– ¿A quién tienes que despedir?

Brendan y Conor se dieron la vuelta y vieron que Dylan estaba en medio de la sala con una caja.

– Cuando decidimos vivir aquí, no me di cuenta que Meggie tuviera tantas cosas. Deberíamos haber dejado los dos apartamentos y haber buscado uno más grande.

– ¿Por qué no lo hicisteis?

– Porque sus padres no saben que estamos viviendo juntos -respondió Dylan-. Me siento como un adolescente, haciendo cosas a escondidas. Pero Meggie quiere una gran boda y su madre igual. Hemos estado hablando de casarnos por lo civil en navidades y luego celebrar la ceremonia eclesiástica este verano -se agachó, abrió la caja y comenzó a sacar platos envueltos en periódicos-. Pero, ¿a quién hay que despedir?

Brendan no quería que se enterara toda la familia. Todo el mundo acabaría hablando de ello en el pub Quinn.

– A nadie. Es una chica que he conocido.

– Nada serio, ¿eh?

– No, nada serio -aseguró Brendan.

– Bien. Porque Meggie quiere presentarte a su socia, Lana. Es rubia y muy guapa, y tiene un cuerpo de impresión.

Brendan levantó una mano para acallar a su hermano.

– Por ahora no quiero novia. Primero tengo que terminar el libro y luego me iré a Turquía cuatro meses a escribir un libro sobre una excavación. A lo mejor cuando vuelva.

– La conocerás en la boda. Será la dama de honor de Meggie -Dylan arrugó varias hojas de periódico y las tiró a un rincón-. Será mejor que vuelva abajo y espere a Liam y los gemelos. Deberían haber llegado ya con los más pesado -miró a Brendan-. Te quedarás a tomar una pizza, ¿no?

– No, tengo mucho trabajo.

Conor hizo una mueca y Brendan adivinó lo que estaba pensando. Según su hermano, lo primero que tenía que hacer era echar a Amy Aldrich del barco y lo segundo, convencerse a sí mismo de que había hecho lo mejor.

Y después de esas dos cosas, tendría que conseguir olvidarse de la mujer más bella, enigmática y cautivadora que había conocido nunca.

Capítulo 3

– ¡Amy!

La muchacha se sobresaltó al oír su nombre. En Gloucester, no la conocía casi nadie y prefería que siguiera siendo así. Cuando vio que era Serena, una chica que había sido también camarera en el Longliner, la que la saludaba desde el otro lado de la calle, respiró aliviada.

– Hola.

– Hola -contestó Amy-. ¿Qué tal?

– Ernie me ha estado preguntando por ti -dijo preocupada la amiga.

Ernie era el encargado del Longliner durante el turno de mañana y le gustaba cuidar de Amy. Había sido el que le había conseguido la habitación encima del bar y las comidas gratis.

– ¿Ernie? ¿Qué quiere? Si quiere que vuelva, dile que estoy bien. Tengo trabajo y un lugar donde quedarme.

– ¿Me estás diciendo que quieres dejar la hostelería? Y yo que creía que te gustaba que te manosearan los pescadores.

– Las propinas eran buenas, pero no demasiado.

– Bueno, pero Ernie no quiere hablar contigo de trabajo. Quiere verte porque esta mañana han ido al bar unos hombres con trajes oscuros preguntando por ti. Yo me pasé para cobrar y los vi. Parecían policías o quizá detectives. Preguntaron si sabía dónde estabas.

– ¿Y tú qué les dijiste?

– Que no lo sabía. Y eso fue lo que les contestó también Ernie. Les explicó que te echaron de allí ayer y que te habrías ido a otra parte. Ernie odia a la policía. Especialmente a los secretas. ¿Por qué te buscan? ¿Estás metida en algún lío?

– No, lo normal. Algún cheque sin fondos y varios meses de alquiler sin pagar. Estaba casada con un verdadero canalla. Cuando me fui, me llevé todo el dinero del banco y vendí el coche.

Serena soltó una carcajada.

– Yo hice lo mismo cuando dejé a mi ex marido. Escucha, no voy a decirle a nadie dónde estás, y cuando avise a las chicas, tampoco le dirán nada a nadie. Si quieres, diremos que te has ido a Michigan.

– Eso estaría bien. Y ahora tengo que volver al trabajo. No quiero que me echen el primer día.

– Pásate por el bar alguna vez. Te invitaremos a una cerveza.

– Lo haré. Y gracias. Y no digas nada a nadie.

Serena asintió y luego volvió a cruzar la calle. Amy la observó durante un rato con sentimiento de culpa. Odiaba mentir, pero tenía que pensar en las consecuencias de decir la verdad.

