Ella frunció el ceño.
– Nada, da igual.
Dylan sonrió en un intento de animarla.
– Me cuesta reconocerte, Meggie. Lo único que coincide con el recuerdo que guardo de ti es el nombre. Nunca nos conocimos de verdad, ¿no te parece?
Una extraña expresión asomó en la cara de ella. Dylan se quedó pensativo. Parecía haberla herido con sus palabras. Pero, ¿por qué?
Pero justo en ese momento el altavoz del camión de bomberos anunció otra alarma y el equipo se reunió para escuchar atentamente. Era en una fábrica.
– Tengo que irme -dijo Dylan, haciéndole una seña a Meggie y estrechándole la mano-. Es mejor que entres. Y siento lo de la cafetera.
Ella abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró.
– Gracias -fue su única respuesta.
Dylan fue hacia el camión sin poderle quitar los ojos de encima a Meggie. Por un momento, le pareció la niña de antaño. Allí sola, insegura de sí misma y con las manos entrelazadas en el regazo.
– Saluda de mi parte a Tommy cuando lo veas.
– Lo haré-dijo ella, también mirándolo fijamente.
El camión arrancó y Ken Carmichael tocó el claxon.
– A lo mejor nos vemos pronto -añadió Dylan.
– ¡Tu chaqueta! -gritó ella de repente.
– Tenemos más en el camión.
Dylan se subió a la cabina y se sentó al lado del conductor. Mientras se alejaban del lugar, con la sirena encendida, Dylan se dio cuenta de que Artie y Jeff lo estaban mirando sonrientes.
– ¿Qué ha pasado con tu chaqueta? -le preguntó Artie-. ¿La perdiste en medio del incendio?
Dylan se encogió de hombros.
– Si fuéramos a apagar un fuego a la luna, tú te encontrarías allí a una mujer a la que seducir -añadió Jeff, que se inclinó hacia el conductor-. Oye, Kenny, tenemos que volver. Quinn se ha olvidado la chaqueta otra vez.
Carmichael soltó una carcajada.
– Este chico tiene la mala costumbre de perder siempre la chaqueta. Le diré al jefe que se la descuente del sueldo.
Dylan tomó una de las chaquetas que había de repuesto en la parte de atrás y se la puso. En esa ocasión no estaba seguro de querer recuperar su chaqueta. Meggie Flanagan no era como las otras mujeres con las que el plan le había salido bien. Por una razón: ella no lo había mirado con adoración. De hecho, parecía odiarlo. Además, tampoco era el tipo de mujer a la que pudiera seducir y luego marcharse. Era la hermana pequeña de alguien que había sido su mejor amigo.
Tomó aire y lo dejó salir lentamente. No. Pasaría mucho tiempo hasta que recuperara esa chaqueta.
Una capa fina de hollín cubría todas las superficies de la tienda. La fiesta Cuppa Joe estaba prevista para el día después de Acción de Gracias y Meggie estaba agobiada por todo lo que le quedaba por hacer. Tenía que dar unas lecciones a los ocho empleados que habían contratado y terminar la decoración. Había hablado por teléfono con la compañía de seguros y le habían prometido mandarle un equipo de limpieza y una nueva máquina. Pero no tenía tiempo a que llegara el equipo de limpieza. Las mesas y las sillas llegarían al día siguiente y, si querían abrir a tiempo, su socia, Lana Richards, y ella tendrían que limpiarlo y ordenarlo todo solas.
Lo peor del incendio del día anterior no había sido el humo. Lo peor había sido la destrucción de la cafetera.
– Tres meses -musitó-. Tardarán tres meses en traer otra máquina. Incluso me he ofrecido a pagarles más para que la enviaran antes, pero me han dicho que no es posible. Todas las cafeterías les han pedido la misma máquina.
– ¿Puedes dejar de hablar de la maldita cafetera? -le preguntó Lana, metiendo la bayeta en un cubo de agua caliente-. Compraremos dos cafeteras Espresso Master 4000, o cuatro Espresso Master 2000, o lo que tú prefieras. Pero, por favor, deja de hablar de cafeteras.
En realidad, se había obligado a pensar en las cafeteras para no ponerse a fantasear con el bombero que había ordenado que la destruyeran. ¿Cuántas veces en las últimas veinticuatro horas se había acordado de Dylan Quinn?
– Es nuestro negocio -dijo Meggie con suavidad-. No nos hemos pasado los últimos cinco años ahorrando todo el dinero que sacábamos de trabajos que odiábamos hacer, ni hemos pedido un préstamo al banco para que vengan los bomberos y se líen a hachazos con nuestra cafetera.
