– Hola.
Dylan estaba detrás de ella y, al notar su aliento en la nuca, dio un respingo. Se giró, pero al hacerlo no se dio cuenta que tenía el ponche en la mano. El vaso chocó con el pecho de Dylan y se derramó sobre su jersey.
– Lo siento… no me había dado cuenta de que estabas tan cerca.
– No te preocupes.
Al decirlo, Dylan se quitó el jersey y lo dejó en una mesa cercana. Pero el ponche también le había mojado la camiseta.
¡Eso era lo que le pasaba cuando se dejaba llevar! Con cualquier otro hombre, habría sido capaz de seguirle el juego, pero con Dylan se estaba poniendo nerviosa. Solo la idea de que la tocara… de que la besara… Tragó saliva y decidió calmarse para continuar. Pero el deseo le nublaba el sentido común.
Con mano vacilante, tocó la camiseta mojada de Dylan.
– A lo mejor tendrías que quitártela también. Puedo lavarla.
Dylan se quedó mirándola unos instantes y luego empezó a quitársela. Pero ella lo detuvo, agarrando la tela y subiéndosela despacio hasta quitársela.
– Ya está. Así estás mejor. Entonces, Dylan la abrazó y Meggie acarició su piel desnuda y el vello que cubría su pecho.
– ¿Y ahora qué haríamos? Dylan se inclinó y le rozó la mejilla al ir a hablarle al oído.
– Ahora yo te preguntaría si quieres jugar a los dardos.
– ¿Por qué?
– Porque probablemente no sabrías jugar. Así tendría que enseñarte y eso me daría la oportunidad de tocarte.
Meggie apoyó la cabeza en su hombro y giró la cabeza hasta que sus labios estuvieron muy cerca de los de él.
– Y después también podemos jugar al billar -propuso ella.
– Ahora tienes que alinear mentalmente la bola con el agujero donde vas a meterla.
Luego, piensas el lugar donde tienes que golpear la bola y le das con el palo.
– De acuerdo.
Meggie se inclinó sobre la mesa de billar y sus nalgas rozaron el vientre de Dylan. A este se le escapó un gemido y agarró a Meggie por detrás para enseñarle cómo sujetar el palo. Ya le había enseñado a tirar dardos, y justo cuando creía que no podía aguantar más, que no podía controlar su deseo por más tiempo, le sugirió que jugaran al billar.
Si Meggie hubiera sido cualquier otra mujer, Dylan habría dejado a un lado todos sus escrúpulos y la habría seducido. Pero con ella era diferente. Meggie no tenía nada que ver con sus otras conquistas.
La deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer, pero sospechaba que, cuando hicieran el amor, sentiría algo mucho más profundo que con las otras mujeres con las que se había acostado. Decir que no estaba un poco asustado sería mentir. Meggie era la única mujer que había conocido que tenía la capacidad de llegar hasta su corazón… y sabía que podría rompérselo con la misma facilidad.
– ¡Ha entrado! -gritó Meggie. Pero Dylan seguía inclinado sobre ella con las manos a ambos lados de su cuerpo y, al levantarse, rozó la nariz de Dylan con su palo.
– Oh, lo siento. No sabía que esta… quiero decir que, al darme la vuelta, el palo… ¿Te ha dolido?
– Me imagino que debería estar contento por que no me hayas hecho nada jugando a los dardos.
– Nunca se me han dado bien los juegos. Me pongo nerviosa y hago las cosas torpemente -se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz-. ¿Mejor?
– Mejor.
Meggie se puso seria y lo miró durante un rato. Luego volvió a besarlo. Esa vez en la mejilla y fue un beso más largo.
– ¿Y ahora?
– Si me das otro, seguro que me pongo bien.
Meggie se inclinó para besarlo en la otra mejilla, pero en el último momento, él se giró y sus labios se encontraron. Dylan no llevó esa vez el mando, sino que fue Meggie. Al principio, fue un beso lento y vacilante, pero luego le pasó la lengua por los labios, provocándolo y animándolo para que profundizara el beso. Él, como era lógico, no pudo resistirse.
La agarró por la cintura y la sentó sobre la mesa de billar sin dejar de besarla. Luego, se metió entre sus piernas y la apretó contra su pecho desnudo. Meggie estaba tan caliente y era tan delicada, que tocara donde tocara, nunca tenía bastante.
El deseo de Dylan por Meggie se había hecho casi una constante en su vida y, cada vez que la tocaba o la besaba, sabía que llegaría un momento en que no podría detenerse. Su capacidad de autocontrol era cada vez más débil y sentir las manos de ella acariciando su torso se lo estaba poniendo todavía más difícil.
