Sobre su escritorio, encontró una foto de Meggie con su familia. Era una foto antigua de cuando todavía llevaba gafas y un corrector dental.
Así era como él la recordaba. La miró atentamente y vio que, a pesar del corrector, de las gafas y del corte de pelo, era ya entonces muy guapa. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes? Meggie no había cambiado, simplemente había crecido. Su sensual boca, sus pómulos y sus grandes ojos resultaban extraños en una adolescente de su edad, pero eran perfectos para una mujer.
Dylan esbozó una sonrisa. Quizá fuera una suerte que hubiera tardado unos años en ser una verdadera belleza. Si alguien la hubiera notado en el instituto, en ese momento estaría felizmente casada, tendría tres hijos y una casa residencial en las afueras. Y cuando él la hubiera salvado del incendio de la cafetera, habría sido ya demasiado tarde.
Él nunca había creído en el karma ni en el destino, pero quizá había sido este el que había puesto una cafetera defectuosa en la cafetería. Pero en cualquier caso, él había reencontrado a Meggie en el momento adecuado y, por eso, solo por eso, se sentía un hombre afortunado.
Además, Meggie podría haber estado saliendo con alguien y entonces… Dylan se paró de repente al ver un ramo de flores en un jarrón de la cocina. Eran de una especie bastante exótica y costaban muy caras. Se acercó a ellas y tomó la tarjeta.
Su pequeño ramo de rosas no era suficientemente impresionante al lado de esas flores. Ese ramo medía casi un metro de alto.
Y quien se lo hubiera enviado lo había hecho con un claro propósito.
Hasta pronto:
David
Dylan frunció el ceño y dejó cuidadosamente la tarjeta entre las flores.
– ¿Quién demonios es David? -murmuró.
Y sobre todo, ¿por qué le mandaba flores a Meggie, a su Meggie? Dylan memorizó el nombre de la floristería, pensando en que Conor podría utilizar su influencia para averiguar algo… Entonces, dejó escapar un gemido y se apartó de la encimera. ¿Estaba volviéndose loco? ¿Cómo quería que Meggie confiara en él si él no confiaba en ella?
Lo que tenía que hacer, si Meggie tenía otro pretendiente, era demostrarle que él era el único hombre que le convenía.
– Bonitas flores -comentó en voz alta mientras volvía al salón.
Meggie se asomó desde el dormitorio con el pelo envuelto en una toalla.
– Sí, son bonitas.
Meggie cerró la puerta de nuevo.
– Sí, muy bonitas -murmuró Dylan.
Luego fue a sentarse al sofá sin dejar de darle vueltas a la cabeza. Era imposible que el tal David fuera una amenaza seria. Después de todo, Meggie había hecho el amor con él la noche anterior y no era el tipo de mujer que se tomara a la ligera algo así.
Se echó hacia atrás, sobre los cojines, y oyó un ruido debajo. Metió la mano y agarró un trozo de papel arrugado que había debajo de uno de los cojines. Alisó la hoja sobre la pierna y trató de leer lo que había escrito. Era un organigrama. Al principio, imaginó que estaría relacionado con el trabajo de Meggie, pero conforme lo iba leyendo, se dio cuenta de que era un plan bastante particular. Por lo que allí ponía, era un plan para conquistar a un hombre. ¡Y ese hombre era él!
Escondió rápidamente el papel debajo del cojín sin querer seguir leyendo, pero finalmente le pudo la curiosidad y volvió a sacarlo. Había un círculo rojo en uno de los puntos donde decía: enviarse flores una misma. Pero lo que más le llamó la atención fue el punto número uno, en letras mayúsculas:
VENGANZA.
– Entonces, ¿de verdad estás dispuesto a pasar una noche en casa de mi loca familia? -preguntó Meggie, saliendo del dormitorio.
Dylan se metió el papel en el bolsillo de la chaqueta y se levantó. Meggie estaba guapísima con aquel vestido negro ceñido y escotado y en seguida se olvidó de la hoja de papel que había encontrado.
– Siempre podemos quedarnos aquí y felicitar a tu abuela por teléfono -aseguró él, agarrándola por la cintura-. No se darán cuenta de que no hemos ido.
– Si no te apetece ir, lo entenderé perfectamente. Lo de venir a casa de mi familia no te…
– Estaba bromeando -dijo él, poniendo un dedo en los labios de ella-. Quiero ir contigo, de verdad.
Meggie asintió y luego se soltó para ir por su abrigo, que había dejado sobre el sofá.