Cualquier mujer se sentiría fascinada con Dylan Quinn. Después de todo, no todos los días te encontrabas con un héroe de carne y hueso, alto y guapo, y con uniforme de bombero. Parecía hecho para ese trabajo. Era decidido, fuerte, infatigable y… Meggie soltó un suspiro profundo. Probablemente cada mujer tendría su Dylan Quinn particular. Un hombre que fuera su prototipo, su ideal.
¿Y si ella en la escuela no hubiera sido tan tímida y él tan guapo? ¿Y si ella se hubiera quitado el corrector dental un año antes? ¿Y si hubiera sido capaz de hablar con él sin dejar escapar risitas tontas? Un gemido escapó de sus labios. A pesar de que hacía mucho tiempo de todo aquello, no podía evitar sentir la misma vergüenza que entonces.
Durante los últimos años, había pensado en Dylan Quinn de vez en cuando, preguntándose qué habría sido de su primer amor. Incluso alguna noche solitaria o en ciertas fechas, había imaginado que volvía a encontrárselo. Después de todo, ella había cambiado mucho. Ya no llevaba corrector dental y las gafas las había sustituido por lentillas. Además, se arreglaba el cabello en una de las mejores peluquerías de Boston y, lo más importante de todo, era que tenía curvas en las partes adecuadas del cuerpo.
Pero había ciertas cosas que no habían cambiado. Todavía no se le daban bien los hombres. Aunque había conseguido bastantes logros en el terreno profesional, en el terreno personal no le había ido tan bien como deseaba. Probablemente, podía explicarse por la clase de hombres que siempre elegía, pero seguía pensando que su mala suerte se debía a los muchos años de haber sido tímida y fea.
Dylan, por otro lado, había sido uno de los chicos más famosos de la escuela. Con su pelo negro, su aspecto agresivo y su poderoso encanto, había sido el sueño de todas las chicas. Al ver sus ojos el día del incendio, recordó inmediatamente la imagen del chico alto, delgado y con aquella sonrisa irresistible.
Todos los hermanos tenían aquellos ojos entre dorados y verdes. Un color único y extraño que no podía ser definido como marrón. Aquellos ojos tenían el poder de hacer temblar a las chicas a las que miraban. Meggie había recordado inmediatamente la vergüenza y humillación que aquel hombre la había hecho pasar al no llevarla al baile del instituto muchos años atrás.
– El incendio no ha sido tan grave -dijo Lana-. Además, gracias a él, has vuelto a ver a Dylan Quinn.
– Sí, justo lo que necesitaba.
Eran amigas desde la época de la universidad, así que había pocas cosas sobre Meggie que Lana no supiera. Pero la imagen de Dylan Quinn que tenía, por las cosas que le había contado su amiga, no era demasiado buena… ni demasiado verdadera. Si le preguntaran a Lana cómo era, habría contestado que Dylan era una mezcla de Hannibal Lecter y Bigfoot.
En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y Meggie salió de la barra, confiando en que fuera el repartidor con la cafetera nueva. Pero no era Eddie, el repartidor de siempre, quien había llamado a la puerta, sino un hombre alto, guapo y… Meggie tragó saliva. ¡Era Dylan Quinn!
Meggie soltó un gemido, se metió de nuevo tras la barra y se agachó. Luego, tiró de la pernera del pantalón de Lana.
– ¿Quién es? -preguntó Lana, sacudiendo la pierna para que Meggie la soltara.
– Dylan Quinn. Dile que se vaya. Que no está abierto. Dile que hay otra cafetería en Newbury, muy cerca.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Lana, mirando hacia la entrada-. ¿Ese es Dylan Quinn? Pero si no parece…
– ¡Deshazte de él ahora mismo! -le ordenó Meggie, dándole una patada a Lana. Esta dijo algo entre dientes y salió de la barra.
– Hola, apuesto a que ha venido a tomar una taza de café. Pues como ya ve, todavía no hemos abierto. La inauguración será dentro de tres semanas.
– Pues la verdad es que no he venido a tomar café.
El sonido de su voz, profunda y grave, pareció meterse en la sangre de Meggie, que seguía agachada detrás de la barra. Se preguntaba cómo se sentiría después de oír aquella voz durante una o dos horas. ¿Sería tan peligrosa, que no podría luego acostumbrarse a dejar de oírla?
– Pero estoy segura de que podré arreglarlo. Somos uno de los pocos sitios donde se hace Blue Mountain jamaicano. ¿Quiere una taza? Es un manjar de dioses. Yo diría que la bebida apropiada para usted.
Meggie gimió y agarró la pierna de Lana.