Las manos de ella parecían trazar senderos de fuego allá donde lo tocaban. Deseaba que Meggie lo poseyera, que utilizara su cuerpo como si le perteneciera, que disfrutara excitándolo.
Entrelazó sus manos con las de Meggie. Luego se llevó una de ellas a la boca. En el pasado, la seducción había sido para él un juego, un medio para conseguir un fin, pero con Meggie, solo era el comienzo, como si solo fuera una puerta que condujera a su alma. Quería conocerla, física y emocionalmente. Necesitaba saber lo que le hacía feliz o desgraciada, lo que le hacía temblar de deseo y gritar.
Dylan apretó los labios contra la delicada piel de debajo de su oreja y luego se la chupó y mordisqueó con cuidado. Meggie soltó un gemido que le confirmó que había conseguido el efecto deseado. Entonces, metió la mano por debajo del jersey y buscó hasta encontrar otro punto igualmente sensible. Observó su reacción y, poco después, ella gemía dulcemente con la cabeza echada hacia atrás.
Pero el pesado jersey de lana estaba empezando a ser un obstáculo y Dylan, impaciente por continuar, agarró el borde y tiró de él hacia arriba. Meggie vio que en los ojos de él brillaba un intenso deseo. El mismo que la tenía atrapada a ella. Con un suspiro de impaciencia, retiró las manos de él y, de un solo movimiento, tiró del jersey y de la camiseta al mismo tiempo. Su pelo cayó como una cascada sobre sus hombros.
Dylan apenas podía respirar. Era la mujer más guapa que había visto en su vida. Su piel, incluso bajo las luces que iluminaban la mesa de billar, era tan luminosa y tan perfecta, que instintivamente llevó las manos a sus hombros. Luego, le retiró las tiras del sujetador.
Meggie se estremeció.
– ¿Tienes frío?
Ella negó con la cabeza. Dylan vio la duda en sus ojos y estuvo a punto de dar por terminado el juego, pero entonces ella estiró las manos, las metió en la cinturilla de sus pantalones y lo atrajo hacia sí hasta que se quedó prácticamente tumbado encima de ella.
– No lo hago demasiado bien, ¿verdad?
– Solo tienes que tocarme -replicó Dylan, besándola en el cuello-. Y yo te tocaré a ti. El resto llegará solo.
A pesar de que Meggie había tenido alguna experiencia, Dylan sospechaba que no había sido seducida apropiadamente. Con ese tipo de seducción en que la mente pierde todo contacto con el cuerpo, dejando salir los instintos más primarios. Él sabía que podía hacerla llegar allí. Sería solo cuestión de tiempo.
Meggie empezó a acariciarle el cuello con la mano y luego continuó con la boca. Cuando su lengua llegó a uno de sus pezones, él soltó un gemido. Ella se quedó inmóvil y alzó la vista.
– ¿Te he hecho daño?
Dylan sonrió y le pasó la mano por el pelo.
– No, ha sido increíble.
A Meggie pareció gustarle descubrir que tenía el poder de hacerle gemir. Mientras seguía besando el pecho de él, su cabello comenzó a hacerle cosquillas en el vientre. Luego, ella fue bajando cada vez más y, cuando Meggie continuó acariciándolo por encima de los pantalones, Dylan pensó que iba a volverse loco.
No estaba preparado para ello, no estaba preparado para la repentina necesidad de quitarse toda la ropa, de desnudarla a ella también y enterrarse en su cuerpo. Pero la agarró por la cintura y la echó hacia atrás hasta que sus ojos se encontraron.
– ¿Es esto lo que deseas? Meggie asintió.
– Dilo.
– Sí, te deseo -replicó con voz firme. Pero, de repente, se sintió insegura-. Bueno, si tú me deseas también, claro.
Dylan hizo un ruido con la boca.
– Oh, Meggie, claro que te deseo. Y no creo que sepas cuánto -la agarró y la hizo rodar hasta quedar sobre ella.
– Dime lo que te gusta -le dijo Meggie.
– Solo que lo hagas despacio. Eso es lo que me gusta.
– Despacio -murmuró ella, pasando la mano por su pecho hasta meterla debajo de la cinturilla del pantalón.
– Despacio -repitió él, poniendo las manos sobre sus senos.
Y entonces comenzó otro juego que consistía en quitarse toda la ropa. No había reglas, así que lo hicieron de manera espontánea. Meggie le desabrochó los pantalones y él el sujetador.