– Mi tía Doris seguramente también estará en la fiesta -comentó, yendo hacia la puerta-. Evítala a toda costa. Si no lo haces, te contará con todo detalle sus últimas operaciones y los problemas digestivos que ha tenido después. Y el tío Roscoe es un jugador compulsivo, así que si intenta apostar algo contigo, asegúrate de que sea una cantidad pequeña. Y mi prima Randy tiene…
– Meggie.
– Un verdadero problema con la comida y…
– ¡Meggie!
Ella se dio la vuelta y lo miró sorprendida.
– ¿Qué?
– No te preocupes, creo que sabré tratar a tu familia. No va a ser la primera vez que vaya a tu casa.
– Claro que sí. No quería decir que…
– Por supuesto, claro que no.
– Es que a lo mejor piensan que eres mi novio y…
Dylan la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos.
– De acuerdo, creo que tenemos que dejar claro una cosa ahora mismo. ¿Te acuerdas de lo que pasó anoche? ¿O me lo he imaginado yo todo?
– No.
– Si alguien de tu familia piensa que soy tu amigo, tu novio, o incluso tu amante, no me va a molestar. Porque para mí, soy las tres cosas. ¿Lo entiendes?
Meggie fue a decir algo, pero se detuvo. No estaba segura de lo que podía contestar. Y Dylan, en lugar de esperar una respuesta, se inclinó y le dio un beso rápido en los labios.
– Entonces ya está todo aclarado. Y a propósito, puedes tirar esas flores. Si David te pregunta por qué no quieres verlo más, dile que me llame y yo se lo explicaré.
Meggie fue, durante todo el trayecto, con la mirada clavada en la ventanilla del Mustang. En un momento dado, miró a Dylan, que iba concentrado en la carretera, y dio un suspiro. Tenía que admitir que estaba nerviosa.
Nunca había llevado a un hombre a una reunión familiar, así que sus padres, que lo que más deseaban era verla felizmente casada y con hijos, empezarían a preparar inmediatamente la boda. Tendría que recordarle a su madre los malos momentos que Dylan Quinn le había hecho pasar cuando era una adolescente.
En ese momento, se acordó de Lana y deseó poder hablar con ella por teléfono. Le diría que las flores habían causado el efecto deseado. Dylan era ya su novio oficial y, sin embargo, no se sentía feliz, sino un poco culpable.
No había duda de que había manipulado a Dylan y él se había dejado engañar. Además, como nunca había imaginado que el plan fuera a funcionar, no se había preparado para ello, y en ese momento no sabía qué hacer. Por otro lado, como lo había conquistado utilizando el engaño, no podía estar segura de si sus sentimientos por ella eran verdaderos o solo el resultado de su manipulación.
Llegaron y Dylan aparcó y paró el motor.
– Bueno, ya hemos llegado -murmuró Meggie con la mirada fija en la pequeña casa amarilla.
– No te preocupes -comentó él-. Si hago algo inapropiado, hazme una seña y saldremos corriendo hacia la puerta -añadió mientras sacaba del asiento de atrás un paquete envuelto con un elegante papel de regalo.
– ¿Qué es?
– Un regalo para tu abuela. Me dijiste que era su cumpleaños, ¿verdad?
– Sí, claro. ¡Qué atento eres!
– Olivia me ayudó a escogerlo. Es un marco de plata de estilo Victoriano.
Meggie bajó la cabeza y miró el pequeño paquete que tenía en su regazo. Ella solo le había comprado unos pañuelos bordados. Pero, Claro, Dylan Quinn era un hombre encantador.
– Seguro que le gusta.
Dylan salió entonces del coche y fue a abrirle la puerta. Luego, mientras iban hacia la casa, le tomó de la mano. Pero justo antes de que su madre saliera a abrirlos, ella se soltó.
– ¡Meggie! -Maura Flanagan le dio un abrazo de bienvenida a su hija-. ¡Me parece como si hiciera siglos que no nos vemos!-. ¿Y este chico quién es? Creo que lo conozco.
– Es Dylan, mamá. Dylan Quinn, el amigo de Tommy.
– ¿Dylan Quinn? -la madre de Meggie le dio un abrazo igual de fuerte que el que le había dado a su hija-. ¡Dios mío, cómo has crecido! ¡Y qué guapo! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Te ha invitado Tommy?
– No, pero en cuanto Meggie me habló de esta fiesta, sabía que tenía que venir. Seguro que has hecho uno de esos guisos tuyos, ¿verdad?
Entonces Maura lo tomó del brazo y entraron juntos en la casa, dejando a Meggie sola en el porche. Dylan ya había vuelto a conquistar a su madre con su encanto, pensó… y eso que su madre sabía el daño que le había hecho la noche del baile.
