Dylan hizo un gesto de impaciencia. ¿Por qué siempre le hablaban de lo mismo?
– Espero quitarme esa fama durante la próxima década. Meggie es la primera chica especial en mi vida y no quiero que piense que estoy haciendo tiempo con ella hasta que aparezca otra.
– Esto no presagia nada bueno. Primero Conor y luego tú. Papá ha tenido que hacer un gran esfuerzo para aceptar lo de Conor. Cuando se entere de lo tuyo, le va a dar un infarto. Todos aquellos cuentos no han servido para nada.
– Te repito que es pronto para decir que lo mío vaya en serio.
Dylan volvió a mirar a Meggie, que en un momento lo vio observándola y lo saludó alegremente con la mano.
– Me doy cuenta de cómo la miras. Así que te diré lo mismo que le dije a Conor. No lo estropees, puede que solo tengas una oportunidad de hacer que salga bien.
Dylan asintió.
– ¿De qué estarán hablando?
– Ya conoces a las mujeres. Probablemente están haciendo comparaciones sobre la virilidad de los hermanos.
– ¿De veras? -preguntó Dylan-. ¿Hablan de eso? Pero si no se conocen apenas.
– Bueno, supongo que no estarán hablando de deportes y tampoco pueden estar tanto tiempo hablando de barras de labios y esmalte de uñas. Más tarde o más temprano, me imagino que se habrán puesto a hablar de hombres.
– Será mejor que vaya con ellas. No quiero que Olivia la asuste.
Hasta ese momento, no le había importado que sus hermanos conocieran a sus novias. Pero Meggie no era una conquista y quería que la conocieran como él la conocía. Que vieran lo simpática que era y entendieran por qué le hacía reír. Y quería demostrarles que no todas sus relaciones tenían por qué terminar en poco tiempo, que él también era capaz de enamorarse.
Después de todo los cuentos que su padre les había contado sobre los peligros del amor, había imaginado que nunca llegaría a querer a una mujer. Pero cada vez que pasaba un rato con Meggie, se daba cuenta de que sí era posible encontrar a la persona perfecta con la que compartir la vida. Sí, quizá esa persona fuera Meggie.
Bajó la escalera y, al torcer para dirigirse hacia donde estaban ellas, se chocó con Olivia. Esta sonrió y le dio un beso.
– Meggie es maravillosa. No lo estropees, ¿de acuerdo?
– ¿Por qué todo el mundo piensa que voy a estropearlo?
Encontró a Meggie apoyada en la barandilla de babor, mirando hacia el mar. La agarró por detrás y la apretó contra sí.
– ¿No tienes frío? Ella asintió.
– Sí, iba a entrar y… -en ese momento un pez apareció sobre el agua y volvió a sumergirse-… ¿Qué ha sido eso?
– Me imagino que habrá sido una sirena.
– No existen las sirenas. Excepto en Disneylandia.
– Te equivocas. Un antepasado mío, Lorcan Quinn, conoció a una sirena que se llamaba Muriel.
– Entonces tu antepasado Lorcan estaba tan loco como tú.
– Lorcan fue un chico salvaje y se merece una historia mágica -comenzó Dylan, incapaz de resistir el reto de convencer a Meggie-. Un chico valiente e irresponsable. Un día, su padre le dijo que tenía que convertirse en una persona útil, así que Lorcan se ofreció a salir a pescar con la barca. Bueno, la verdad es que no tenía intención de pescar nada y lo único que hizo fue tumbarse a descansar. Se quedó dormido, pero al poco rato abrió los ojos y oyó una canción muy hermosa. Cuando se incorporó, estaba lejos de la orilla.
– Parece un cuento irlandés.
Dylan no se había dado cuenta de que contaba el cuento con el acento de su país natal, pero así tenían que contarse las historias, como si fueran música.
– Bien, pues se asomó al mar y vio a una sirena nadando alrededor de la barca. Se llamaba Muriel y vivía en un reino que había en el fondo del mar. Le habló a Lorcan de la belleza de su reino y de su riqueza, animándolo a que se fuera con ella. Pero Lorcan no confió en ella porque había oído muchos cuentos acerca de sirenas que arrastraban a los pescadores a morir. Así que remó hacia la orilla.
– ¿Y qué pasó? ¿Era una sirena buena o mala?
– Ya lo verás -replicó Dylan, besándola en la nariz-. Pero lo cierto era que Lorcan no podía olvidarse de ella. Y cada vez que salía al mar, la oía cantar. Un día, se dio cuenta de que se había enamorado de ella por su belleza y el sonido de su voz. Pero ella pertenecía al mar y él a la tierra, así que era imposible que pudieran estar juntos. De todos modos, eso no impidió que Lorcan saliera al mar todos los días para reunirse con ella, hiciera el tiempo que hiciera.
