lo cual, el hombre cerró la ventana y dejó a Amy en la silenciosa calle.

– Bueno, quería correr aventuras, ¿no? – dijo enfadada.

Eran más de las dos de la mañana y acababa de quedarse sin alojamiento y sin trabajo al mismo tiempo. Tenía que haberse imaginado algo al volver y notar que las demás camareras no querían hablar con ella. La policía había interrogado al propietario, y este, después de enterarse de toda la historia, había decidido prescindir de Amy.

Al principio, ella creyó que estaba de broma. Hasta que el hombre subió a su habitación y empezó a tirar sus cosas por la ventana. Ella había salido fuera corriendo para recoger sus cosas antes de que saliera algún cliente, ya camino de casa, y decidiera quedarse con algún recuerdo.

– ¿Y ahora qué hago?

El trabajo del Longliner había sido perfecto. Como trabajaba solo por las propinas, el dueño no le había pedido su carné de identidad, ni su número de la seguridad social.

Ella no había hechos muchos planes al irse de Boston. Lo único que buscaba era alejarse lo más posible de su pasado, de su autoritario padre y de su madre, preocupada únicamente por su vida social. Y sobre todo, había querido alejarse lo más posible de su prometido, el hombre que amaba más el dinero de los Aldrich que a ella por sí misma.

Su vida había sido programada desde su nacimiento, como hija única de Avery Aldrich Sloane y su bella mujer, Dinah. Y ella había cumplido ese programa durante la mayor parte de su vida. Pero, de repente, un día, justo una semana antes de su boda con Craig Atkinson Talbot, se había dado cuenta de que, si se quedaba, nunca llevaría una vida elegida por ella.

Llevaba fuera de casa casi seis meses, feliz de haber esquivado a los detectives que su padre había contratado. Había vivido en Salem, en Worcester y en Cambridge, eligiendo trabajos de camarera y pidiendo a viejos amigos que la dejaran dormir en sus sofás. Se imaginaba que podía continuar así otros seis meses y dar por terminada su vida de fugitiva. Entonces, la cuenta que su abuela había abierto para ella sería toda suya. El día que cumpliera veintiséis años, se convertiría en una mujer rica, lo que le daría la libertad suficiente para ir en pos de aventuras y disfrutar de las experiencias que nunca había tenido anteriormente.

Mientras ordenaba debidamente sus pertenencias sobre un banco frente al paseo marítimo comenzó a pensar en el verdadero valor del dinero. Ella siempre había rechazado la obsesión de sus padres por los asuntos económicos. Pero desde que tenía que vivir de lo que ganaba, se daba cuenta de lo necesario que era el dinero, aunque solo fuera una pequeña cantidad.

Ella se había criado en el lujo, pese a que siempre se había rebelado contra las decisiones de sus padres. Habría preferido estudiar en colegios públicos, pero fue obligada a asistir a una escuela privada. Sin embargo, cuando tuvo que matricularse en la universidad, después de muchas discusiones, consiguió que la dejaran entrar en la de Columbia, de Nueva York.

Fue allí donde conoció a su novio. Un hombre maravilloso de una familia rica de Boston, que había estudiado Derecho y pensaba abrir un bufete para gente sencilla. Cuando le presentó a su familia, sus padres se sintieron satisfechos por el nivel social y los contactos del muchacho, pero sus aspiraciones profesionales no les agradaron tanto. Era el hombre perfecto para que ella diera el siguiente paso contra sus padres.

Pero eso cambió enseguida cuando Craig cayó bajo el influjo del dinero de su padre. En pocos meses, su novio se puso a trabajar para el negocio de la familia. Unos meses antes de la boda, fue ascendido a un buen puesto con un sueldo estupendo. Fue en ese momento cuando Amy se dio cuenta de que Craig había dejado a un lado su sueño de trabajar para los necesitados. De manera que el hombre del que se había enamorado no era el mismo con el que se iba a casar.

Por eso se escapó. Una semana antes de la ceremonia, una noche, recogió sus cosas y se fue a la estación a tomar el último tren. Había sacado del banco todo su dinero, lo suficiente para vivir unos tres meses. Dinero que ya se le había acabado.

Amy se metió la mano en el bolsillo y sacó el puñado de billetes que le quedaban. Empezó a contar el dinero bajo la luz de la farola, preguntándose si tendría suficiente para alquilar una habitación donde pasar la noche. Entonces, oyó pasos y levantó la vista; escondió rápidamente el dinero en el bolsillo de la chaqueta. Enseguida, reconoció al hombre que se aproximaba, que no era otro que el que había empezado la pelea en el bar.

Era como si su héroe, de pelo negro y rasgos viriles, apareciera para rescatarla de nuevo. Amy tragó saliva y sintió un estremecimiento de deseo, que se negó a admitir. Era por el frío. Llevaba quince minutos en la calle y se había quedado fría, por eso se estremecía.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó al hombre, que se paró delante del banco.

– Quería dar un paseo para ordenar un poco las ideas. ¿Y tú? No deberías estar aquí sola. ¿Estás esperando a alguien para que te lleve a casa?

– Pues si te digo la verdad, aquella era mi casa -afirmó, señalando al Longliner-. Vivía encima del bar hasta hace quince minutos. Hasta que tú hiciste que me echaran del trabajo y de la habitación.

– ¿Yo?

– Lo que has oído. Por tu culpa, he perdido mi trabajo y mi habitación, sin mencionar dos comidas al día. Ya te dije que yo podría hacerme cargo de aquel hombre.

– ¡Pero te estaba manoseando! Amy se echó a reír.

– No vas mucho por el Longliner, ¿verdad? Eso es lo normal. Además, te tocan un poco aquí y otro poco allá, y eso hace que luego te den más propina. Además, conozco cuáles son mis límites.

– El dueño no tenía que haberte echado

– dijo Brendan, moviendo la cabeza-. Esa pelea no fue culpa tuya. Deja que hable con él. Yo…

– Era la tercera pelea que se organizaba por mi culpa. Me imagino que el hombre estaba un poco harto de tener que pagar los vasos y las mesas rotas.

Brendan se sentó a su lado.

– ¿No tienes familia o amigos a quien llamar?

Amy negó con la cabeza, conmovida por su expresión preocupada.

– No. Mi familia vive en la costa oeste – mintió-. Además, no tenemos mucha relación. Y como no llevo mucho tiempo aquí, no tengo amigos todavía.

– ¿Entonces dónde vas a ir?

– No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.

– Me imagino que no tendrás dinero para pagar una habitación en un motel, ¿no?

La muchacha notó preocupación y remordimiento en la voz de él. El pobre creía de verdad que la habían echado por su culpa, cuando ella sabía que no era así en realidad. Se metió las manos en el bolsillo y sacó el dinero que había conseguido con las propinas, apenas treinta dólares.

– Es culpa tuya, lo sabes. Yo me estaba haciendo cargo de la situación. Si no te hubieras metido, no habría pasado nada. Pero me sacaste de ahí y todo se lió.

– Pero si no te hubiera sacado, te habrían hecho daño.

– Eso no podemos saberlo.

Se quedaron en el banco un rato largo, mirando hacia el puerto. Con cada respiración, se formaba una nube blanca delante de sus caras. Hasta que Brendan se levantó y agarró en una mano la bolsa y en otra la maleta.

– Ven, vamos.

Amy se levantó y le quitó la maleta.

– ¿Dónde vamos?

– Puedes dormir en mi barco. Hay otra habitación para la tripulación. Es limpia y caliente. Puedes pasar allí la noche y ya buscaras mañana trabajo y otra habitación.

Amy soltó un suspiro, completamente sorprendida por su ofrecimiento.

Ella había creído que lo que haría él sería darle unos cuantos dólares para pagarse una habitación.

– ¿Pasar la noche contigo? ¡Si ni siquiera sé cómo te llamas! ¿Cómo sé, además, que no eres un psicópata?

– Yo también estoy suponiendo que tú no lo eres.

– ¿Cómo te llamas?

– Brendan Quinn. ¿Y tú?

– Amy Aldrich -lo miró un rato en silencio-. Brendan Quinn. Me imagino que no parece el nombre de un asesino.

– Ya te lo he dicho. Soy escritor. La muchacha se acercó, lo agarró de la barbilla y movió su cara para que le diera la luz de la farola.

– Tienes cara de buena persona. Soy muy intuitiva y sé que estaré a salvo contigo.

– Te prometo que será así. Y me alegro de conocerte, Amy Aldrich.

Comenzaron a caminar hacia el muelle. Amy miraba a Brendan de vez en cuando. Era muy guapo. Se había fijado en él nada más verlo entrar en el bar. Llevaba el pelo más largo de lo normal y tenía barba de un día. Pero a ella le habían llamado la atención sus ojos. Eran una mezcla extraña de verde y dorado, verdaderamente raros.

Cuando llegaron al barco, Brendan tiró el equipaje a la cubierta y luego ayudó a Amy a subir. Ella, una vez a bordo, agarró la maleta y fue hacia el camarote. Al entrar, dio un suspiro de alivio. Aunque sería un lugar extraño para dormir, sabía que allí estaría a salvo. Y no solo eso, pensó que sería un lugar ideal para vivir unos meses.

– ¿Te apetece algo de comer? -le preguntó Brendan.

Amy asintió y miró a su alrededor, tratando de averiguar algo sobre la vida de aquel hombre. Desde luego, vivía cómodamente. Aunque el interior del camarote no era lujoso, sí era muy cómodo. Y muy ordenado. Las estanterías llenas de libros y el portátil demostraban que era escritor.

– ¿Dónde dormiré yo? -preguntó.

– En la primera puerta de la derecha según sales al pasillo. Hay una litera vacía.

– ¿Dónde está la proa?

– ¿Sabes algo sobre barcos? -preguntó Brendan.

Amy se encogió de hombros mientras iba hacia donde él había señalado.

– Mi padre tenía una pequeña embarcación.

En realidad, su padre tenía una embarcación enorme. Un yate en el que su madre se pasaba los veranos viajando por el Mediterráneo mientras su padre se quedaba en Boston. Tiró sus cosas sobre una de las camas inferiores y luego buscó ropa limpia en una de las bolsas. La que llevaba olía a tabaco y alcohol.

Salió del cuarto de baño después de haberse cambiado de ropa y refrescado la cara. Entonces se encontró con que Brendan la estaba esperando sentado a la mesa. Ella se sentó a su lado y se tomó un vaso de leche que Brendan le había servido.

– Te agradezco mucho todo esto -dijo, bebiendo un sorbo de leche y pasándose la lengua por los labios para limpiárselos.

– Es un placer -contestó él, mirándola fijamente a los labios.

Para distraerlo, Amy dio un mordisco al sandwich de jamón que también Brendan le había preparado.

Estaba tan acostumbrada a comer comida barata, que un simple sandwich de jamón le sabía a gloria.

– ¿Por qué te metiste en medio? Había un montón de hombres y tú fuiste el único que acudió en mi ayuda. ¿Por qué?

– No lo sé. Pensé que necesitabas que alguien te ayudara.

– Y ahora, ¿por qué me estás ayudando otra vez?

– Quizá porque, cuando era pequeño, mi padre nos contaba a mis hermanos y a mí historias sobre nuestros antepasados. Eran héroes. Caballeros valientes y fuertes.

Amy sonrió y se acercó para darle un beso breve en la mejilla.