– No le sirvas un jamaicano -susurró-. Es lo más caro que tenemos. ¡Deshazte de él!
– Usted es Dylan Quinn, ¿verdad? -preguntó Lana, sacando una bolsa de plástico del frigorífico.
– ¿La conozco? -preguntó Dylan. Por el tono de su voz, Meggie imaginó que Dylan estaba utilizando todo su poderoso encanto y Lana respondía a él como un gatito delante de un plato de nata. Seguro que Dylan había sonreído de aquel modo irresistible. Lana se echaría el pelo hacia atrás y reiría con su risa profunda y gutural. Y antes de que Meggie pudiera hacer algo, se irían rápidamente a la farmacia de enfrente para comprar una caja de preservativos.
– No, pero estoy segura de que podemos solucionar ese pequeño problema. Me llamo Lana Richards y soy la socia de Meggie. Meggie me contó que ayer le había salvado la vida. Le estamos muy agradecidos. Mucho. Espero que podamos… devolverle el favor de alguna manera.
Meggie soltó una maldición. Lana estaba haciendo aquello a propósito. Quería provocarla y ponerla celosa para que se levantara. Así que, finalmente y de mala gana, se levantó y se apartó el cabello de los ojos. Dylan, que estaba apoyado en la barra, retrocedió asombrado.
– ¡Meggie!
– Lo siento -dijo con una sonrisa forzada-. Es que estaba… tenía que hacer… tenía la cabeza dentro de la nevera y no te he oído entrar -se aclaró la garganta-. Me temo que no hemos abierto todavía -explicó, limpiándose las manos en los pantalones.
– El pobre habrá estado apagando fuegos todo el día. Creo que lo menos que podemos hacer es ofrecerle algo.
Meggie se cruzó de brazos y miró a Dylan con cautela. Este se había quitado su uniforme de trabajo y llevaba unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta de cuero. Pero estaba tan guapo como siempre. Su cabello, espeso y negro, todavía estaba húmedo en la nuca y Meggie no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo haría que había salido de la ducha… desnudo y mojado.
La muchacha tragó saliva y agarró un trapo con el que comenzó a limpiar la barra de cobre.
Lana pasó detrás de ella y le dio un pellizco en el brazo. Meggie la insultó en voz baja y se frotó el brazo. Luego, se volvió y miró a Lana.
– Sé amable con él -le aconsejó la amiga-. Voy a hacer cosas en el despacho.
– No tengo por qué ser amable. Odio a este hombre.
– Entonces ve tú al despacho a hacer el papeleo y yo me quedaré aquí con él. Es guapísimo. Y ya sabes lo que se dice de los bomberos.
– ¿El qué?
Lana se acercó y le habló al oído.
– Que no es el tamaño de la manguera, sino donde apuntan, lo que cuenta.
Meggie soltó una carcajada y dio un empujón cariñoso a Lana. Cuando finalmente se quedó a solas con Dylan, lo miró de reojo mientras preparaba un vaso de papel para echarle el café. Así podría llevárselo fuera.
Dylan la observó mientras preparaba el café. Sonreía relajadamente, como si estuviera seguro del poder que tenía sobre ella.
Meggie pensó que él era todavía más guapo de lo que recordaba. Todas sus amigas del instituto se habían enamorado de algún chico, pero ella se había enamorado del mejor: de Dylan Quinn. Aunque él era dos años mayor que ella, había fantaseado a menudo con la idea de que la atracción era mutua. Después de todo, cada vez que la veía, le sonreía e incluso alguna vez la había llamado por su nombre.
Un día, su hermano Tommy, le dijo que a Dylan le gustaría llevarla al baile del fin de curso. Era la primera gran fiesta desde que había empezado la escuela y ella había dado por sentado que iba a quedarse en casa, como las otras tímidas de la clase. Pero entonces Dylan, el chico más guapo del instituto, le había pedido que lo acompañara.
Ella no pudo guardar el secreto y se lo contó a todas sus amigas. Así que no tardó en correr la noticia y todo el instituto se enteró de que Meggie Flanagan tenía una cita con Dylan Quinn. Meggie se había comprado un vestido nuevo y unos zapatos a juego. Guando Dylan llegó aquella tarde, estaba tan nerviosa, que había estado a punto de echarse a llorar.
Dylan fue a recogerla en vaqueros y acompañado por Brian, su hermano pequeño, que iba con un esmoquin y tenía una sonrisa bobalicona en los labios.
"La aventura de la venganza" отзывы
Отзывы читателей о книге "La aventura de la venganza". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "La aventura de la venganza" друзьям в соцсетях.