Se encaminó hacia el muelle, con las bolsas de comida en la mano, pero mientras caminaba, se fijó en dos hombres que había al otro lado de la calle. Iban con traje oscuro y parecían totalmente fuera de lugar en el muelle de Gloucester… como si fueran policías.

Amy se dijo que empezaba a ponerse paranoica, pero Serena le había hablado de unos hombres y… como si hubieran leído su mente, los dos hombres miraron hacia ella. Amy se detuvo un momento, sin saber si seguir caminando despreocupadamente, o echar a correr a toda velocidad. Eligió lo segundo.

Solo podía correr hacia un lugar. Hacia el muelle, tratando de esquivarlos entre el caos de barcos que allí había. Pero mientras corría, pensaba que la atraparían enseguida si no encontraba un barco donde meterse. Se detuvo un momento y oyó que se acercaban.

Miró en ambas direcciones y corrió hacia una vieja embarcación que había en la parte oeste del muelle. Pero no había modo de subir a ella. Maldijo entre dientes y pensó rápidamente. Solo le quedaba una salida. Miró al agua y pensó que probablemente estaría tan fría que podría desmayarse, pero era su única posibilidad de escape.

Tomó aire y luego saltó al agua, con bolsas y todo. La impresión la dejó sin respiración. Salió a la superficie y tomó aire de nuevo. Las bolsas flotaban, así que decidió no perderlas. Se agarró a una escalera de cuerda que bajaba del muelle y se subió a ella.

Esperó y oyó que los hombres pasaban a su lado, retrocedían, y volvían de nuevo. Le castañeteaban los dientes y sentía un frío terrible. Por un momento, pensó que no lo aguantaría. Contó treinta segundos, sesenta, noventa… tratando de oír a los hombres.

Así, esperó durante tres largos minutos. Luego, con las bolsas todavía en la mano, trató de subir por la escalera. Cuando finalmente llegó arriba, solo quería tumbarse en el suelo y descansar. Pero sabía que los hombres podían seguir allí.

Fue tambaleándose por el muelle hacia El Poderoso Quinn. Cuando llegó, no tenía energía para subirse a bordo. Soltó un gemido y se sentó en un cajón de embalaje.

– No puedo continuar -se dijo, temblando de frío.

Los hombres la encontrarían, la llevarían con su familia y les tendría que explicar por qué se había escapado. Luego discutirían tanto y le harían tantas recriminaciones, que se vería obligada a comportarse como una buena hija otra vez. Su nueva vida había llegado a su fin.

– ¿Amy?

Dio un respingo, dispuesta a echar a correr de nuevo, pero las bolsas no la dejaron levantarse. Notó unas manos en los hombros y alguien que la levantaba. Estaba demasiado débil y tenía demasiado frío para pelear. Miró, dispuesta a rendirse, y cuando enfocó los ojos, vio unos ojos conocidos.

– ¿Brendan?

– Amy, ¿qué demonios te ha pasado?

– Me… caí… en el agua. Brendan la agarró en brazos, la subió al barco y luego subió él.

– Vamos, hay que quitarte esa ropa en seguida.

Amy bajó como pudo las escaleras hacia el camarote principal. Brendan la llevó hacia su camarote y, antes de que pudiera protestar, empezó a desnudarla.

– Estás empapada y medio helada.

– Me… caí -repitió-. Me caí.

Cuando él empezó a desabrocharle la camisa, ella le retiró las manos. Pero tenía los dedos demasiado rígidos para hacerlo sola.

– Cierra los ojos -le pidió cuando Brendan se dispuso a continuar.

– ¿Qué?

– No puedes desnudarme.

– ¿Cómo que no puedo? Además, no tienes nada que no haya visto antes -para demostrarlo, la miró de arriba abajo, deteniéndose brevemente en el sujetador de encaje y seda.

– No estés tan seguro -replicó, haciendo una mueca.

– Bueno, entonces tendré que mirar.

Brendan la miró con una sonrisa traviesa antes de continuar quitándole el resto de la ropa. Se arrodilló y le quitó los zapatos y los calcetines. Luego le desabrochó los pantalones y se los quitó. Ella seguía en pie, delante de él, casi desnuda, y sin dejar de temblar.

– No tienes por qué mirar -murmuró Amy.

– Es difícil no hacerlo -dijo él, riendo y alzando la vista hacia ella-. Estás tan…

Amy esperó a ver qué decía… y él se quedó mirándola un rato. Luego se puso en pie y le pasó un dedo por los labios. Por un momento, Amy pensó que iba a besarla.