Mientras se quitaba el abrigo, oyó cómo su hermano Tommy y su padre también lo saludaban cariñosamente. Finalmente, vio cómo felicitaba a su abuela, con tanta confianza como si fuera un miembro más de la familia.
Por un momento, pensó que le gustaría que fuera su novio de verdad. Ella nunca había salido con un hombre que le importara lo suficiente como para presentárselo a su familia. Además, todos parecían encantados con él. ¡Era tan guapo y simpático! ¿Y quién podría resistirse a una de sus sonrisas?
– No sabía que estabas saliendo con Dylan Quinn.
Meggie se volvió y se encontró con su madre.
– No estamos saliendo, solo somos amigos -y amantes, dijo para sí-. Dylan es bombero y vino a apagar el incendio que te conté que hubo en la tienda. Así fue como volvimos a vernos.
– ¿Solo sois amigos? Y si solo sois amigos, ¿por qué le has pedido que te acompañe a la fiesta de cumpleaños de la abuela May?
– No se lo pedí yo. Fue él quien se ofreció a acompañarme.
– ¿Fue él quien se ofreció? -su madre la miró con los ojos abiertos de par en par y luego una sonrisa iluminó su rostro-. Eso es que le gustas, Mary Margaret, y veo en tus ojos que él también te gusta a ti. Me alegro, Dylan es un buen hombre.
– ¿Es que te has olvidado de lo que me hizo en el instituto? Envió a su hermano para que me acompañara a la fiesta en vez de venir él. Fue una humillación horrible y me pasé dos días llorando.
– Pero eso es cosa del pasado. Ambos erais unos críos -le dio un apretón en el codo-. Bueno, ahora voy a preparar el ponche. Dile a tu hermano que suba el hielo del refrigerador del sótano.
Meggie entró en el comedor; Tommy estaba charlando con Dylan. Cuando se acercó a ellos, Dylan la abrazó con un gesto despreocupado mientras le sonreía.
– Vaya, hermanita -le dijo Tommy, sonriendo-, eres una caja de sorpresas. Lo último que esperaba era que aparecieras aquí con mi viejo amigo Dylan.
– Es una fiesta estupenda -añadió Dylan-. Me alegro de que me invitaras a venir. Meggie fingió una sonrisa.
– Sí. Y ahora, Tommy, tienes que ir por hielo -dijo, agarrándolo por el brazo y yendo hacia la cocina-. ¿Por qué estás siendo tan amable con él? -le preguntó en voz baja.
– ¿Qué quieres decir? Es Dylan, mi viejo amigo. Y por lo que parece, vosotros también habéis intimado. Nunca me habría imaginado que…
– Por supuesto que no podías imaginártelo. Porque sabes perfectamente lo que me hizo en el instituto.
– ¿Qué?
– En aquella fiesta, ¿no te acuerdas? Se suponía que iba a acompañarme, pero luego envió a su hermano en su lugar. Yo le había contado a mis amigas que iba a ir con Dylan Quinn y él me dejó plantada. Fue muy humillante.
– Dylan nunca dijo que fuera a acompañarte. Era mucho mayor que tú.
– Pero tú me dijiste que sí iba a acompañarme.
– No. Lo que pasa es que, como tenías tantas ganas de ir a aquella estúpida fiesta, le pedí que le dijera a alguno de sus hermanos que fuera contigo. Yo pensé que se lo diría a Brendan, pero finalmente se lo pidió a uno de los gemelos.
Meggie se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
– Además -añadió su hermano-, ¿de qué te quejas? Al fin y al cabo, conseguiste ir a la fiesta, ¿no?
– ¡Cómo puedes decir eso!
– ¿De verdad te enfadaste porque no te llevó él?
– ¡No! -contestó, consciente de que, para su hermano, el asunto era una completa estupidez de colegiala-. No, es solo que se suponía que tenía que llevarme -Meggie tragó saliva-. Y ahora, será mejor que le lleves el hielo a mamá.
Tommy se fue por el hielo y Meggie se dirigió a su dormitorio. Necesitaba reflexionar sobre todo aquello. ¿Habría estado todo ese tiempo equivocada con respecto a Dylan? Justo cuando iba a entrar a la habitación oyó la voz de Dylan detrás.
– ¿Meggie?
Se dio la vuelta y se forzó a sonreír.
– Hola -murmuró, sonrojándose.
– ¿Pasa algo?
Ella trató de mantener la calma, pero se sentía culpable por haberlo acusado durante todos aquellos años de algo de lo que él no tenía ninguna culpa.
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