Meggie lo escuchaba, mirándolo fijamente a los ojos.
– Un día hubo una gran tormenta y la barca de Lorcan se vio arrastrada por una enorme ola. Muriel intentó salvarlo, pero la tormenta era muy fuerte y los arrastró a ambos contra las rocas. Estaban medio muertos y Muriel pidió a Lorcan que la devolviera al mar, porque sería el único modo de salvarse.
Lorcan sabía que eso significaría su muerte, pero como la amaba, saltó al mar con Muriel en brazos.
– ¿Y murió?
– En la historia que siempre cuento, se muere y se queda en el fondo del mar. Y todo por ser tan estúpido de creer a una sirena.
– Es terrible -gritó Meggie, dándole un codazo.
– Pero en la versión de Brendan, Lorcan devuelve a Muriel a su reino y su padre, que es quien gobierna el océano, se pone tan contento de volver a ver a su hija, que le concede un regalo a Lorcan. Le da el poder de vivir bajo el agua. Así que, al sacrificar su propia vida por el amor, consigue una nueva vida debajo del mar. Allí, vivirá feliz con Muriel el resto de sus días.
– Esa versión me gusta más.
– Cuando papá estaba fuera, Brendan siempre cambiaba el final de las historias y acababan teniendo seis o siete finales. Nunca sabíamos cuál iba a contarnos. Eso mantenía el interés. A mí, las versiones de Brendan, siempre me parecieron algo blandas, pero esta en concreto sí me gustaba.
Entonces agarró a Meggie, que se había girado hacia el mar, y la hizo volverse hacia él. Luego la besó dulcemente hasta que notó que su sangre comenzaba a arder. ¿Cuántas veces había tratado de descubrir lo que lo atraía a ella? ¿Sería su belleza o quizá su fragilidad? ¿O el hecho de conocerse hacía mucho tiempo?
Abrazó su cuerpo esbelto y se abandonó en él. Entonces se dio cuenta de que nada importaba, salvo el que se hubieran reencontrado y estuvieran juntos en ese momento. Ya tendría tiempo más adelante de analizar sus sentimientos.
Capítulo 5
Meggie dio un suspiro y se apretó un poco más contra Dylan. Al salir de Gloucester, se había quedado dormida, apoyada sobre su hombro y, en ese momento, las luces de la autopista la avisaron que estaban llegando a Boston.
Había sido un día casi perfecto, cálido para estar en noviembre y con un cegador cielo azul. Aunque si hubiera llovido y las olas hubieran sido de diez metros, habría seguido pensando lo mismo.
Y en parte se lo debía a Olivia Farrell. Meggie no tenía ninguna hermana, pero si la hubiera tenido, habría querido que fuera como ella. Era guapa y elegante, pero también divertida. Había hecho que se sintiera como si fueran amigas de siempre y a los hermanos sabía ponerlos en su sitio.
Al despedirse, Olivia le había prometido que iría a la inauguración de la cafetería. Meggie, por su parte, había prometido ir a verla a su tienda de antigüedades en cuanto pudiera. Pero al decirle adiós con la mano desde el muelle, se dio cuenta de que posiblemente no volvería a verla más. La única conexión que tenía con ella era tan frágil como la que tenía con Dylan Quinn.
Aunque no sabía lo que le depararía el futuro, estaba segura de una cosa: si seguía intimando con Dylan Quinn, acabaría lamentándolo. Porque por mucho que siguiera el plan de Lana, un hecho era indudable: los hombres como Dylan no se enamoraban eternamente. Quizá sí en las películas románticas o en las novelas, pero no en la vida real.
De todos modos, eso no quería decir que no pudiera disfrutar del momento, como había hecho aquel día. Siempre había llevado una vida perfectamente ordenada. Había estudiado mucho en el instituto para obtener una beca, se había esforzado en la universidad para conseguir un buen trabajo y luego había ahorrado todo lo que había podido para montar la cafetería.
Parecía que sus sueños profesionales estaban a punto de hacerse realidad, así que, ¿por qué no podía permitirse alguna fantasía en el terreno personal? Estaba a punto de cumplir treinta años y, antes de cumplirlos, le gustaría experimentar al menos una vez la pasión que suele acompañar a una aventura breve con el hombre equivocado. Y si eso era lo que deseaba, Dylan Quinn era el candidato favorito.
– ¿Estamos llegando?