– Azul.

– ¿Azul?

– Sí, estás azul -aseguró. Luego agarró una toalla y la envolvió en ella, comenzando a frotarle la espalda y los brazos-. Supongo que vas a echarme también la culpa de esto.

Amy apoyó el rostro en su hombro.

– Bueno, si no vivieras en un barco, no habría estado cerca del agua. Así que imagino que también es culpa tuya. Sí, de hecho, creo que toda la culpa es tuya.

Brendan se apartó y la miró a los ojos.

– Toma -dijo, dándole otra toalla-. Sécate el pelo y métete en la cama. Te haré un poco de sopa.

Cuando Brendan cerró la puerta, Amy hizo lo que le había dicho. Se quitó la toalla, la ropa interior y buscó en un cajón hasta encontrar una camiseta de Brendan. Se la puso y se metió en la cama.

Cerró los ojos y trató de calentarse, pero no podía dejar de temblar por mucho que se envolviera con la manta. ¿Pero sería solo por el frío o sería también que sentía miedo? Era la vez que más cerca había estado de que la atraparan y, tenía que admitirlo, había estado dispuesta a rendirse… hasta que había llegado Brendan y la había salvado.

Era curioso como aparecía él siempre que ella lo necesitaba. Tal vez debería darle un beso en señal de gratitud.

Amy se estremeció al pensarlo. Las manos de Brendan eran increíblemente expresivas y, si ella no hubiera estado congelada, seguro que le habrían resultado muy eróticas. Por un momento, se imaginó que la desnudaba por razones totalmente diferentes. Esa idea fue suficiente para calentarle la sangre. «Ese sería el mejor modo de calentarme", pensó. Sí, pensar en un acto de seducción. Brendan desnudándola despacio, acariciando su cuerpo, tocando su piel caliente con los labios y la lengua, poniéndose sobre ella y…

Tragó saliva. De alguna manera, sabía que hacer el amor con Brendan sería algo maravillosamente intenso. Aunque fuera una vez solo, le gustaría experimentar ese deseo primitivo. Porque nunca había tenido la suerte de sentirlo hasta entonces. Sus primeros escarceos los había tenido con amigos de la universidad que no tenían mucha experiencia. Y después solo se había acostado con su novio, un hombre nada aventurero.

Y Amelia Aldrich Sloane había nacido para la aventura. Por eso había escapado de su vida lujosa y acomodada. Por eso se había teñido el pelo de rubio y se había hecho tres agujeros en cada oreja. Su única equivocación hasta entonces había sido aceptar ese trabajo en el bar de pescadores.

Pero tener una aventura apasionada y excitante con Brendan Quinn… esa sería la mejor de las aventuras.


Brendan fue por las bolsas que había dejado en el muelle, les quitó el agua y las llevó al camarote principal. Luego se puso a hacer la sopa, pero no podía dejar de pensar en lo que acababa de suceder.

Había ido dispuesto a despedirla, tal como le había aconsejado Conor, pero en cuanto la vio sentada en el muelle, toda empapada, su único pensamiento fue meterla en el barco y cuidarla.

No se creía que se hubiera caído al agua por accidente. O había saltado ella, o alguien la había empujado. Pero también sabía que no podía preguntárselo a ella.

Agarró una lata de sopa de una de las bolsas y la abrió. La puso en un cazo, le añadió agua y la disolvió lentamente. La dejaría quedarse allí hasta que Conor le informara sobre ella. Solo entonces tomaría una decisión, se dijo. Y hasta entonces, tendría que ignorar la atracción que sentía por ella.

La sopa se calentó enseguida y la sirvió en un tazón. Puso en un platito pan y se lo llevó todo en una bandeja. Cuando abrió la puerta, esperaba que ella se sentara, pero estaba acurrucada bajo la manta y tenía la cabeza tapada.

Brendan se sentó en el borde de la cama.

– ¿Amy? -la llamó, destapándola un poco.

– No consigo entrar en calor.

Brendan soltó una maldición. Sabía lo suficiente de hipotermias como para saber que eran muy peligrosas.

– Debería llevarte al hospital. Puede ser grave. ¿Cuánto tiempo estuviste en el agua?

– No tanto. Dame otra manta a ver si así se me pasa este frío.

Pero Brendan sabía que aquella no era la solución. Solo había una posibilidad. Se puso de pie, se quitó los pantalones y la camisa, y se metió bajo las sábanas, a su lado. Luego la rodeó con sus brazos y se puso contra su espalda. Amy estaba tan fría, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse.