No se veía humo. Quizá el fuego no se hubiera descontrolado todavía. Lo que sería un alivio, ya que los edificios de las zonas antiguas de Boston estaban construidos muy cerca unos de otros y eso hacía difícil evitar que los incendios se extendieran.

La sirena comenzó a sonar y Dylan se volvió, haciéndole una seña a Ken Carmichael, el conductor del camión. Este salió de la nave y Dylan se subió en marcha a la parte delantera. Su corazón comenzó a latir a toda velocidad y sus sentidos se agudizaron, como siempre que salían a apagar un incendio.

Mientras se abrían paso entre el tráfico de la calle Boyiston, Dylan recordó el momento en que había decidido hacerse bombero. Cuando era pequeño, él quería ser de mayor un Caballero de la Mesa Redonda o un Robin Hood moderno. Cuando terminó la escuela, ninguno de esos puestos estaban disponibles, pero en cualquier caso tenía claro que no le interesaba seguir estudiando una carrera. Su hermano mayor, Conor, acababa de ingresar en la academia de policía, así que Dylan decidió entrar en la de bomberos. Y en cuanto ingresó en ella, se sintió como en casa.

No se lo tomó como la escuela, en donde no le importaba faltar un día o dos. En la academia, había trabajado mucho para convertirse en el mejor de su clase, el más rápido, el más fuerte, el más inteligente y el más valiente. La Brigada de Bomberos de Boston tenía fama de ser una de las mejores del país.

Tiempo después, Dylan Quinn se había convertido en parte de su historia. Como bombero, tenía fama de ser prudente y valiente al mismo tiempo. El tipo de hombre en quien sus compañeros podían confiar.

En la historia del departamento solo había habido dos hombres que se habían hecho tenientes antes que él. Y sería capitán en pocos años, en cuanto se sacara el título en la escuela nocturna. Pero no era la gloria, ni la excitación, ni siquiera las mujeres bellas que se acercaban a los bomberos, lo que atraía a Dylan. Era más bien la idea de salvar la vida de alguien, de arrancar a un completo desconocido de las garras de la muerte y darle otra oportunidad.

Cuando el camión se detuvo en medio del tráfico, Dylan agarró el hacha y dio un salto. Comprobó la dirección y entonces vio un hilo de humo gris que salía de la puerta de una tienda. Un momento después, una mujer delgada con la cara sucia salió de ella.

– Gracias a Dios que han llegado. Dense prisa.

La mujer corrió al interior y Dylan me tras ella.

– ¡No entre!

Lo último que quería era que una ciudadana se pusiera deliberadamente en peligro. Aunque a primera vista el incendio no parecía peligroso, Dylan sabía que no había que fiarse nunca del fuego. El interior de la tienda estaba lleno de humo. Este no era más denso que el que había en el pub de su padre cualquier sábado por la noche, pero sabía que podía haber en cualquier momento una explosión. De pronto, notó un olor a goma quemada y comenzaron a picarle los ojos.

Encontró a la mujer detrás de una gran barra, dando golpes al fuego con una toalla medio chamuscada. La agarró de un brazo y la atrajo hacia sí.

– Señorita, tiene que marcharse. Déjenos que lo hagamos nosotros, o puede hacerse daño.

– ¡No! -gritó la mujer, tratando de liberarse-. Hay que apagarlo antes de que pase algo grave.

Dylan miró por encima del hombro de la mujer y vio entrar a dos miembros de su equipo con extintores.

– Parece que viene de esa máquina. Rompedla y buscad el origen -ordenó.

Entonces tiró de la mujer y la tumbó en el suelo, a su lado.

– ¿Romperla?

Al decir eso la mujer, los dos hombres se quedaron inmóviles.

A pesar del humo, Dylan pudo ver que era una mujer muy guapa. El pelo, de color castaño oscuro, le caía en ondas suaves alrededor de los hombros. Su perfil era perfecto y cada rasgo de su cara, equilibrado. Tenía los ojos verdes y sus labios resultaban muy sensuales. Dylan sacudió la cabeza, como queriendo evitar verse atrapado por aquellos labios.

– Señorita, si no se va ahora mismo, voy a tener que llevarla yo a la fuerza -la avisó Dylan, mirándola de arriba abajo, desde su ajustado suéter, pasando por su minifalda de cuero, hasta sus botas altas-. Y dado el tamaño de su falda, supongo que no querrá que la cargue al hombro.