Meggie alzó la vista para mirarlo y, al ver el rostro de Dylan, iluminado por las luces de la calle, contuvo la respiración. A veces deseaba que el tiempo se detuviera para poder contemplar mejor su rostro, para memorizar cada una de sus facciones y examinar la línea de su mandíbula y su boca.
– Sí. Y ahora, antes de nada, tengo que pasarme por el pub. Les prometí a Brian y Sean que llevaría el dinero al banco. Sé que estás cansada, pero solo será un momento.
– Me lo he pasado muy bien -murmuró Meggie, ya totalmente espabilada.
– Yo también.
Pocos minutos después, llegaron al pub. Dylan apagó el motor y se inclinó sobre Meggie para darle un beso en los labios.
– Tengo que darme prisa, ya han cerrado. No quiero que te quedes aquí sola, ven.
– De acuerdo.
Dylan salió del Mustang y dio la vuelta para abrir la puerta de Meggie. Cruzaron la calle de la mano, Dylan abrió la puerta del pub y dejó que Meggie entrara primero. Luego encendió las luces y Meggie no pudo evitar mirarlo todo con curiosidad. Allí era donde Dylan pasaba la mayor parte del tiempo y, seguramente, en aquel lugar conocía a muchas mujeres guapas.
– Nunca había estado antes en un pub.
– ¿Qué?
– Sé cómo son. Conozco la serie Cheers, pero cuando iba a la universidad me pasaba las noches de los viernes y los sábados estudiando. Luego, cuando comencé a trabajar, tampoco tenía tiempo para salir. Además, siempre hay mucha gente en estos sitios. Muchos desconocidos.
– ¿Y entonces dónde conoces a los hombres?
Meggie se ruborizó.
– Ese debe de ser mi problema. Siempre están en los bares, ¿verdad? Y yo esperando al hombre de mis sueños en el taller de cerámica donde paso mi tiempo libre…
Dylan soltó una carcajada y Meggie sonrió, satisfecha de haber contestado a su pregunta de una manera tan ingeniosa.
– En realidad, no he conocido a muchos hombres. Me imagino que no debería ser tan sincera, pero es la verdad.
Dylan puso un dedo bajo su barbilla y se la levantó.
– Pues yo te aseguro que, si entras aquí un viernes por la noche, a los pocos minutos tendrás a todos los hombres que quieras a tu disposición.
– La próxima vez que quiera conocer a un hombre simpático, solo tendré que incendiar mi casa.
Dylan se echó a reír al tiempo que la agarraba de la mano y la llevaba hacia la barra.
– Conocer a un hombre en un bar no es difícil. Es peor para él, que se arriesga a que lo rechacen delante de sus amigos. Eso puede ser suficiente para que no lo intente. Pero una mujer solo tiene que ser guapa.
– No creo que eso sea suficiente.
– Te lo demostraré.
Dylan se metió en la barra y tomó una botella de ron. Luego echó un chorro a un vaso con hielo y añadió zumo de fruta y granadina. Por último, le puso una guinda y un chorrito de pina y se lo dio a Meggie.
– ¿Qué es esto?
– Es un ponche de ron. Es típico de Irlanda.
Mientras lo decía, se sirvió una cerveza y luego se fue al último taburete de la barra e hizo una seña a Meggie.
Esta le respondió y bebió un sorbo de su ponche. Estaba dulce y fuerte; era la bebida perfecta para el juego de Dylan. Meggie pensó para sí que, si de verdad quería vivir de una manera más excitante, tendría que empezar en esos momentos.
– ¿Y ahora qué hago? -preguntó ella, sintiéndose desinhibida después de dar un nuevo trago a su ponche.
– Bueno, si te gusta beber y quieres conocerme, te sugiero que vayas hasta la máquina de discos y pongas alguno.
– ¿Por qué?
– Porque eso me dará oportunidad de ver tu cuerpo y también cómo te mueves.
– ¿Y si no tengo un cuerpo bonito? -preguntó, ya metida en la fantasía de él.
Dylan se levantó y fue hacia la máquina registradora, de donde sacó algunas monedas, que luego dejó sobre la barra, frente a ella.
– Cielo, te aseguro que si te acercas a la máquina de discos y el bar está muy lleno, no seré el único que te mire. Ahora ve a poner algo de música y deja de preguntar.
Meggie tomó su bebida y se acercó a la máquina. Sentía los ojos de Dylan clavados en ella, así que caminó más despacio y movió las caderas un poco más de lo normal. Aunque llevaba un jersey de lana gruesa y unos vaqueros viejos, en ese momento se sentía muy sexy… y un poco traviesa. Al llegar a la máquina, puso un disco de Clannad y esperó a que comenzara a sonar.
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