El cuerpo de Meggie era perfecto y Dylan, impaciente, le quitó los pantalones y se quitó también los suyos. Finalmente, volvió a tomar su cuerpo entre sus brazos.
La sensación de tenerla así, lo alteraba por completo. Las sensaciones se hicieron cada vez más fuertes hasta que la simple idea de tenerla bajo él fue suficiente para llevarlo al límite. Dylan trató de controlar sus pensamientos, temeroso de terminar antes de haber empezado. En el pasado, se había considerado siempre un maestro en el arte de la seducción, pero con Meggie era una experiencia totalmente nueva. Se sentía totalmente descontrolado, como un colegial, abrumado por una sensación tras otra.
Y Meggie no le ponía fácil lo de controlarse. Quien le hubiera dicho que no era buena en el sexo, se había equivocado por completo. Meggie combinaba un insaciable deseo con una frágil vulnerabilidad, y el contraste era tan excitante, que él parecía atrapado por su hechizo.
Lo que los rodeaba se convirtió en algo borroso. No estaban haciendo el amor en la mesa de billar del pub. No existía nada aparte de sus cuerpos desnudos disfrutando el uno del otro. Y cuando Dylan no pudo aguantarse más, la puso a horcajadas sobre él. Luego, muy lentamente, comenzó a acariciarle los senos.
Pero Meggie tampoco podía aguantar más. Tenía la piel encendida y respiraba entrecortadamente. Dylan estiró la mano, agarró sus pantalones y sacó un paquete de un bolsillo. Meggie sacó el preservativo y se lo puso con manos temblorosas.
Luego se quedó muy quieta mientras esperaba y Dylan pensó que quizá quería parar, pero cuando la penetró, se dio cuenta de que ella solo quería tranquilizarse para disfrutar más. Por un momento, Dylan tuvo miedo de moverse, pero, finalmente, no pudo evitarlo.
Empezó a hacerlo muy lentamente y enseguida aceleró el ritmo. Ella se movió acompasadamente sin dejar de mirarlo un instante.
Dylan notó los cambios en ella. Vio cómo arqueaba la espalda, cómo se le aceleraba la respiración y la forma en que sus ojos se nublaron. Y cuando sintió que estaba a punto, la tocó. Un instante después, Meggie se puso rígida y abrió mucho los ojos, como si no se esperara aquel orgasmo. Luego, se estremeció y gritó su nombre.
El sonido de su voz hizo que perdiera el control por completo. Entonces la agarró por la cintura con fuerza y la penetró por última vez, abandonándose al placer más exquisito e intenso que nunca había sentido. Fue como una ola, tan potente, que le pareció que se ahogaba en ella.
Meggie se derrumbó sobre él, desnuda y saciada. Dylan la abrazó y enredó sus dedos en su cabello. Luego la agarró para que se tumbara a su lado y le mordisqueó la zona de debajo de la oreja.
– Me quedaría aquí toda la vida – murmuró Dylan.
Meggie lo miró con ojos soñolientos.
– Sería un poco difícil jugar al billar con nosotros aquí. Seguro que iba a haber muchas quejas.
– Pueden jugar a nuestro alrededor.
– De acuerdo -dijo ella, suspirando y abrazándose a su cintura.
A los pocos segundos, se había quedado dormida. Dylan se quedó mirándola.
Había hecho el amor con Meggie y estaba seguro, totalmente seguro, de que no volvería a hacer el amor con ninguna otra mujer.
Desde ese momento, para él solo existiría Meggie.
Meggie abrió los ojos despacio. Al principio, no supo dónde estaba. ¿Por qué habían puesto luces de neón en su dormitorio? Pero en seguida se dio cuenta de que estaba sobre una mesa de billar, al lado de Dylan Quinn, arropada con la chaqueta de él.
Se movió y notó que Dylan estaba detrás de ella. La tenía abrazada y tenías las piernas entre las suyas. No se había molestado en vestirse y procuraba mantenerse caliente apretándose a ella.
Meggie no estaba segura de qué debía hacer. Sacó con cuidado el brazo y consultó el reloj.
– ¡Dios mío, no puede ser! ¿Las nueve menos cinco?
Entonces se dio la vuelta y tocó en el hombro a Dylan.
– Despierta, Dylan. Es por la mañana. Nos hemos quedado dormidos en la mesa de billar.
Dylan gimió y se acurrucó contra ella.
– ¿Qué hora es?
– Casi las nueve.
– No abren hasta las once, duérmete.
Meggie se puso la chaqueta de él sobre los hombros, como si con ello pudiera ocultar la vergüenza que sentía.
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