La mujer pareció ofenderse, tanto por su actitud dominante, como por el comentario sobre su forma de vestir. Dylan la observó y vio que sus ojos verdes brillaban de indignación. Al aumentar el ritmo de su respiración, sus senos comenzaron a subir y bajar a un ritmo muy sensual.

– Esta es mi tienda -declaró-. Y no voy a dejar que lo rompan todo con sus hachas.

Dylan dijo algo entre dientes e hizo lo que había hecho cientos de veces. Se agachó, la agarró por las piernas y luego se la puso sobre el hombro.

– Volveré enseguida -les aseguró a sus compañeros.

La mujer gritó y pataleó, pero Dylan apenas se dio cuenta. En lugar de ello, se concentró en la forma de la pierna que tenía contra su oreja. La mujer tenía el cuerpo de una adolescente. Una vez había tenido que cargar con un hombre que pesaba casi cien kilos. Esa muchacha pesaría unos cincuenta y cuatro.

Cuando Dylan la sacó fuera, la dejó delicadamente al lado de uno de los camiones y luego tiró de la falda para abajo para restaurar su dignidad. Ella le apartó la mano, molesta.

– Quédese aquí -le ordenó él, apretando los dientes.

– ¡No! -respondió ella, dirigiéndose hacia la puerta.

La muchacha pasó a su lado y Dylan corrió tras ella y la alcanzó ya dentro de la tienda. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí de un modo que le hizo olvidarse de los peligros del fuego y concentrarse en los peligros del cuerpo femenino.

Los dos vieron cómo Artie Winton agarraba la máquina de la que salía el humo, la colocaba en mitad de la tienda e intentaba romperla con el hacha. Unos momentos después, Jeff Reilly cubría con la espuma de su extintor la masa de acero retorcido.

– Al parecer, este era el origen del fuego y no ha pasado de ahí -gritó Jeff.

– ¿Qué es? -quiso saber Dylan. Reilly se agachó para mirar la máquina de cerca.

– ¿Una de esas máquinas de yogures?

– No -contestó Winton-, es una de esas cafeteras modernas.

– Es una Espresso Master 8000 Deluxe.

Dylan bajó la vista hacia la mujer, que observaba con amargura la masa de acero. Una lágrima resbalaba por su mejilla y se estaba mordiendo el labio. Dylan murmuró algo entre dientes. Si había algo que le molestara en los incendios, eran las lágrimas. A pesar de que había tenido que dar malas noticias a las víctimas muchas veces, nunca sabía qué hacer cuando se echaban a llorar. Además, dijera lo que dijera, sus palabras siempre le resultaban un poco falsas. Se aclaró la garganta.

– Quiero que reviséis todo -le ordenó, dando un golpecito en el hombro de la muchacha-. Aseguraos de que no ha habido ningún cortocircuito ni nada. No sabemos qué tipo de cables habrá. Mirad también en la caja de fusibles para ver si ha saltado alguno.

Dylan se quitó los guantes y tomó la mano de la mujer para llevarla fuera.

– No puede hacer nada aquí. Vamos a revisar todo y, si no hay peligro, podrá entrar cuando se despeje el humo.

Cuando salieron fuera, la llevó a la parte de atrás del camión y la hizo sentarse. Un médico con una bata blanca se acercó a ellos, pero Dylan le hizo una seña para que se fuera. Las lágrimas de la mujer se hicieron más abundantes y a Dylan le dio un vuelco el corazón mientras luchaba por contener el impulso de abrazarla. La mujer no tenía muchos motivos para llorar. Solo había perdido una cafetera.

– Está bien. Sé que ha tenido que pasar miedo, pero no le ha ocurrido nada y apenas ha habido daños materiales:

La mujer alzó la cabeza y lo miró enfadada.

– ¡Esa máquina costaba quince mil dólares! Es la mejor cafetera del mercado, hace cuatro cafés en quince segundos. Y sus hachas la han hecho añicos.

– Escuche, señorita, yo… -dijo Dylan, asombrado por la falta de gratitud de la mujer.

– ¡No me llame señorita!

– Bueno, pero debería estar contenta – contestó Dylan, que no pudo disimular su rabia-. No ha habido ningún muerto -Dylan dio un suspiro y trató de bajar el tono-, no ha habido heridos, no ha perdido a ningún familiar ni a ningún animal de compañía. Lo único que se ha roto ha sido una cafetera. Una cafetera que estaba defectuosa.

La mujer se quedó callada, mirándolo fijamente. Dylan vio otra lágrima bajar por su rostro y luchó por no secársela él mismo.

– No es una simple cafetera.

– Sí, lo sé. Es una Espresso Deluxe 5000 o como se llame. Una caja de acero con unos cuantos tornillos y muchos tubos. Señorita, he de decirle que…

– Le repito que no me llame señorita. Me llamo Meggie Flanagan.

Hasta ese momento, Dylan no la había reconocido. Ella había cambiado… bastante, pero todavía conservaba ciertas cosas de la niña que había conocido hacía mucho tiempo.-¿Meggie Flanagan? ¿Mary Margaret Flanagan? ¿La hermana pequeña de Tommy Flanagan?

– Puede ser.

Dylan, soltando una carcajada, se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo.

– La pequeña Meggie Flanagan. ¿Cómo está tu hermano? Hace mucho que no lo veo.

La muchacha lo miró con suspicacia, pero luego reparó en el nombre que llevaba escrito él en la chaqueta, debajo de su hombro izquierdo. Inmediatamente, puso cara de asombro y se sonrojó.

– Quinn. ¡Oh, Dios mío! -exclamó, enterrando el rostro entre las manos-. Debería haberme figurado que aparecerías de nuevo y me arruinarías la vida.

– ¿Arruinarte la vida? ¡Te he salvado la vida!

Ella se puso muy seria.

– Te equivocas. Habría podido apagar el fuego yo sola.

Dylan se cruzó de brazos.

– ¿Entonces por qué llamaste a los bomberos?

– Yo no llamé, se disparó la alarma.

Dylan le quitó la toalla húmeda que todavía llevaba en la mano y la agitó delante de su cara.

– ¿Y lo pensabas hacer con esto? Apuesto a que ni siquiera tenías un extintor dentro, ¿a qué no? Si supieras cuantos fuegos se han apagado con un simple extintor. Yo…

Dylan no terminó la frase al ver la expresión de desafío de ella.

Era Meggie Flanagan, pensó Dylan, casi avergonzado por haberse sentido atraído por ella. Después de todo, era la hermana pequeña de uno de sus antiguos amigos y había una regla entre ellos que decía que nunca podías jugar con la hermana pequeña de un amigo. Pero Meggie ya no era la niña flacucha con un corrector en los dientes y gafas de cristales gruesos. Y él llevaba bastante tiempo sin ver a Tommy.

– Podría denunciarte por violar las normas.

– Adelante -contestó ella. Luego, después de soltar una maldición, se dio la vuelta y se metió en el interior de la tienda-. Conociéndote, no me extrañaría.

¿Conociéndolo?, pensó Dylan.

– Meggie Flanagan -dijo en voz alta. La recordaba como una chica tímida y nerviosa, pero esa mujer no parecía nada tímida. Tampoco era ya aquella muchacha flaca… y lisa como una tabla.

Él había pasado muchas horas en casa de Tommy Flanagan. Después del colegio, solían ir allí a escuchar música o a jugar con el ordenador. Y ella siempre los observaba en silencio a través de sus gafas de cristales gruesos. Dylan, cuando se hizo mayor, pasó prácticamente a vivir en casa de Tommy. Pero ya no eran los juegos los que le hacían ir allí. La madre de Tommy era una mujer alegre y cariñosa que lo invitaba a cenar con frecuencia. Algo que Dylan aceptaba gustosamente.

Meggie siempre se sentaba frente a él y, cada vez que miraba hacia ella, la sorprendía observándolo. Lo miraba fijamente, igual que siempre que se encontraban a la entrada del colegio. Ella tenía dos años menos que él y, aunque nunca fueron a la misma clase, solía verla en el comedor o por la entrada. Los chicos solían meterse con ella y Tommy tenía que salir en su ayuda continuamente. Poco después, él empezó también a defenderla, ya que era la hermana de su mejor amigo.

En ese momento, la observó ir de un lado para otro, muy nerviosa, frotándose los brazos. Debían de habérsele quedado helados con aquel viento frío de noviembre. Entonces volvió a sentir ganas de protegerla, pero no como en el pasado. En esos momentos, aquella sensación le llegó mezclada con una intensa e innegable atracción. Sentía la necesidad de tocarla de nuevo. Así que se quitó la chaqueta y fue hacia ella.

– Toma, vas a resfriarte.

Dylan, sin esperar a que ella asintiera, le puso la chaqueta por los hombros y dejó que sus manos se retrasaran unos instantes. El estremecimiento que le subió por los brazos al tocarla no le pasó inadvertido. Ella dejó de caminar y le dio las gracias de mala gana.

– ¿Qué querías decir con eso de que voy a arruinarte de nuevo la vida? -preguntó, apoyándose contra la pared de ladrillo del edificio.